Viaje al fin del mundo: Galápagos Alberto Vázquez-Figueroa El protagonista acaba de cumplir 15años, ha terminado el colegio y decide buscar su futuro. Para ello, abandonará el pequeño pueblo de Suecia donde vive con su padre y en el que nunca ocurre nada interesante. Su padre había prometido llevarle a una ciudad más grande, con puerto, donde el hijo podría buscar empleo en un barc o, como hizo él cuando era joven. Pero de Estocolmo llega una carta. En ella se desvela el lugar donde vive la madre de Joel, que lo abandonó siendo un bebé. Es éste también un poderoso motivo para hacer las maletas y dar un gran salto hacia la edad adulta y encontrar nuevas experiencias. El mundo interior (con sus dudas, inseguridades, esperanzas o sueños) del joven Joel queda poderosamente reflejado, y sólo la naturaleza (con sus bosques, nieve o estrellas) le sirve de contraste, o de acompañamiento, cuando tiene que afrontar algún problema. Alberto Vázquez-Figueroa Viaje al fin del mundo: Galápagos Primera parte VIAJE AL FIN DEL MUNDO Capítulo Primero «OPERACIÓN ARCA DE NOÉ» El inmenso avión comenzó a descender, de los helados nueve mil metros al calor de Maiquetia. Y desde el aire, contempló largamente el mar y el sucio puerto de La Guaira, mientras el avión giraba para enfilar el comienzo de la pista. Poco más de media hora después, un taxista que conducía a velocidad suicida me depositaba a las puertas del hotel. Había insistido en llevarme al nuevo «Caracas-Hilton», pero preferí el «Tamanaco», cuya piscina, en los mediodías, es, sin duda, el lugar más agradable de la ciudad. Me bañé y me asomé al amplio ventanal que dominaba la piscina, los jardines y la ciudad, con el monte Ávila en el fondo. Comenzaba a oscurecer, y no creo que exista en el mundo una capital cuyas puestas de sol puedan compararse a las de Caracas. Constituyen un espectáculo único e inolvidable que jamás me canso de contemplar. Luego, en unos minutos, me planté en casa de mi hermano que no tenía ni idea de mi llegada, aunque la imaginaba, porque le había puesto previamente al corriente de mi proyectada «Operación Arca de Noé». Esta idea había nacido tiempo atrás en la misma Venezuela, pero tenía como origen otro continente, África. Los muchos años que había vivido en ella me permitieron darme cuenta de hasta qué punto resultaba cierto el temor — tan extendido — de que, poco a poco, la maravillosa fauna africana acabaría por desaparecer de la faz de la Tierra. En menos de un siglo, los animales salvajes han dejado de ocupar la mitad de sus territorios originales en el Continente Negro. En las regiones en que aún subsisten, su número se ha reducido en ese tiempo a menos de la cuarta parte. En el simple transcurso de la mitad de mi vida, todo ha cambiado, y recuerdo que siendo un muchacho, a comienzos de la década de los cincuenta, los rebaños de gacelas, antílopes y avestruces corrían libremente por las inmensas llanuras del Sáhara. Ahora, durante mi último viaje a ese mismo Sáhara, no encontré, durante días y días de marcha, una sola gacela, ni un antílope, ni huella alguna que recordase que allí existieron avestruces en un tiempo. Y lo más triste es que el desierto sigue siendo el mismo, sin que haya empeorado un ápice el «hábitat» de los animales. Su desaparición se debe, pura y simplemente, a la inmensa pasión de los hombres por disparar un arma sobre todo lo que tenga vida. Mientras España mantuvo un protectorado sobre Marruecos y el Sáhara, la mayoría de los militares y funcionarios que vivían en este último eran, por lo general, gente que amaba el desierto y a sus criaturas. Se encontraban a gusto en aquellas desoladas regiones, y, aunque muchos de ellos eran cazadores sabían también respetar las reglas de la Naturaleza y sabían cómo y cuándo había que disparar sobre un animal. Abandonado, sin embargo, Marruecos, el Sáhara se vio invadido por militares y funcionarios que llegaba casi obligados; que no sentían el menor amor a aquellas tierras, y que no encontraron mejor forma de matar su tedio que abatir todo bicho viviente que pusiera a su alcance. El día en que Marruecos alcanzó su independen el viejo Sáhara romántico de los «meharis», de las caravanas y de las noches de campamento murió, con él murieron también los grandes rebaños de las arenas. Pero ésa no fue sino una más entre las muchas circunstancias que a lo largo de estos cien años ha contribuido a que los animales vayan desapareciendo lentamente de África. Primero, fue en el Norte, donde el número de pequeños y resistentes elefantes de la antigüedad, que el hombre conseguía domesticar a diferencia de sus congéneres del resto del continente, comenzó a disminuir, hasta que el último murió, poco antes de comenzar el siglo XX, en una aldea de Túnez. Más tarde, sobre 1930 moría también el último león de Berbería, incomparablemente más hermoso e impresionante que su hermano del Sur, dotado de una increíble arrogancia y de una enorme y majestuosa melena negra que le bajaba hasta la mitad del pecho. Se diezmaron, luego, las gacelas egipcias de las que apenas quedan ya un centenar; el «ñu de cola blanca» conservado tan sólo en cautividad; «la cebra de Burchell» y el «antílope azul», extinguidos por completo. El «antílope lira» — el bontebok — desapareció junto con su pariente, el «blesbok». Sólo quedan ejemplares disecados, pese a que hace doscientos años cubrían inmensos territorios del sur de África. Resultaría tan y tan tedioso continuar la enumeración de especies que ya han desaparecido para siempre, y que nunca — por mucho que lo intentásemos — conseguiríamos hacer revivir. Cuarenta dicen unos; muchas más, aseguran los pesimistas y otras tantas desaparecerán irremisiblemente en el transcurso de la próxima generación. Y esa desaparición está motivada no sólo por las matanzas de los aficionados a la caza, sino también por culpa de los nativos poco respetuosos para con la Naturaleza, o a causa, por último, de los tiempos modernos. El progreso la ineludible necesidad del hombre de medirse cada vez más, de ganarle terreno a la selva o a las praderas, de ir empujando hacia las tierras más inhóspitas a los grandes rebaños de animales libres que reinaron durante siglos en el Continente Negro. Aunque parezca una aseveración absurda y aventurada, África se ha quedado pequeña. Y será cada día más y más pequeña hasta que llegue un momento en que hombres y animales no puedan convivir. Fuera de las grandes Reservas o Parques Nacionales, como el de Serengueti, en Kenia, o el Krüger, en La República Sudafricana, pocos rincones quedan ya en los que las cebras, jirafas, ñus, elefantes y gacelas merodeen a su antojo, y difícilmente podrán sobrevivir al año 2000. Asistí a esta tragedia. Vi cómo se asesinaban cada año miles de elefantes con el fin de aprovechar sus patas para hacer papeleras, y cómo se liquidaban manadas de cebras con el único fin de convertirlas en alfombras. Presencié, también, el crecimiento de las ciudades; el trazado de las carreteras; la extensión de las grandes plantaciones; el nacimiento de las primeras industrias; todo cuanto, en fin, va contra la posibilidad de subsistencia de las bestias salvajes. Y creía que contra eso nada podía hacerse, y que al igual que los bisontes dejaron de corretear por Norteamérica, llegaría un momento en que los elefantes dejarían de corretear por África. Pero un día, buscando diamantes en los ríos de la Guayana venezolana — tan ricos en ellos — me eché la escopeta al hombro dispuesto a conseguir algo de comer en la inmensidad de aquella Gran Sabana. Cuál no sería mi asombro, al advertir que había que caminar horas y horas y buscar mucho, para encontrar, al fin, algo sobre lo que disparar. Me detuve a considerar, entonces, que en todos los años pasados en Sudamérica (Guayanas, Amazonas, Llanos o Andes había comprobado idéntica escasez de vida animal, y había allí praderas, selvas, montañas y ríos tan desiertos como el Sáhara mismo, pese a que, aparentemente, sus condiciones de habitabilidad resultaban óptimas. Comencé a estudiar con detenimiento ese «hábitat» y, a lo largo de cuatro años de comparaciones, llegué a la conclusión de que por clima, tierra, forraje, abundancia de agua, e incluso semejanza de paisaje, no había ninguna diferencia básica entre la Gran Sabana venezolana y las praderas africanas; del mismo modo que no eran fundamentales las diferencias entre la guineana, o entre los Llanos y selva amazónica y algunas zonas del desierto. Existen, pues, en Sudamérica millones de hectáreas de tierras vacías; tierras por las que el hombre siente ningún interés y que podrían convertirse perfectamente en «hábitat» de todas esas especies de animales, que ya no tienen en su continente esperanza alguna de subsistencia. Llegado a esta conclusión, dediqué mi tiempo a estudiar las posibilidades de aclimatación que existían para el caso de que pudiese llevarse a cabo un transplante de animales. Comprobé que todas las especies que, por una u otra razón, se han llevado a Sudamérica han conseguido aclimatarse perfectamente. No se trata ya de la vaca, el caballo, la gallina o cualquier animal doméstico. Otros, como el búfalo o la «capra hispánica», se han desarrollado y reproducido en libertad sin el menor problema. Hace más de un siglo, un ganadero llevó a la isla de Marahó, en la desembocadura del Amazonas, dos Parejas de búfalos africanos, y hoy abundan de tal forma, que su cacería constituye uno de los principales atractivos de la isla. En otra ocasión, un barco cargado de «capra hispánicas» naufragó contra una pequeña isla situada frente a las costas venezolanas, y actualmente constituye un auténtico hervidero de ellas. Convencido, por tanto, de que existía una posibilidad de salvación para los animales de África, me trasladé a la República Sudafricana, donde tomé contacto con las autoridades responsables de los Parques Nacionales. Aunque sorprendidas en un principio por mi idea, acabaron por admitir que, en efecto, en su opinión no existía ningún impedimento para llevar a cabo ese trasplante. Si llegaba a hacerse, estaban dispuestas a colaborar en él, puesto que tenían en sus Parques problemas de espacio, agua y alimentos para sus animales. En aquellos días, en el Krüger estaban sacrificando tres mil elefantes, que no podían alimentar sin poner en peligro a la restante población del Parque. — Si pudiera llevarme esos tres mil elefantes a la Amazonia — comenté—, tardarían un millón de años en comérsela. Esa matanza necesaria, pero dolorosa, me reafirmó en mi idea de seguir adelante con la «operación Arca de Noé»; «Operación» en la que sueño con ver las vacías tierras americanas surcadas por inmensos rebaños de elefantes, jirafas, gacelas, ñus, avestruces, impalas y tantas especies que embellecieron durante siglos las verdes colinas de África. Ésa era, pues, la razón de mi llegada a Venezuela: buscar ayuda para mi proyecto. Tenía, además, en mi poder, una baza que juzgaba importante: había logrado interesar en la «Operación» a una gran compañía aérea, que unía Sudáfrica con Europa y Europa con Sudamérica, y que estaba dispuesta a trasladar gratuitamente a los animales a través de los tres continentes. Mi hermano, conocedor y copartícipe de mis ilusiones, había decidido — en unión de José Antonio Rial, destacado escritor y periodista afincado en Venezuela — que la entidad que mejor podría colaborar con mis intenciones era la Corporación Venezolana de la Guayana, organismo de increíble poderío económico, que tiene a su cargo el desarrollo de una de las regiones más ricas del mundo: la Guayana de Venezuela. Habían puesto, por tanto, en antecedentes a su presidente: el general Rafael Alfonso Ravart, un hombre de tan extraordinaria capacidad de trabajo que aun habiendo cambiado tres veces el Gobierno venezolano, y habiendo subido al poder en la última ocasión los que pudieran considerarse sus enemigos políticos — los «Demócratas-cristianos» del presidente Rafael Caldera—, ha permanecido en su puesto, sin que nadie se atreva a removerle. Venezuela es uno de los pocos países que reconocen que, cuando un hombre le es útil, continúa siendo útil, sea cual sea su forma de pensar. El general me recibió en el despacho que ocupa en el inmenso edificio de la «Shell», apenas a un tiro de piedra del hotel, y durante horas discutimos sobre la posibilidad de convertir la Gran Sabana — hoy tierra de buscadores de oro y diamantes — en un inmenso Parque de Aclimatación. Con los años, las manadas serán allí tan comunes como en Serengueti, y acudirán turistas de todo el mundo, especialmente norteamericanos, que, a dos horas de vuelo de Miami, podrán disfrutar de un espectáculo maravilloso. Los animales atraerán turistas, esos turistas atraerán, a su vez, a hombres de negocios que darán vida a un inmenso territorio que hoy en día se encuentra casi vacío. El general tenía decidido el lugar en que se establecerían los primeros animales: un antiguo rancho, el «Hato Masobrio», enclavado entre los ríos Orinoco y Caroni, junto a la recién inaugurada presa del Hurí. Sobre un gran mapa, señaló el punto elegido y preguntó: — ¿Le gustaría verlo? — Conozco la zona — repliqué—. Pero me agradaría echarle un nuevo vistazo. — Mañana, a las ocho, uno de nuestros aviones, estará esperando. Capítulo II EL SALTO ÁNGEL En efecto, a las ocho de la mañana del día siguiente, un avión nos esperaba para llevarnos, en poco más de una hora, a Puerto Ordaz, sobre la orilla del río Orinoco, exactamente en su confluencia con el Caroní. José Antonio Ríal había decidido acompañarme. Sentía curiosidad por conocer una ciudad a la que puede considerarse como un milagro del esfuerzo humano. Puerto Ordaz es, hoy por hoy, la ciudad más moderna del mundo. Más incluso, que Brasilia — la artificial capital brasileña—, y cuando hace diez años recorrí esta región, no existía aquí más que un conjunto de casuchas — San Félix — que se alzaban sin, orden ni concierto, y no tenían interés ni vida propia. En la actualidad, Ciudad Guayana, nombre por el que se conoce también a Puerto Ordaz, cuenta con 250.000 habitantes y tiene calles asfaltadas, puentes, parques, jardines y edificios públicos de audaz arquitectura. La proximidad de la presa de del Guri, de las minas hierro de Cerro Bolívar y de yacimientos de bauxita — quizá los más ricos del mundo — auguran a la ciudad un prometedor futuro. Por otra parte, su emplazamiento entre dos ríos, junto a las cataratas y rápidos de la «Llovizna» y «Cahamay», es privilegiado, mientras que la temperatura, aunque elevada, no resulta sofocante. La visita a los terrenos de «Hato Masobrío» estaba prevista para el día siguiente, pero yo deseaba aprovechar el tiempo recorriendo de nuevo el gran lago y las obras de la presa del Guri, que durante mi última estancia, un año antes, había dejado a medio concluir. A una hora de camino de Puerto Ordaz, río arriba, las negras aguas del Caroní se estrellan contra el grueso muro de 110 m de altura con que los ingenieros han cerrado el antiguo cañón de Necüima, y se extienden en un gigantesco embalse cuya superficie de 800 km2. forma un dédalo de islas y ensenadas que transforman por completo aquel paisaje que conocí muy distinto. Dicen que Guri será, en su día, la mayor presa del mundo — superando incluso la de Asuán, en Egipto —; pero, particularmente, más que su prodigio técnico, me había llamado siempre la atención el tremendo esfuerzo humano que se requirió para salvar de la inundación a los animales salvajes que habitaban en las regiones que habían de quedar inundadas. El año anterior, había rodado un documental sobre esta apasionante «Operación Rescate» y me agradaba volver a conocer sus resultados y encontrarme de nuevo con uno de sus principales dirigentes, el doctor Alberto Bruzual, especialista en fauna guayanesa y con, el que había mantenido largas conversaciones sobre mi proyectado traslado de especies africanas. Cuando le pregunté cuántos animales lograron salvar de perecer ahogados, se mostró satisfecho de la labor de su equipo. — Más de dieciocho mil — replicó—, y aún quedan algunos. En conjunto, la «Operación» ha sido un éxito, si se tiene en cuenta que sólo ha habido trescientos muertes, lo que arroja un índice de pérdidas realmente bajo. El mayor número de estas muertes se cifró, en principio, entre caimanes y anacondas, animales que, en nuestros cálculos iniciales, no creíamos precisaran de nuestra ayuda. Resultaba extraño que estos animales — eminentemente acuáticos — necesitasen que se les salvara, ante mi incredulidad, el doctor me indicó: — Ha de tener en cuenta que ni unos ni o son totalmente acuáticos. Son animales de respiración pulmonar, que se sumergen o nadan para cazar, pero que no tardan en regresar a la orilla. Sin embargo, fue tal la cantidad de agua que encontraron de pronto a su alrededor cuando se cerraron las compuertas, que muchos perecieron de miedo, enloquecidos por la presencia de una masa líquida a la que no estaban acostumbrados. A menudo, la distancia hasta tierra firme era de cinco kilómetros, y eso es demasiado para una anaconda o un caimán. Cuando comenzamos a encontrarlos muertos, tuvimos que reemplazar todo nuestro plan de acción. Éste — al que yo había asistido — era por demás interesante. Muy de mañana, apenas amanecía, las piraguas y las lanchas motoras se lanzaban al lago a la busca de animales en apuros, o iban a sacarlos — contra su voluntad — de pequeñas islas en las que, momentáneamente, se encontraban a salvo, pero que estaban condenadas a ser inundadas también. Allí era necesario echar a tierra a los perros rastreadores para que empujaran a los animales al agua, donde resultaba más fácil su captura. A los monos, los perezosos e incluso los puerco espínes y felinos había que hacerlos bajar de los árboles y era raro el cazador que no presenta, en alguna parte su cuerpo las marcas de los dientes de un mono indignado. Más peligroso resultaba el trato con las serpientes de las que se salvaron casi mil aunque entre ellas no había más que unas cien auténticamente venenosas. Se salvaron también unas cinco mil tortugas de tierra a las que en Venezuela llaman morrocoyes, y unos quinientos puercoespines. Resulta instructivo destacar que se respeto a todas las especies, beneficiosas o no, porque de lo que se trataba era de conservar la fauna aborigen en toda su pureza, sin discriminaciones sobre su conveniencia. El destino de estos animales fue muy variado. La mayoría fueron a parar — después de un breve descanso para que se les pasase el susto — a la gran isla Coroima, que con sus 1500 Ha ofrece terreno y alimento más que suficientes. Otros marcharon a Parques Zoológicos, y las serpientes venenosas se dedicaron a la producción de sueros antiofídicos. La «Operación Rescate» — según mis informaciones — bastante cara, ya que se emplearon en ella todos los medios necesarios, desde una flotilla de embarcaciones hasta helicópteros. El resultado mereció la pena y, por una vez el hombre demostró que también es capaz de respetar a la Naturaleza. Por lo que a mí se refiere, me alegró comprobar que los venezolanos no escatimaban su dinero a la hora de emprender una «Operación» que tenía muchos puntos de contacto con la que estábamos proyectando, Al día siguiente, una avioneta monomotor, pilotada por un veterano de las Guayanas, Pedro Valverde, nos trasladó en veinte minutos de vuelo al «Hato Masobrio», antiguas tierras ganaderas que la Corporación de la Guayana compró porque parte de ellas habían de quedar sumergidas por las aguas de la presa del Guri. Los animales que se traigan de África tienen asegurados aquí, agua y pastos, en esta Gran Sabana que — a una altitud de entre 1.200 y 1.500 m — se extiende a todo lo largo de la orilla derecha del Orinoco. Estos paisajes son de extraordinaria paz y belleza y aparecen salpicados de continuo por la presencia de altas palmeras moriche que le dan un aspecto paradisíaco; están surcados por innumerables ríos, muchos de los cuales arrastran oro y diamantes. Son tierras semidesiertas, pues no albergan más de un 3 % de la población total de Venezuela, formada en su mayor parte por caucheros, aventureros, buscadores de oro y diamantes, y algunas familias de indios nómadas, en su mayoría pacíficos, que viven de la pesca y de la caza. Las aguas de estos ríos — que fueron en su tiempo extraordinariamente ricas en vida — se encuentran hoy despobladas debido a la costumbre de los indios emplear un veneno llamado «barbasco», extraído del jugo de ciertas plantas y que tiene la propiedad de atontar a los peces haciéndolos subir a la superficie, donde son fácilmente capturados. Pese a ello, abundan las feroces pirañas, las anguilas eléctricas, las temibles rayas de dolorosa picadura y un curioso pez, privativo de estas regiones, llamado «cuatro ojos», cuyo único pariente, la blenia, encontraría más tarde en las Galápagos. El «cuatro ojos» debe su nombre a que, tanto su córnea como su retina, se encuentran divididas en dos: una parte superior y otra inferior, lo que le permite nadar en la superficie, de modo que puede ver perfectamente fuera del agua mientras capta lo que ocurre bajo ella. Busca su alimento en el fondo, y está atento a la presencia enemigos: garzas y patos que puedan llegar de aire. Otra característica del «cuatro ojos» es que su reproducción es vivípara y la hembra da a luz crías totalmente desarrolladas. La aleta anal del macho se ha transformado de forma que pueda depositar el semen en la hembra y resulta curioso advertir que esta aleta anal de los machos se inclina en el 50 % de los casos hacia la izquierda y en los restantes hacia la derecha, mientras que en las otras lo hace hacia la izquierda. Eso quiere decir que un «cuatro ojos», para llevar a cabo su apareamiento, ha de encontrar una pareja cuyas características sean semejantes a las suyas. En lo que se refiere a la fauna de estas tierras, podría decirse que es casi tan escasa como la presencia humana. Las aves abundan, especialmente loros y colibríes, junto a algunos tucanes, carpinteros, tangaras y oropéndolas, pero lo cierto es que pueden transcurrir días sin que se encuentre un solo animal — y menos aún animal comestible — en esta Gran Sabana que constituiría. Sin embargo, un magnifico «hábitat» para cientos de especies. Puede ser que, de tanto en tanto, un puercoespín o un armadillo se cruce en nuestro camino; incluso que nos tropecemos con un oso hormiguero de enorme cola, una anaconda o un solitario jaguar. Más difícil resultará ver algún venado, danta, zorro o báquiro. Junto a los ríos viven chiguires e iguanas, antes muy abundantes, pero que se ven implacablemente perseguidas por los indígenas, que las consideran un bocado exquisito. También en los altos árboles viven colonias de onos, especialmente araguatos, «carablanca», o «viuda negra», pero no son, desde luego, tan abundantes como en la Amazonía. Ésta es pues, la región a la que espero un día poder trasladar a los animales que hoy se encuentran en peligro de extinción en África, y tal vez no sea ése más que un primer paso en la tarea de repoblar Sudamérica con unas especies que, si bien nunca existieron antes aquí, no hay razón alguna para que no puedan habitarla en un futuro. Si deseamos que, a mediados del siglo próximo, nuestros descendientes admiren un elefante, una jirafa o un hipopótamo, sólo podrán hacerlos trasladándose a las selvas amazónicas o a la Gran Sabana. De otro modo, al paso que vamos, no tendrán más conocimientos de tales animales que el que tenemos ahora nosotros de un dodo o de un mamut. Concluida la visita al «Hato Masobrio», concluida también, por tanto, la razón de mi estancia en Puerto Ordaz, no pude, pese a ello, resistir a la tentación de recorrer nuevamente aquellos ríos, aquellos campamentos y aquellas selvas por las que había vagabundeado ocho años atrás aquejado por la fiebre del diamante, con el deseo de encontrar otra vez a cuantos amigos había dejado allí, cuando me marché. Pedro Valverde, el piloto, se mostró encantado con la idea. Aseguró que la avioneta estaba a mi entera disposición para ir a cualquier rincón a que fuera capaz de llevamos, y como en el mundo de la Guayana no hay tiempo, prisas ni distancias, decidió iniciar la búsqueda. — Podrá encontrarlos en Paúl — me indicó—. Allí acaba de descubrirse el mayor yacimiento de los últimos años. Así fue como, sin pensarlo, nos encontramos volando hacia el Sur para dejar bajo nosotros la Presa y el gran lago de Guri, y tropezamos, una hora después — siempre siguiendo el cauce del Caroní—, con los escarpados farallones de los Tepuis, mesetas rocosas que surgen como gigantescos castillos en la llanura de la Gran Sabana. De uno de ellos, el Auyantepuí, cae, impresionante, la más alta catarata conocida: el Salto Ángel, increíble con sus mil metros de altitud. A mitad de camino en el aire, el chorro desaparece., se evapora, convertido en una nube de minúsculas gotas de agua que, más tarde, vuelven a condensarse abajo, dando nacimiento al Carrao, uno de los muchos afluentes del Caroní, rico también en diamantes. Conan Doyle situó en esos Tepuis su famosa novela El mundo perdido y, en realidad, no resultaría extraño que algún pequeño animal desconocido en el resto del mundo subsistiera allí, aislado desde que, en la Era Terciaria, los Tepuis se alzaron bruscamente sobre llanura. Jimmy Ángel, el piloto norteamericano que, en 1936 descubrió el Salto que lleva su nombre, intentó, años más tarde, aterrizar con su avioneta en la cumbre Auyantepuí, y lo consiguió, aun a costa de clavar ruedas en el fango y capotar, dejando allí su avión. Logró descender a pie, pero, poco después murió y fue enterrado muy cerca de su querida catarata. Más tarde, una pareja de aventureros norteamericanos, convencidos de que Jimmy había dejado arriba una auténtica fortuna en diamantes — leyenda que aún corre por la región—, intento también el aterrizaje y también se estrellaron. Los restos de ambos aviones seguían en la cumbre del Tepui y era posible verlos bajo nosotros. Valverde dio entonces una lección de lo que es pilotar, y tras sobrevolar a muy baja altura el Auyantepuí, se lanzó con su endeble aparato por entre las altas paredes del cañón que se forma en su parte sur, en uno de los vuelos más impresionantes y majestuosos a que he asistido en mi vida. Apenas cien metros separan las paredes, cortadas a cuchillo; y a mil bajo las ruedas, la selva parecía subir hacia nosotros a velocidad de vértigo. Valverde tuvo que reducir el régimen del motor, y éste tosió cuatro o cinco veces como si amenazara pararse. Si un hombre tiene derecho a confesar, a veces, que siente miedo, tengo que admitir que en esos instantes me pareció como si una mano de hierro me atenazara el cuello, el corazón y el estómago. Nuestra avioneta parecía una hoja de papel sacudida por las fuertes corrientes que circulan Por aquellos precipicios, y no creí que tuviéramos esperanza alguna de salir de allí. Sin embargo, ya muy cerca del suelo, Valverde dio nueva fuerza al motor, enderezó el morro y, al girar a la izquierda y doblar la esquina del farallón, el Salto Ángel apareció frente a nosotros tan cerca y tan alto, que se diría que gotas de agua salpicaban el parabrisas del aparato. Aún ignoro cómo pudimos ascender nuevamente para salir de allí, y lo único que recuerdo fue la sensación de terror — y, al mismo tiempo, de placer — que me produjo aquella especie de gigantesca montaña rusa. Cuando nos alejábamos, Pedro Valverde sonreía, aunque se le advertía ligeramente pálido. Más tarde confesó que también él sentía ese extraño miedo y atracción por el Cañón del Auyantepuí y que habiéndolo atravesado ya en cuatro ocasiones, estaba convencido de que algún día se estrellaría a sus pies. Luego, señaló, a unos dos kilómetros de distancia, una pequeña planicie sobre la que destacaba el esqueleto de un avión. — A ésos también les atraía el Cañón — comentó — y allí, fueron a matarse. Resulta sintomático advertir que, en esas tierras en las que el avión es casi el único medio de transporte, rara es la cabecera o el final de pista en el que no aparece algún resto de aparato, y los dejan allí abandonados, no sé si por pereza, o como advertencia a los pilotos de que algún día acabarán de igual modo. El Auyantepuí comenzaba a quedar a nuestras espaldas, cuando Valverde señaló un punto en el horizonte, hacia el Sudoeste. — Allí hay una Misión de franciscanos españoles — dijo—. ¿Le gustaría hacerles una visita? La idea me pareció simpática, y veinte minutos después aterrizábamos en una altiplanicie de clima fresco, frente a un gran edificio de piedra y un poblado indígena de no más de treinta casas: Kabanayen. Al bajar, dos frailes acudieron a saludarnos: fray Quintiliano de Zurita, superior de la Misión, y el padre Martín de Armellana. El primero, un anciano de barba blanca y rostro bondadoso, lleva treinta y dos años en Venezuela, en estas soledades de la Gran Sabana, y nos confesó que su nombre en el mundo era Julio Solorzano Pérez, natural de Zurita, una aldea de Santander cercana a Torrelavega. Del segundo, no recuerdo el lugar de origen; sólo que me pareció muy aficionado a la lectura. Había recogido en un libro una serie de cuentos y leyendas que le habían ido refiriendo los indios de la Misión. Estos indios que se autodenominan «pemones» son también conocidos por el toponímico de aringotos, kamarakotos y alekuna, aunque ellos prefieren e denominación de «pemones». Son gente pacífica que viven al amparo de la Misión, plantando arroz, criando ganado y cazando lo poco que de caza hay por aquellas latitudes. Cuando pregunté al padre Armellana de que vivían en la Misión, respondió, sin pestañear: — De puro milagro, hijo mío. No pude por menos que reírle la salida, aunque, realidad, exageraba. La Misión cuenta con unas quinientas cabezas de ganado, y las plantaciones de arroz son importantes. Su problema estriba en que no existe comunicación por tierra con el resto del mundo, y todo cuanto les llega ha de hacerlo por avión, desde los alimentos más imprescindibles (el azúcar, el aceite, la harina o el café), hasta el cemento con el han levantado la Misión y las viviendas de los indios. El lugar habitado más cercano es el tristemente célebre penal venezolano de El Dorado, de que últimamente, se ha hablado mucho gracias a la descripción que de él hace Henri Charrière en su obra Papillon. El Dorado se encuentra a una media hora de vuelo hacia el Norte. Hacia el Sur, sólo existe la inaccesible y desconocida Sierra de Paracaima y las inquietantes cumbres de Roraíma; cumbres y sierra en las que jamás ningún hombre blanco ha puesto el pie, y de las que se asegura son el último refugio de aquellas tribus de mujeres guerreras, «las amazonas», que dieran nombre al gran río que descubrió Orellana. Daba la coincidencia de Que yo acababa de pasar tres meses recorriendo la selva amazónica desde Guayaquil, en el Pacífico, hasta Belén de Para en el Atlántico, siguiendo paso a paso las huellas de Orellana e intentando averiguar todo lo posible sobre el destino de esas mujeres guerreras. Mis investigaciones me llevaban a la conclusión de que, dos siglos atrás, las últimas amazonas fueron a refugiarse en algún escondido valle de esa Sierra de Paracaima, y quise saber que pensaban de ello los misioneros[1 - Ver La ruta de Orellana, del mismo autor.]. — Poca cosa — replicaron—. Llegar hasta la Sierra resulta imposible y, desde luego, no sabemos de nadie que haya logrado explorarla. Las tribus de los alrededores, preferentemente waicas y guaharibos, suelen ser hostiles, y más al interior dicen que hay otras muy peligrosas que no permiten que nadie se aproxime. No podemos asegurar que alguna de ellas está limitada a mujeres, pero resulta improbable, pues alguna noticia habría trascendido hasta nosotros. — Sin embargo — señalé—, algunos pilotos que han sobrevolado la región, afirman haber entrevisto desde el aire puentes y ciudades de piedra. Al menos, ruinas. Y ustedes saben que, según la tradición, las amazonas eran las únicas que edificaban con piedra. — Se habla mucho de eso — admitieron mientras alguien no sea capaz de ir allí a comprobarlo pero todo quedará en fantasías. Desgraciadamente, es una región inaccesible y, hoy por hoy no creemos que nadie emprenda esa aventura. Pasamos el resto de la mañana con los misioneros de Kabanayen, que nos atendieron de un modo encantador; emprendimos el vuelo para cruzar de nuevo junto al Auyantepuí y el Salto Ángel, que ya aparecía cubierto por la bruma, y aterrizar en uno de los más bellos rincones del mundo: Canaima. Las cataratas y la laguna de Canaima constituyen, en mi opinión, lo más parecido al paraíso que pueda hallarse sobre la faz de la Tierra. Arena blanca, aguas limpias y ni rastro de animales peligrosos; clima agradable y altas palmeras moriche que se inclinan sobre el agua como para dar sombra al bañista. Es, sin duda, el lugar del mundo en el que un día me gustaría hacerme una casa para quedarme a vivir en ella para siempre. A lo lejos, más allá de los dos saltos, el «Hacha» y el «Sapo», se distingue, apenas recortada, la silueta de Auyantepuí; y aseguran que, en días muy claros, puede verse la espuma del Salto Ángel. Alrededor, praderas, algunos árboles, interminables hileras de palmeras, y una soledad y un silencio majestuosos. No me gusta recorrer la Guayana sin detenerme al menos unas horas en Canaima, y cuando tengo que marcharme, siento algo semejante a lo que debió de sentir Adán cuando lo expulsaron del paraíso. Reemprendimos el vuelo, y al poco rato alcanzamos el hidroavión de unos buscadores de diamantes que se dirigían, como nosotros, a San Salvador de Paúl. Un cuarto de hora después, aterrizábamos en la magnífica pista de tierra que cinco mil mineros, trabajando desinteresadamente, habían construido en un solo día. No les quedó otro remedio; el aire es el único camino que puede unir San Salvador de Paúl con e resto del mundo y por él llega, a base de un puente aéreo de veinticinco aviones diarios, todo cuanto la ciudad necesita, desde el pan y la carne, a los picos, las palas y la sal. Apenas detenida la avioneta en la cabecera de pista, nos rodeó la Guardia Nacional. Querían asegura de que ni una sola gota de licor, ni la más inocente cerveza, entrara en el campamento minero. El alcohol está rigurosamente prohibido en Paúl; por experiencia se sabe que es la bebida la que provoca los grandes conflictos en estos lugares. En menos de dos semanas, Paúl — apenas tres cabañas perdidas en la Gran Sabana — se había convertido en una ciudad de más de diez mil habitantes enloquecidos por la fiebre del oro y del diamante; infestada de aventureros, buscadores, mujerzuelas, contrabandistas y joyeros: un mundo en el que el alcohol no podía hacer más que aumentar los muchos conflictos que ya surgían de por sí. La Policía y el Ejército procuraban, por tanto, que en la ciudad — que contaba en el momento de nuestra llegada con casi quince mil habitantes — no pudiera encontrarse más que refrescos o café. Las escasas bebidas alcohólicas que los contrabandistas conseguían introducir de matute alcanzaban precios tan astronómicos que resultaba imposible emborracharse, a no ser que se estuviese dispuesto a consumir en un día el trabajo de una semana. Convencidos de que no llevábamos licor a bordo, nos preguntaron si veníamos como buscadores, para proporcionarnos el correspondiente permiso que nos daba derecho a diez cuadrados de la zona del yacimiento, al sur del pueblo. En estos yacimientos libres o de «libre aprovechamiento», tales permisos no pueden negársele a nadie, venezolano o extranjero, hombre o mujer, y cada minero elige su parcela por orden de llegada. Al responder que nuestra visita se debía a simple curiosidad y a deseos de volver a ver a viejos amigos, el teniente de la Guardia Nacional, un acho joven, José Alí Hernández, se brindó a prestarnos su ayuda, y mandó llamar a un sargento que parecía conocer a la mayor parte de los buscadores profesionales. Cuando pregunté al sargento por el Catire Sebastián, o Tomás el Negro, agitó la cabeza negativamente. Al Catire nunca lo había conocido ni sabía de él, y en cuanto a Tomás, hacía un año que había aparecido muerto, flotando en las aguas del río La Paragua. Pese a que hacía muchos años que nada sabía de él e imaginaba que cualquier día tendría que acabar así, me impresionó el final de Tomás el Negro. Siempre me pareció un personaje extraordinario al que me había unido una gran amistad y al que admiraba en cierto modo, pese a que muchos podrían pensar que era un pobre vagabundo analfabeto. Para cualquier ser humano, adentrarse en la más inhóspita de las selvas, desafiar los rápidos, padecer mil plagas enfrentarse a los jaguares y a las grandes serpientes, estar siempre a merced de las pequeñas y venenosas víboras, o al alcance de la «araña-mona» y de la «hormiga-veinticuatro» constituiría la más portentosa de las aventuras, la más increíble de las pesadillas, la menos envidiable de las vidas y un tormento que tan sólo podría afrontarse ante la seguridad de una fortuna. Pero, para Tomás el Negro, todo eso no era más que una forma de existencia, la única que conocía, y a la que estaba acostumbrado desde siempre, sin sentirse capaz de cambiarla por otra. Había nacido en un campamento diamantífero, a orillas de ese río, La Paragua, en el que encontró la muerte, y jamás conoció otra actividad que no fuera «ir a la busca» y regresar rico para una larga temporada o más pobre que nunca. Su madre había sido rondadora de campamentos, y su padre, cualquiera de los mineros que le habían precedido por los caminos del bosque o del río; pero él no se sentía ofendido ni molesto por ello. La mayoría de los que habían sido niños con él pertenecían a la misma clase. Cuando fue mayor, los mineros que crecieron con él seguían siendo los mismos, y los que llegaban de fuera sólo eran aventureros a los que casi siempre se podía acusar de algo bastante más serio que no tener padre conocido. Por otra parte, para ofender a Tomás el Negro había otros métodos; pero, fueran cuales fueran, los que le conocían procuraban no ponerlos en práctica, pues era cosa sabida en la Guayana que Tomás tenía el «machete alegre», y que con él en la mano, era capaz de auténticas diabluras. El machete de Tomás aparecía siempre limpio, pulido y afilado, como sí se dispusiera a emple1arlo para comer. Y contaban las historias — ¡tantas historias corren por los campamentos! — que esa arma había desempeñado un papel importante en alguna que otra muerte, y que también era culpable de que al ruso Cantalejo le faltasen tres dedos, aunque el ruso jamás se pronunció en uno u otro sentido. Esa historia se remontaba a años atrás cuando siendo todavía un muchacho, Tomás se fuera con ruso el ruso a «la busca», regresando a los tres días, malhumorado y sin diamantes, y el otro, con tres dedos menos. Malas lenguas aseguraban que, por aquel tiempo el Cantalejo tenía extraños gustos y aficiones desde entonces, se le pasaron. Fuera como fuese, lo cierto es que Tomás el Negro estaba considerado como poco amigo de bromas y merecedor de un prudente respeto, lo cual no es raro, puesto que, en el mundo de los diamanteros, el que no logra hacerse respetar tiene que buscar rápidamente otros horizontes. Desde que nació, Tomás no había sabido de otra ley que la de cada cual, ni otra forma de hacerla cumplir que la fuerza, y a eso se atenía. Los hombres libres de policía la Guayana, los mineros de la selva, no quieren saber nada de la Policía, Ejército o Justicia como la entendemos las demás mortales. Por su parte, la Policía, el Ejército y la Justicia se muestran más que satisfechos de no tener que tratar con semejante clase de individuos, la mayoría de los cuales suele tener el «machete alegre» o el revólver pronto. San Salvador de Paúl constituye un caso aparte, ya que la importancia del yacimiento lo convirtió en una auténtica ciudad en poco tiempo; pero, normalmente, cuchillo, revólver y rifle constituyen una parte muy importante en la vida de los buscadores. En los primeros tiempos que pasé con ellos años atrás, raras veces me separé de mi automática, aunque en mi caso no resultaba necesario, ya que mi amistad con Tomás el Negro alejaba cualquier peligro y hacía desistir a quien tuviera intención de buscar camorra.[2 - Ver Al sur del Caribe, del mismo autor.] La razón de que Tomás el Negro se interesara por mi amistad es lo que le convertía en un personaje curioso que habré de recordar por mucho tiempo que pase. Le gustaban los sonidos y para él eran la parte más importante de su existencia, y su gran desgracia estribaba, al parecer en que habiendo nacido y crecido en la selva, llegó un momento en que conocía uno por uno y hasta el hastío cuantos sonidos eran capaces de producir la espesura y sus oradores. Al decirle yo que la selva siempre reservaba sorpresas, me respondió: — Eso te lo parece a ti y a todos los que vienen de fuera. Pero, para los que hemos nacido aquí, no las tiene, y resulta monótona. De aquí que a Tomás el Negro le gustara estar conmigo y oírme hablar. Los demás mineros, los habitantes del campamento, tenían, según él, un vocabulario muy reducido — semejante al suyo — y ya lo conocía. Le interesaban palabras nuevas que le parecieran hermosas por sí mismas aunque le tuviera sin cuidado lo que pudieran significar. Porque, eso sí, para Tomás, las palabras eran buenas o malas no por lo que representaban, sino por lo que a él le pareciese. «Albóndiga» y «autónoma» le hacían cerrar el puño y soltar un «¡Caray!» entusiasmado, mientras que «patria», «progreso» y «civilización» le dejaban indiferente. Ese amor a las palabras, a los sonidos e incluso a los ruidos de toda clase, era lo que hacía que no se separase nunca de su radio, un transistor que resultaba del todo incongruente en aquel extraño mundo de la selva y de la busca. El día en que Tomás el Negro vio y oyó una radio por primera vez, quedó maravillado, y me contaba que, desde ese momento, todo su esfuerzo se centró en conseguir una; y no paró hasta que se la trajeron — por un precio astronómico — desde Caracas. A menudo, cuando trabajaba en el lecho del río paleando el cascajo en el cual buscaban los diamantes, la radio colgaba de una rama próxima lanzando al aire más chillidos y carraspeos que sonidos articulados. A cientos de kilómetros del punto civilizado más próximo, en el confín de la Guayana y bajo los inmensos árboles de la selva, pocas veces lograba captarse con claridad una emisora, pero eso parecía traerle sin cuidado al Negro. Él escuchaba con atención y, de tanto en tanto, alzaba la cabeza y sonreía: — ¿No lo has oído? Estoy seguro de que ha dicho, «Copacabana». ¡Caray! Había pasado mucho tiempo en la selva con Tomás el Negro. Él me enseñó a buscar los diamantes en los recodos de los ríos, a distinguir los principales ruidos de la espesura y a cazar con trampa. Y yo, en compensación, le hablaba y le hablaba, tratando de recordar altisonantes palabras que nunca empleé antes y que a menudo, carecían, de significado. Ahora, al enterarme de que había muerto, intenté hacer un esfuerzo y recordar cuáles eran las palabras que más desataban su entusiasmo. ¡Albóndiga! ¡Caray! Capítulo III DIAMANTES La calle principal o Calle Mayor de Paúl estaba formada por casuchas de madera y cinc en las que se sucedían los almacenes, las tabernas que ofrecían comidas y bebidas no alcohólicas las casas sospechosas ante cuyas puertas se lucían las «buscadoras de buscadores de diamantes» las tiendas de compradores que se disputaban las piedras encontradas cada día, y por último, los cines. Cines, sí, porque aunque parezca mentira en aquella ciudad que no tenía más que Cinco meses de vida y estaba condenada a desaparecer, existían ya diez salas de cine que no eran, en realidad, más que simples barracones al aire libre. Y por aquella calle, con sus grandes «surucas», sus palas y sus cubos al hombro, cruzaban los mineros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos y los compradores les llamaban al pasar, intentando quedarse cada uno de ellos con el fruto que hubiese dado la mina en el transcurso de la jornada. En sus tres primeras semanas de existencia, San Salvador rindió unos setenta millones de pesetas en diamantes, y aunque cuando yo llegué la producción había descendido mucho, aún le resultaba fácil a un buen minero obtener un jornal de diez mil pesetas diarias. Se calculaba que si continuaba la avalancha de gente, el yacimiento quedaría agotado rápidamente. Las piedras que se encontraban no solían ser ni demasiado grandes, ni de excesiva calidad, pese a lo cual, a menudo aparecían buenos diamantes de más de doce quilates. El precio normal del quilate en la mina o en las tiendas de la Calle Mayor variaba entre las cinco o las seis mil pesetas, aunque debía tenerse en cuenta que esas piedras necesitaban luego ser talladas. Al final de la calle comenzaba el «yacimiento», que no era, en realidad, más que una llanura de arena blanca y fangosa, en la que resultaba fácil hundirse hasta la pantorrilla. Los «cortes» en que los mineros trabajaban extrayendo el cascajo sucedían a los montículos de material de desecho y con su color blanco intenso, el conjunto resultaba extraño y se diría que semejante a las fotos de la Luna. Los buscadores se afanaban incansablemente y, por lo general, trabajaban en grupos. Mientras unos llenaban los cubos de cascajo, otros los transportaban y el último los lavaba en pequeñas piscinas que habían construido al efecto. Utilizaban para ese lavado grandes cedazos redondos llamados «surucas», superpuestos entre sí en número que variaba de tres a cinco, y que iban del más ancho, que dejaba pasar las piedras del tamaño de un garbanzo, al más fino, que tan solo podía atravesar la arena. El buscador hacía descender — con ayuda del agua — al cascajo de uno a otro cedazo, y a cada nuevo pase, sus experimentados ojos advertían de inmediato si lo que quedaba en la «suruca» era una piedra buena o una simple material de desecho. De tanto en tanto, su atención aumentaba, rebuscaba con los dedos, y acababa alzándose con un pequeño diamante que mostraba a sus compañeros. En realidad, era una tarea agotadora; trabajaban desde que amanecía hasta el anochecer bajo un sol implacable; un sol tan sólo concebible para quien conozca a fondo esta Guayana de Venezuela. ¿Merecía la pena? Resulta difícil dar una opinión. Conocí en Paúl a mineros que, en cinco meses, habían ganado más un millón de pesetas; pero también es cierto que muchos de ellos yacían bajo tierra, y bajaron a ella sin un centavo. Las fiebres, la fatiga, los insectos y las serpientes solían acabar pronto con las más fuertes constituciones; t si a ello se une una pésima alimentación y una vida desordenada, se comprenderá por qué nunca se haya sabido de ningún buscador que haya salido de la Guayana con dinero en el bolsillo. En realidad a San Salvador de Paúl no podía considerársela un típico campamento de buscadores de diamantes. Lo era, en efecto, pero demasiado grande, demasiado espectacular. La importancia de la «bomba» o yacimiento corrió de tal forma por el país alcanzó tal notoriedad, que acudieron a aquellas tierras gentes que antes nunca habían soñado siquiera con dedicar su vida a la persecución de una fortuna en diamantes. Estudiantes obreros, oficinistas, incluso amas de casa, habían dejado su Caracas de origen para tomar un avión y lanzarse, sin más experiencia ni más bagaje que su entusiasmo, a la hipotética aventura de encontrar en Paúl un diamante que les hiciera ricos para siempre. Por ello, su crecimiento fue monstruoso, todo se desorbitó y llegó un momento en Ejército de la Guardia Nacional tuvo necesidad de intervenir. Era imposible que allí imperara, como en otros campamentos, la Ley de «los hombres libres». Normalmente los buscadores suelen ser nativos de la región, hijos de otros buscadores a aventureros llegados desde los más lejanos rincones del mundo. Durante los tiempos de mi primera estancia, abundaban en la Guayana nazis fugitivos que intentaban esconderse de nadie sabía qué persecuciones, así como evadidos del penal francés de Cayena, pues Venezuela había adoptado la actitud de permitir a tales evadidos vivir en libertad en su territorio, siempre que no atravesaran el río Oricono hacia el Norte. Todo eso hasta, quizá, para indicar qué clase de gente se encontraba en los pequeños yacimientos de las orillas de los ríos y qué recuerdos me habían quedado de ellos. Ahora, sin embargo, me encontraba con un Paúl sin borrachos, sin aventureros, sin asesinos o ex convictos, en el que pululaban estudiantes de Medicina, empleados de Banco u obreros de la construcción. Era, en verdad, un campamento de buscadores un tanto especial. Esto no quiere decir que en Paúl no estuvieran también todos los aventureros, nazis o evadidos propios de la Guayana. La importancia de yacimiento les había atraído también, pero su presencia era menos notoria, puesto que se esforzaban por pasar inadvertidos a las fuerzas del Ejército y de la Policía. Dediqué parte del tiempo que pasé en San Salvador a intentar localizar a el Catire Sebastián y, al final, di con una mujeruca que le conocía. — Se quedó allá abajo, en El Merey. No quiso venir. Dijo que esto era mucho «relajo» para él. Conociendo como conocía a el Catire, no me sorprendió, pues aunque era uno de esos seres que han nacido para rodar eternamente, para no encontrar su lugar en la vida y contemplarlo todo con aire escéptico, la gente, en especial las aglomeraciones, le molestaban. Para él, las quince mil personas de Paúl constituirían tanta aglomeración como los diez millones de Nueva York o los tres de Madrid. Nunca pude llegar a saber dónde había nacido ni cuándo. Podía ser español, aunque el cabello rubio que le daba su apodo de Catire era demasiado rubio, y sus ojos azules, que siempre estaban ausentes, demasiado azules. Hablaba castellano correctamente, con un ligero acento criollo que le venía dado, sin duda, por los años pasados en Venezuela, pero, como también su francés y su inglés eran correctos, no sabia uno a qué atenerse. El Catire era residuo de alguna guerra, y eso es algo que ni él negaba, ni hubiera podido hacerlo, porque se adivinaba con sólo verle. Su antebrazo izquierdo presentaba una enorme cicatriz y le costaba cierto esfuerzo mover esa mano, que en los días que amenazaba lluvia le dolía intensamente. Sin embargo, cuando hablaba de la guerra — cosa que no solía hacer con frecuencia — nunca se refería a nada concreto, y no daba el menor detalle del frente en que estuvo ni de en qué lado. Tan sólo decía, los «nuestros» o «los otros», para relatar algún episodio, y como nadie le preguntaba quiénes eran los «nuestros» y quiénes los «otros». Tampoco lo hice yo. Me pareció que existía un tácito entendimiento de que si él no lo decía, no debía preguntárselo y, posiblemente, tampoco hubiera obtenido respuesta. Lo importante en el Catire era lo que decía y cómo lo decía. Tumbado en su hamaca, a la puerta cabaña y con el sombrero puesto sobre los ojo que atenuase el brillo del sol, casi siempre era el centro de las tertulias de los mineros estaban dedicados a la busca, no tenían más entretenimiento que emborracharse, jugar a las cartas o ir a dar conversación a Sebastián. De él, nunca supe cuándo iba a «la busca», cuando bajaba al río, o se adentraba en la selva, pues parecía dividir su vida en tres etapas: dormitar con el sombrero totalmente echado sobre la cara; levantarlo un poco para observar — a veces con un solo ojo — a los que le hablaban; y bajar la mano hasta la botella de ron que descansaba a su lado, para llevársela a los labios. Algunos días, con una fusta, intentaba inútilmente alcanzar a un chucho callejero que tenía la fea costumbre de venir a lamer el cuello de la botella y nunca pude averiguar si lo que le gustaba al perro era el ron o el deporte de esquivar la fusta cosa no muy difícil, porque el Catire no se esforzaba gran cosa, y, desde luego, no cambiaba nunca de posición. Por todo esto se podía pensar que el Catire Sebastián era un vago. Tal vez sí, pero no llegué a convencerme de ello parecía más bien un hombre que había perdido el interés por todo; que no esperaba nada de nadie, y que se había dejado vencer por la modorra del trópico, por el clima, incapaz siquiera del esfuerzo que significaría ir a buscar su revólver para pegarse un tiro. Además, tenía su vida. Una vida que no debería ser, probablemente, más que recuerdos de otra que pasó; pero, al fin y al cabo, existen seres para los que los recuerdos siempre son mucho más importantes mucho más hermosos, mucho más dignos de ser vividos que la realidad. Pasó tiempo antes de que pudiera saber algo de Sebastián y lo que supe llegó a sorprenderme. Casi increíble en un hombre como él, resultó en extremo religioso, y eso era lo último que podía esperarse de quien andaba mezclado con toda aquella ralea de buscadores, aventureros, ladrones mujerzuelas, tramposos y fugitivos de la justicia. Debe quedar bien sentado, sin embargo, que la clase de religiosidad de el Catire distaba mucho de parecer la de un beato, aunque se hallaba, eso sí, firmemente asentada. Había algo en esa fe que llamaba la atención y probablemente se debía a los extraños razonamientos que hacía sobre ella y las conclusiones a que llegaba. Un día en que nos encontrábamos solos — él, inevitablemente tumbado a la puerta de su cabaña—, me confesó: — ¿Sabes? Tan sólo hay una cosa, un atributo del que me gustaría que Dios careciera, el que no se le ha que negado nunca: la Eternidad. Creo que un Dios que supiese que algún día iba a morir, comprendería mejor a los hombres. Le miré, estupefacto. No supe qué responder, y prosiguió: — No hablo de un Ser Supremo que pueda ser Completamente destruido, sino de uno que evolucionara hacia una especie de fin, que fuera, en realidad, una transformación, del mismo modo que nosotros nos transformaremos para pasar a ser sólo espíritu. La eterna inmovilidad, el ser siempre lo mismo durante siglos y siglos, es algo que me aterroriza. En mí, y en Dios. Capítulo IV VENEZUELA Al único que encontré en Paúl fue a un minero medio loco llamado el Ruso — que no tenía nada que ver con el Ruso Cantalejo al que Tomás el Negro había cortado los dedos años atrás. Éste era ahora dueño de un tabernucho de refrescos y comidas, sito junto al yacimiento. De los primeros en llegar, había escogido su parcela de modo que pudiera trabajarla y atender a su negocio al mismo tiempo. No más de cincuenta metros separaban una de otro y, en una ocasión, unos buscadores peor situados habían querido comprarle la taberna con el único fin de buscar diamantes bajo ella. A el Ruso lo recordaba bien, pues había intentado venderme una espada española del siglo XVI que aseguraba haber encontrado aguas arriba del Caroní, cerca ya de la Sierra de Paracaima. Eso significaba que, allá por el mil quinientos, hubo un español que perdió su espada en una región a la que ahora apenas se llega con la ayuda de avionetas. Encontré a el Ruso cansado y envejecido. Se había pasado los cuatro últimos años en el penal de El Dorado, y eso acaba con cualquiera. Se le acusó de haber matado a un comprador de diamantes y de haberle robado luego sus piedras, y le cayó una condena como para no soñar en salir nunca del presidio. por fortuna, se descubrió después que, si bien era cierto que mató a aquel hombre en una discusión, no fue él quien le robó, y gracias a eso le pusieron en libertad. Le pregunté cómo tenía ánimos para continuar en la Guayana después de tantos problemas y de lo agotado que se veía, y se encogió de hombros — — ¿Dónde quieres que vaya — dijo — Fui de los que primeros en llegar aquí, a Paúl, cuando comenzó a «sonar», que había «música» de diamantes. En estos cinco meses he ganado setenta mil bolívares… En ningún lugar sacaría tanto. — ¿De qué te sirve si te lo gastas como los ganas? — repliqué — Te vas a matar en la mina y nunca tendrás nada. — Ahora, sí — aseguró, convencido — Tengo el «botiquín» — el tabernucho — y estoy ahorrando. Si continuo con la «buena» podré comprarme una avioneta. — ¿Una avioneta? — pregunté, asombrado — ¿Y para qué quieres tú una avioneta? — Para montar una empresa de transportes, aquí, en la Gran Sabana. Conozco esta región y sé que su futuro está en los aviones. — ¿Sabes pilotar? — No, pero aprenderé. — ¿A tu edad? — Tengo cuarenta y un años. Le miré, sorprendido. A quien le preguntasen, juraría que pasaba de los sesenta. Aun así, me constaba que no se quitaba años; la selva, la mina y El Dorado podían transformar a un joven en un anciano. Le pedí que me contase cosas sobre El Dorado, pero negó con un movimiento de cabeza y comentó: — Aquello es un infierno, muchacho. Prefiero olvidarlo. No insistí, resultaba inútil, Y me limité a pasar el resto del día con él, en su parcela del yacimiento, en la que, por cierto, no encontró nada en toda la tarde. — Esto empieza a agotarse — comentó de regreso al tabernucho, que, además, era su vivienda—. Si hay alguien que me lo compre bien todo, me largo hacia el Sur. — Al Sur ya no queda más que Paracaima — dije — ¿Entrarás en ella? — No estoy tan loco — respondió—. Los salvaje esos montes son mala gente. Pero, cerca, corre un riachuelo que siempre lleva alguna piedra… Tengo que reunir dinero para comprar la avioneta. Le dejé con esa ilusión. A estas alturas, tal vez la tenga ya, porque en la Guayana se puede ganar el dinero con rapidez. O tal vez esté muerto, porque también se muere con rapidez. En cuanto a mí, regresé a Caracas, vía puerto Ordaz, tras despedirme de Pedro Valverde. Sentí no acercarme hasta Tucupita, donde tenía un buen amigo, Frank García-Sucre, compañero de juergas en los años juveniles de Madrid. En Caracas, el general Ravart se alegró de que me gustara el lugar escogido y me prometió que, la semana siguiente, presentaría el proyecto de la «Operación Arca de Noé» al presidente Rafael Caldera. Me hubiera quedado hasta entonces, pero en aquellos días hubo, una vez más, agitación en la Universidad Central de Caracas, el Ejército tuvo que intervenir, y el presidente estaba demasiado ocupado para preocuparse de los animales africanos. En realidad, el problema estudiantil no llegó a adquirir importancia, y el general Ravart pudo — pocos días después de mi marcha — mantener su entrevista con el presidente y obtener su aprobación para el proyecto. Afortunadamente, y pese a esas esporádicas algaradas estudiantiles, Venezuela constituye hoy, con sus doce años de ininterrumpida democracia, un claro ejemplo de que los países hispánicos pueden, pese a todas las opiniones en contra, gobernarse dentro de los límites de la justicia y de la democracia, e incluso pueden cambiar de ideas políticas sin que ello origine un problema. En unos tiempos en los que la mayoría de sus vecinos — Argentina, Brasil, Paraguay, Bolivia, Perú y Panamá — han caído, una vez más, bajo los totalitarios sistemas militaristas que parecían desterrados, al fin, del continente, el país del petróleo — tanto más en peligro cuanto más rico — se esfuerza, y en ese esfuerzo interviene la voluntad de todos sus habitantes por conservar los sistemas de Gobierno elegidos por votación popular. Nadie, ni el más optimista observador, podía creer, años atrás, que un país del hemisferio sobreviviese a doce años democráticos, máximo, cuando en el ínterin había de darse un traspaso de poderes entre enemigos políticos y, no obstante, en Venezuela ocurrió. Y no debemos olvidar que Venezuela sufrió con anterioridad las peores dictaduras conocidas — Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez-Jiménez — y conserva, por tanto, una honda tradición dictatorial, así como un número una nada despreciable de «ultras» que aún recuerdan con nostalgia «los dorados años del querido general». «Ser venezolano es una profesión» se decía en un tiempo; pero aquellos tiempos ya pasaron. Eran los años de la inmigración en masa, cuando Venezuela adquirió una tasa de desarrollo casi increíble; cuando a ella acudieron gentes de todo el mundo a las que las guerras o la desgracia habían dejado sin patria, sin fortuna o sin esperanzas. Se convirtió en la Tierra prometida para millones de seres humanos, y lo cierto es que la promesa se cumplió para bastantes, pese a la oposición de los mismos venezolanos. Hay muchas clases de venezolanos, con muy diferentes formas de pensar, y poco tiene en común un llanero con un negro margariteño, pero más quizá en cualquier otro lugar de Hispanoamérica, más quizá que en cualquier rincón del mundo, el venezolano es casi por exclusividad el capitalino. Caracas absorbe y anula el resto de la nación, y ninguna otra ciudad le hace sombra, ni existe nada comparable a ella. Los llaneros son hombres duros cetrinos, pensativos apegados a su tierra — seca o empantanada según la época del año—, que viven por y para ella y su ganado; hablan poco y permanecen al margen de la vida representativa de la nación. Están en el llano, y el llano está en Venezuela; aman al llano y, por lo tanto, aman a Venezuela. Pero tal vez, si su llano perteneciese a la zona brasileña o colombiana, también amarían a cualquiera de esos dos países. Estos llaneros constituyen una pincelada de austeridad y firmeza en el carácter venezolano, del mismo modo que los negros de la costa ponen una nota de colorido y los indios de la selva guayanesa, de exotismo o primitivismo. Pero, en el fondo, todo ello más que un complemento a la personalidad de los habitantes de Venezuela; personalidad que, como digo, se ve centrada, absorbida por completo, por de ser de los caraqueños. Éstos, por su parte, son, ante todo, rabiosamente nacionalistas, y aunque el nacionalismo a ultranza, por lo general, un distintivo común a todos los hispanoamericanos, en los venezolanos se puede advertir que lo tienen, más que como un orgullo, como una diferenciación. Para el venezolano, ser venezolano no es tan sólo poseer una nacionalidad determinada, sino, sobre todo, distinguirse de cuantos en su país son extraños, advenedizos, «musiús». En eso, la inmigración influyó de forma decisiva en el carácter del criollo. Este, acostumbrado a una vida plácida y casi provinciana, se vio invadido de pronto por una masa de gentes desesperadas que llegaban de sus tierras, deseosos de abrirse camino — un camino lo más amplio posible — y, por tanto, el criollo se encontró súbitamente arrollado y casi desplazado por aquellos que, no teniendo nada, deseaban mucho. Italianos, portugueses, españoles, alemanes, eslavos, incluso árabes, judíos y turcos acudieron con las manos vacías, dispuestos a trabajar por nada; a veces, tan sólo por la comida; dispuestos a quitarles el puesto a los que lo tenían, y a hacer el mismo trabajo por la mitad, por la décima parte del precio. Oleada tras oleada, llegaron los hombres arrojados por la Europa en guerra; pero los criollos no estaban preparados para semejante invasión y fueron sintiéndose, primero, desconcertados, más tarde, irritados, y, al fin, furiosos de tal modo, que para protegerse a sí mismos, para hacer frente a los que eran más fuertes, tuvieron que crear su «venezolanismo», esa mezcla de desprecio, rencor y miedo que durante años fue un arma o un sistema, y que después, al retirarse la marea humana, quedó como una costumbre. Son muchos los que le acusan de haber hecho eso por incapacidad o por no sentirse lo suficientemente firmes como para mantener sus puestos ante los extraños — más laboriosos o astutos—, pero, en el fondo, no se les puede cargar con la responsabilidad. No era culpa suya que el mundo estuviera en guerra; de que hubiese millones de hambrientos y de que éstos quisieran aprovechar, fuera como fuera, la oportunidad que se les brindaba. Todo acabó, sin embargo, bruscamente. El fenómeno de la inmigración, del desarrollo monstruoso, murió el 23 de enero de 1958, con la caída del dictador Pérez-Jiménez. A partir de ese momento, la masa venezolana de más baja extracción, que odiaba a los extraños y les culpaba — erróneamente — de mantener el régimen de fuerza, se ensañó, casi impunemente, con los que consideraba intrusos. Fueron tiempos difíciles en los que por todas partes se escuchaban insultos a los «musiús» e incluso se les perseguía, dándose casos de asaltos y asesinatos, sin que la Policía interviniera. Se creó una extraña psicosis que fue rápidamente aprovechada por hampones y políticos, sin que el Gobierno que siguió a Pérez- Jiménez, la Junta Militar de Larrazábal, hiciese nada por evitarlo. Esta Junta se consideraba, ante todo, popular aunque fuera, en realidad, «populachera», y convirtió el «pan y circo» en «pan y emigrantes», y consiguiendo que, al fin, éstos se sintieran demasiado en peligro e iniciasen el regreso a sus lugares de origen. Fue el más desesperado y tétrico éxodo de que se tiene noticia, y muchos perdieron de golpe su nueva patria, su hogar y sus años de esfuerzo. Más tarde, una ley cerró definitivamente las puertas de Venezuela a la inmigración, y ése fue, sin duda, el mayor error que se haya cometido nunca en este país. Está demostrado, y se demostrará hasta la saciedad, que las naciones americanas — incluso Estados Unidos — necesitan la inmigración para llevar a cabo su desarrollo, y que sin ella, están perdidas. Hay que tener en cuenta que la mayoría de estas Repúblicas son más extensas que cualquier país europeo, y se encuentran poco y mal pobladas. Pero, mucho más importe que la densidad, es el hecho de que carecen de una población adulta preparada. Se calcula que Hisponamérica cuenta con casi un 60 % de población «no hábil», y ponerla en condiciones cuesta muy caro. No hay técnicos, ni artesanos, ni nadie capaz de enseñar, hasta el punto de ser necesario importar obreros especializados para que hagan de maestros. Han tenido que traerlos pagando un precio muy alto, cuando, antes, esa misma gente venía por su cuenta, enseñaba a cuantos estaban a su alrededor, y creaban puestos trabajo, ya que montaban talleres, pequeñas fábricas e incluso grandes empresas. La masa popular criolla, mal aconsejada, y con la falta de sentido común de los semianalfabetos, estaba convencida de que, cuando los emigrantes se fueran, todo lo que les pertenecía pasaría a sus manos; pero se encontraron que, aunque así fuera, no sabían qué hacer con ello. Les faltaba espíritu, preparación: es decir, todo lo que el inmigrante desplazado de su país había traído consigo. El venezolano que servía estaba colocado — y bien — con o sin extraños. Las leyes les protegían en tiempos de Pérez-Jiménez, e incluso se exigía un tanto por ciento de naturales del país en las nóminas; así, pues, todo el que sabía hacer algo tenía su puesto. Quedaban sin trabajo los que no eran capaces de hacer ni aprender nada. Éstos continúan exactamente igual, y lo que ahora ocurre es que — al cesar muchas empresas de los que regresaron a sus países — gran parte de los que tenían trabajo se quedaron sin él. Eso ha dado lugar a que el paro haya aumentado notablemente en el país, a la par que ha descendido el nivel de vida. Sin embargo, y eso resulta sintomático, existe al mismo tiempo una increíble demanda de mano de obra especializada, y un buen técnico, un mecánico o un contable recibe sumas que parecen fabulosas desde nuestro punto de vista. No hace mucho, la empresa constructora de Guri se vio en la necesidad de importar de Italia a trescientos carpinteros encofradores, pagándoles a precio de oro. Muchos de ellos eran emigrantes que se habían tenido que ir en 1958. Capítulo V EL PARAISO DE LAS DROGAS En poco menos de una hora, el avión me llevó desde el aeropuerto Maiquetia al de Isla Verde, en San Juan de puerto Rico. Allí, tuve que soportar las siempre fastidiosas preguntas y los minuciosos registros de las autoridades norteamericanas, que se ocupan — la mayoría de ellas sin hablar una palabra de español — de atender el servicio de Aduanas puertorriqueño. Como se sabe, la isla tiene un extraño régimen, llamado de «Estado Libre Asociado», con derecho a elegir su propio gobernador y a que sus ciudadanos tengan pasaporte americano, pero con la obligación — entre muchas otras — de permitir que los norteamericanos se ocupen de su Ejército, de su política Exterior y de sus Aduanas. Era ya de noche cuando llegué al hotel: el pequeño «Da Vinci», discreto y acogedor, aunque se encuentre situado en pleno Condado, incrustado entre esos otros inmensos hoteles para turistas americanos, en los que alguna vez me había hospedado ya, y que aborrezco. Éste, que había descubierto años atrás, tiene la ventaja de ofrecer una aceptable cocina italiana y no contar con sala de juego. Además, su precio se encuentra bastante alejado de esos 35 ó 40 dólares diarios que se paga en los hoteles grandes sólo por dormir. Puerto Rico es, hoy por hoy, uno de los lugares más caros del mundo, y ello se debe a la invasión de turistas norteamericanos, que, sin dinero suficiente para viajar a Europa o descender hasta Sudamérica, buscan aquí exotismo, playas y mujeres distintas, a la par que buscan, sobre todo, el juego, las drogas y la prostitución. Porque, desgraciadamente, San Juan de Puerto Rico se ha convertido en la actualidad en una de las ciudades más corrompidas del mundo, peor, quizá, de lo que fuera La Habana anterior a Fidel Castro. Cuando con la caída de Fulgencio Batista, La Habana dejó de ser el burdel de Norteamérica, los mismos cubanos que la habían convertido en eso y los norteamericanos que les apoyaban, fijaron sus ojos en Puerto Rico. Se puede asegurar que, en diez años, han logrado sus objetivos a la perfección. En los grandes hoteles del Condado, las prostitutas ejercen su comercio en el mismo hall o en el bar, y muchas se encuentran hospedadas en habitaciones que los conserjes y botones se apresuran a indicar a los clientes. También en cada uno de esos hoteles abre sus puertas una sala de juego con ruleta, «black-jack» y dados, que constituye el auténtico negocio del hotel, pues no existe ninguno de los grandes que pueda subsistir sin juego. Recuerdo que, hace unos siete años, un grupo de gángsters norteamericanos montaron el precioso «Hotel Ponce de León», pero sus negocios sucios en el juego fueron tan escandalosos que se les obligó a cerrar la sala. Eso hizo que, automáticamente el hotel se convirtiera en un negocio ruinoso, hasta el punto de que tuvieron que venderlo a la cadena Hilton, que, cambiándole el nombre, lo convirtió en «San Jerónimo» y pudo abrirlo de nuevo con sala de juego. Tener una ruleta o una mesa de «black-jack» en la propia casa es una tentación difícil de vencer, y por más que en mis anteriores viajes me esforzara por jugar, recuerdo que, cuando regresaba al hotel — fuera la hora que fuese—, siempre me sentía atraído por probar la suerte una sola vez antes de irme a la cama. Y ese tentar la suerte acababa siempre en una perdida de cien dólares. De ahí que, entre otras razones, hubiera optado por mudarme al pequeño «Da Vinci». Pero, más que en ese ambiente de juego o de prostitución, es en el de las drogas donde se advierte el proceso de desmoralización por el que está pasando la sociedad puertorriqueña. Recientes estadísticas han demostrado, que así como existe un adicto a las drogas entre cada 3.500 habitantes de los Estados Unidos, y uno por cada 700 en la ciudad de Nueva York, existe, al menos, uno por cada 250 en Puerto Rico, lo que le convierte en el primer consumidor de drogas mundial. Hay más de 15.000 drogadictos fichados en la isla, aunque se calcula que, en total, pasarán de los 25.000, de los cuales, unos 10.000 se encuentran en la capital, San Juan. Puede asegurarse que, en conjunto, Puerto Rico consume por sí sola la cuarta parte de las drogas que entran en Estados Unidos, con un gasto anual de unos 70 millones de dólares. Las cifras resultan aterradoras y las autoridades se confiesan impotentes para luchar contra semejante ola de vicio. Según los maestros y profesores universitarios, casi el 65 % de sus alumnos fuma marihuana y muchos de ellos consumen cocaína, heroína o LSD. La Policía, por su parte, calcula que los narcómanos efectúan unos 35.000 robos o atracos anuales, y que una mayoría de los asesinatos, violaciones y delitos de todo tipo que se cometen en la isla son consecuencia directa o indirecta de la droga. El mayor grado de actividad de su comercio se encuentra en las calles de San Juan, en los alrededores de las salas de juego y hoteles del Condado, e incluso en los jardines de la Universidad de Río-Piedras. Cuando pregunté a Carlos, un viejo amigo, cómo podría arreglármelas para obtener más información sobre el tráfico de drogas en la isla, no pareció encontrar ninguna dificultad. Aquella noche, me acompañó al «pelícano», un club frecuentado por gente joven, y me presentó a un cubano que no tuvo el menor reparo en contestar que podía proporcionarme cualquier clase de estupefacientes, desde un pitillo de marihuana a un terrón de azúcar con LSD. — Pero no te aconsejo el LSD — me indicó—, no es más que un juego de intelectuales o seudointelectuales que creen que «viajando» van a descubrir las fuentes de la vida. No es una droga de evasión, como la morfina o la heroína, ni está hecha para nosotros, los latinos. No es para los que quieren «evadirse», sino para los que quieren «encontrarse». Comprendí que estaba dispuesto a contar más cosas y le invité a unas copas; quería saber todo lo relacionado con el LSD en Puerto Rico. — Químicamente, no es más que el ácido dietilamido-lisérgico — continuó—, pero, para muchos, es una especie de néctar salvador, con el que los hombres podrán, al fin, comprenderse a sí mismos. Lo más gracioso es que a su alrededor se ha creado un ambiente esnob que hace que sus adictos no se avergüencen, sino que se sientan orgullosos, lo que no ocurre, por ejemplo, con los marihuaneros o cocainómanos. Ahora mis clientes son gente bien: abogados, médicos industriales y, sobre todo estudiantes. Es posible que el año que viene me matricule en la Universidad — añadió cínicamente — Allí, tendré la clientela más a mano. Luego, quiso ceñirse al negocio y me pidió ocho dólares por una dosis de LSD. Se los entregué y salimos juntos a la calle. Después de andar dos manzanas, se detuvo en una esquina y me señaló el iluminado escaparate de una zapatería de la acera opuesta. — Bajo aquel escaparate, en el reborde, en el extremo izquierdo, encontrarás lo que buscas — dijo. Y, dando media vuelta, desapareció. Crucé la calle y, en efecto, pegado con chicle bajo el reborde del escaparate, había un pequeño terrón de chicle envuelto en plástico. Nunca llegué a saber si contenía o no LSD, porque, inmediatamente, lo arrojé a la primera alcantarilla que encontré; pero estoy convencido de que sí lo contenía, pues esta clase de gente no se arriesga a cobrar una mercancía que no piensa entregar. En eso, los drogadictos no admiten bromas. Entre las drogas, la prostitución, el desempleo, el hambre y la más alta tasa de crecimiento demográfico del mundo, Puerto Rico — una hermosa y paradisíaca isla — se ha convertido, sin embargo, en uno de los lugares más llenos de problemas de la Tierra. Y todo ello se lo debe, aunque no quieran reconocerlo y a menudo piensen lo contrario, a la presencia norteamericana en la isla. Cuando, a finales del siglo pasado, concretamente en 1898, los Estados Unidos arrojaron de la isla españoles para tomar posesión de ella, se encontraron con que la población, aunque no rica, vivía no obstante holgadamente o, al menos, muy lejos del hambre, de la miseria y de la degradación actual. Las tres cuartas partes de las tierras cultivables de la isla se encontraban divididas en pequeñas haciendas, en las que se cultivaban preferentemente productos de subsistencia: patatas, maíz, judías y ñames, lo que permitía llevar una vida cómoda a la población rural. Sin embargo, casi inmediatamente, los norteamericanos absorbieron a los pequeños propietarios, creando grandes plantaciones con una producción centralizada y limitada a la industria azucarera o al tabaco. Hubo, y hay, Compañías que poseen plantaciones de más de 50.000 acres en las zonas más fértiles de la isla. Eso ha dado lugar a que, hoy, el 60 % de las exportaciones de la isla están limitadas al azúcar, que sólo enriquece a unos cuantos propietarios, por lo general norteamericanos residentes en el continente. Mientras, los dos millones restantes de puertorriqueños se ven abocados a la triste suerte de tener que importar los productos alimenticios que les son más imprescindibles. Como esos productos han de llegar también — por razones aduaneras — de los Estados Unidos, uno de los países más caros del mundo, se comprenderá por qué en Puerto Rico la vida alcanza costes astronómicos, fuera de las posibilidades de la inmensa mayoría de la población. Se podría asegurar que la dicta de los puertorriqueños está limitada a judías y arroz con algo de bacalao, y si en la actualidad el problema del hambre es importante, habrá que pensar en lo que será en el año 2000, cuando esta isla cuente — según se calcula — con casi cinco millones de habitantes. Para enfrentarse a ese problema, las autoridades no han encontrado otra fórmula que una intensa campaña de planificación familiar. Durante los días que duró mi estancia en San Juan, el gobernador, Luis Antonio Ferrá, acababa de declarar: — Nos hemos lanzado a una gran empresa: preparar a nuestra juventud para un mundo mejor, más rico, más fecundo, más justo. Pero, para ello, necesitamos superar el más peligroso de los obstáculos: nuestro crecimiento demográfico. Si no conseguimos reducir su ritmo actual, nunca podremos solucionar nuestros problemas fundamentales. Nunca habrá suficientes empleos, bastantes créditos para la educación o la salud de todos. Nunca tendremos suficiente número de alojamientos, zonas urbanizadas, hospitales, ni carreteras, La «gran tarea» se convertirá en imposible. Nuestra responsabilidad, por tanto, es clara: debemos emprender un amplio y riguroso programa de planificación familiar. Como primer paso para realizar esta «gran tarea» una Asociación llamada del «Bienestar de la Familia» comenzó a ensayar el uso de la píldora en hospitales y aldeas de la isla, y más tarde, el Departamento de Sanidad puertorriqueño tomó parte activa en esta campaña. El primer resultado registrado indica que los índices de natalidad han disminuido sensiblemente y tienden a continuar disminuyendo. Del 34,5 por 1000 de nacimientos de 1956, se ha pasado al 24,9 por 1000, en 1970. Contra esta campaña se alzó pronto el clero en un movimiento llamado «Acción Cristiana», cuyo principal objetivo era hacer fracasar a los partidarios de la planificación familiar. No parece haber tenido éxito, hasta el punto de que, en la actualidad, las altas jerarquías de la Iglesia en la isla tienden a suavizar su intransigente posición con respecto a la citada campaña. Sea como sea, lo cierto es que del millón y medio de dólares que esta campaña tiene actualmente de presupuesto, se pasará pronto a los diez millones, si — como se espera — el Gobierno Federal contribuye. En este caso, dentro de tres o cuatro años se reducirá casi a la cuarta parte el número de nacimientos en la isla. Me hubiera apetecido quedarme algunos días más en San Juan — pese a los altos precios imperantes, capaces de desnivelar cualquier presupuesto—, pero no disponía de mucho tiempo antes de la cita que tenía concertada en Quito, Ecuador. Tampoco deseaba dejar pasar la ocasión de hacer una visita a la República Dominicana; visita que, aunque sólo fuera por razones sentimentales, me interesaba particularmente. Ese interés venía de tiempo atrás; de cuando, siendo corresponsal en Hispanoamérica de un importante diario catalán, estalló en Santo Domingo la sonada revolución del 24 de abril de 1965, que derrocó el régimen de Ronald Reid-Cabral y su triunvirato. Los revolucionarios eran partidarios del, ex presidente Juan Bosch, derribado a su vez por Reid-Cabral y, por aquellas fechas, Santo Domingo se debatía en una auténtica guerra civil; guerra que los norteamericanos vinieron a complicar, cometiendo la estupidez de desembarcar con sus tropas en la isla, e intervenir en un conflicto que no les atañía. En aquel tiempo, Juan Bosch se encontraba exiliado en Puerto Rico, y se murmuraba que, en realidad, estaba secuestrado por los norteamericanos, rumor que se extendía más, debido al hecho de que el ex presidente se negaba, sistemáticamente, a conceder declaraciones a la prensa. Existía, sin embargo, una vieja amistad entre Bosch y mi familia, y contando con que me permitiría visitarle, volé desde Río de Janeiro a San Juan. Cuando le dije por teléfono quién era, me invitó a ir a su casa, y pasé dos largas mañanas con él. Le pregunté si era cierto que se encontraba secuestrado y lo negó: — No, no lo estoy — dijo—. Se me vigila hasta en el pensamiento, pero no creo que eso sea un secuestro, aunque los norteamericanos no me han permitido trasladarme a Santo Domingo, como es mi deseo. — ¿Cree que su presencia allí complicaría las cosas? — quise saber. Sonrió con tristeza. — ¿Qué puede complicarlas aún más? Ya es imposible. Aquello ha escapado a todo control, y nadie podrá dominarlo. Los que desean mi regreso se han encerrado en un sector de la ciudad y están dispuestos a defenderse a sangre y fuego. Las tropas norteamericanas, ayudadas por las de la OEA, se han situado en medio, y los soldados de ese Gobierno que ha montado Imbert con ayuda de los yanquis domina el resto. Todo es muerte, asesinato, violencia y caos. A Santo Domingo nada puede complicarlo más. Ni mi presencia. — Pero, ¿cree usted que es necesaria? — inquirí — ¿Cree que Caamaño, Aristy y cuantos defienden la vuelta a la Constitución no pueden valerse por sí solos? — Sí, creo que sí — admitió—. Ellos se bastan, y yo he transferido el poder nominal que tengo al coronel Caamaño. Él es el presidente ahora, y yo soy tan sólo un civil más, Mi deseo sería no regresar nunca, no tener jamás nada que ver con la política y con tantas amarguras como trae consigo. — ¿Y no le importa verse así, relegado, apartado a un rincón, cuando era usted el hombre más querido del país? — Lo importante — me respondió — es hacer frente a la vida con auténtica virilidad. Ser hombre es de las cosas más difíciles de este mundo. Un hombre en todos los sentidos. Me agradó esa respuesta. Me agradó, aunque hubiese, sin embargo, en Bosch, algo que hiciese recelar, como si tuviera que estar siempre prevenido, como si su actitud fuese fingida y su posición, estudiada. No era político, bastaba hablar un rato con él para comprenderlo; no era hombre de acción, capaz de dirigir un país con lo que eso requiere de firmeza, de violencia, a veces, casi de brutalidad. Su puesto no estaba en la presidencia de un país; su puesto tenía que estar allí, en un despacho, tras una mesa, escribiendo, escribiendo sobre cosas utópicas y democracias perfectas que nunca llegan a convertirse en realidad. Era un intelectual, un intelectual puro, lleno de hermosos ideales, de maravillosos deseos para su pueblo y su país pero, a la hora de llevarlos a la práctica, tendría que encontrarse con la muralla de un mundo hecho de realidades, de ambiciones, de miles de problemas a que él no podía enfrentarse sin más armas que su inteligencia y su voluntad. Quizá lo que le había faltado siempre era un brazo; un brazo fuerte, una mano que supiera medir y llevar a la práctica lo que él había imaginado. Al no tenerlo había fracasado en su empeño. Gobernar un país no es cosa de intelectuales, menos, de intelectuales puros. Juan Bosch se olvidó de que la razón está siempre del lado de los ganan. Teniendo la razón y la justicia de su parte las perdió desde el momento en que, para defender la democracia y la paz, permitió que los militares la depositaran en San Juan de Puerto Rico. De mi entrevista con Juan Bosch no saqué demasiadas cosas en claro, pero sirvió para convencer a mi periódico de que me permitieran ir a la República Dominicana. La aceptación llegó en mala hora, pues, día anterior, el llamado Gobierno de Reconstrucción Nacional del «General» Imbert Barrera — en cuyo poder se encontraba el aeropuerto — había ordenado que no se permitiera la entrada al país a quien no tuviera un permiso especial. Esa orden iba destinada, preferentemente, a los periodistas extranjeros. Ello se debía a que habían sido precisamente periodistas quienes descubrieran que dicho Gobierno dedicaba a la tarea de librarse de sus enemigos políticos por el procedimiento del tiro en la nuca y de arrojarlos a un río. A la vista del escándalo internacional que ello provocó, los militares no querían que nuevos corresponsales vinieran a meter las narices en sus asuntos. Pese a ello, un día de mayo puse el pie en la República Dominicana, a tiempo de asistir a la gran batalla en la que los constitucionalistas del coronel Caamaño tuvieron que enfrentarse al poderío de las tropa yanquis. Perdieron parte de su reducto — la llamada Ciudad Alta — y quedaron circunscritos a veinte manzanas del centro de la capital — Ciudad Nueva—, la más importante porque en ella se encontraban los Bancos, las oficinas y casi todo el comercio, por lo que aún les quedaba en las manos el corazón y la vida del país. Asistir a la batalla, ver los muertos en la calle y observar a aquellos muchachos — casi niños — que con su inexperiencia se enfrentaban a la más experta de las Divisiones norteamericanas, me impresionó. Desde el primer momento — y aunque como periodista debería haberme conservado neutral—, todas mis simpatías estuvieron con ellos, con los constitucionalistas considerados «de izquierdas»; con los que daban sus jóvenes vidas por que la legalidad volviera a su país. Capítulo VI REGRESO A SANTO DOMINGO Aquellas simpatías de 1965 marcaron posteriormente mi vida y me proporcionaron muchos disgustos. Entre ellos, tener que abandonar un magnífico puesto periodístico y verme condenado al olvido durante tres largos años. ¿Valió la pena? Si he de ser sincero, debo confesar que no. Absolutamente nada de lo que ocurrió en la República Dominicana en aquellos tiempos lo valió. A la larga, todo quedó como en un principio, excepción hecha de los muertos, que nunca resucitaron, ni de todo cuanto fue destruido, que nunca se repuso. Pese a ella, la experiencia fue interesante, ya que me sirvió para conocer de cerca unos hechos y tratar a unas personas que se convertirían en históricas. Santo Domingo era entonces un caos; un auténtico campo de batalla, y raro era el edificio que no mostrara las huellas de la metralla, mientras cables y postes aparecían caídos, sin que nadie se preocupara de ponerlos nuevamente en pie. Por la calle, la gente, armada hasta los dientes, constituía un espectáculo abigarrado y estrafalario. En su mayoría, eran muchachos menores de veinticinco años, que se vestían como les venía en gana, con improvisados uniformes o detalles que creían que les proporcionaría un porte militar: un casco, un quepis, una gorra de oficial o una guerrera de cazador. La mayor variedad estaba, sin embargo, en las armas: decenas, cientos de armas; desde el corto revólver policíaco, hasta el largo «45» que algunos llevaban al estilo del oeste, amarrado a la pierna. Sin olvidar los fusiles, metralletas, escopetas de caza, pesadas ametralladoras e, incluso, cortos cuchillos que ignoro para qué debían de servir en una guerra como aquélla. En su mayor parte, daban la impresión de que vivían días inolvidables, su gran aventura, la que les permitiría sentirse hombres para siempre y tener al que contar cuando fuesen viejos. No se separaban d sus armas ni un instante, pese a que todo estuviese en calma y el calor invitase a dejar tan pesada carga en casa. No podían hacerlo, ni lo harían nunca, pues las armas lo eran todo; el juguete que no habían tenido y con el que siempre soñaron, y también el símbolo de la revolución, de que estaban en guerra, que defendían algo. En cuanto abandonasen esas armas, aunque tan sólo fuese un instante, perderían toda razón de seguir allí, porque, sin el arma, ignoraban qué estaban defendiendo. Tal vez fuese eso mismo, esas armas: defendían el derecho a tener un arma con que defenderse. ¿Defenderse de qué? Quizá de las injusticias sufridas durante años y años de Dictadura, aunque la mayoría no parecían saberlo con exactitud. En aquellos días de revolución, el lugar más interesante de toda la República era el «Hotel Embajador», el único que continuaba funcionando y que por esa razón y por estar algo apartado del centro ciudad, se había convertido en refugio de periodistas, diplomáticos, miembros de las comisiones pacificadoras y altos cargos del Ejército. Por ello, toda la política, de guerra o de paz, y todas las noticias y rumores nacían en su bar, en su comedor y en sus habitaciones. Esa vida oficial había atraído, sin embargo, otra mucho más abigarrada, pero que venía en busca del único dinero que por aquel entonces corría libremente por el país: el de los extranjeros. Por las noches, el quinto piso — por casualidad vivía yo en él — se convertía en un espectáculo, y bastaba abrir la puerta de improviso y salir al pasillo para advertir un «corre-corre» de gentes que buscaban refugios a miradas indiscretas. El dueño de un parque do atracciones había alquilado tres habitaciones contiguas, y trayéndose a varias muchachas, había convertido un rincón del piso en prostíbulo, del que entraban y salían constantemente soldados norteamericanos. Se daba el caso curioso de que, perteneciendo las tropas de ocupación del llamado «Ejército de la Organización de los Estados Americanos» a cinco países — Norteamérica, Brasil, Paraguay, Honduras y Nicaragua — no todos los soldados, como sería lógico suponerlo, recibían igual trato, ni cobraban el mismo sueldo por exponer la vida de idéntica manera. Mientras a los norteamericanos se les podía ver constantemente en el hotel y se pasaban la vida en el bar y en el restaurante, los de los demás países no podían ir a ninguna parte y jamás tenían un céntimo. Debían contentarse con el rancho y pasear en los ratos libres, mientras veían cómo sus compañeros yanquis comían y bebían en los pocos sitios que permanecían abiertos. A la mayoría, esa discriminación nos resultaba odiosa, y aun partiendo de la base de que desaprobáramos la intervención de la OEA, considerábamos que lo justo era que todos fueran tratados por igual, cobrasen lo mismo y tuviesen idénticos derechos y deberes. No era así, y resultaba normal que un soldado norteamericano se sentara a nuestro lado tras despojarse de su ametralladora, cartucheras pistola y hasta bombas de mano que dejaba sobre el mostrador. Y eran esos americanos los principales clientes de las muchachas del quinto piso, que con sus idas y venidas y su trapicheo hubieran dado tema para escribir una escabrosa novela. En el extremo más alejado del corredor, no lejos de las prostitutas, vivían miembros de la Comisión de la Organización de Estados Americanos, que debían imponer la paz en el país; y muchas noches tuvieron que reunirse a discutir acontecimientos de los que dependían la vida de millones de personas a escasos metros de donde se organizaba una bacanal. Y fue en ese mismo quinto piso donde se eligió al que más tarde debía ser presidente provisional de la República — Héctor García Godoy—, que, antes de ser nombrado tuvo que subir allí infinidad de veces a discutir con los miembros de la OEA, si aceptaba o no el cargo. Quizá le extrañaría cruzarse por los pasillos con tantos soldados a los que probablemente consideró encargados de defender a los miembros de la Comisión. Ahora, mientras volaba entre ambas islas, y San Juan iba quedando a mis espaldas, confiaba en encontrar a mi llegada, un Santo Domingo muy distinto de aquel que dejé por última vez, a mediados de 1966, cuando el actual presidente, Joaquín Balaguer, acababa de ganar las elecciones. Recordaba claramente las palabras que me dijeron ese día en el aeropuerto: — No te hagas ilusiones. Volverás porque aún no ha sonado el último disparo de la revolución…, y tardará años en sonar. Debía admitir que conocían mejor que yo a su gente y sabían qué era lo que podía o no esperarse de los dominicanos y de los muchos rencores que habían quedado latentes. Continúa sin sonar el último disparo de la revolución. Cada semana, casi cada día un militar cae asesinado a la puerta de su casa, o un líder político de la izquierda desaparece para siempre en el azul Caribe, cuyos tiburones borran toda huella. Al aterrizar, me alegró encontrar en el aeropuerto a un viejo conocido: un taxista cuyo nombre recordaba perfectamente, puesto que se llamaba como yo — Vázquez — y que, a menudo, había sido mi conductor durante los difíciles tiempos de la revolución. Padre de ocho hijas, negro de piel, propietario de un achacoso vehículo que parecía andar por puro milagro, era un hombre de pueblo, que, tal vez por eso mismo, me había sido muy útil y me había servido para llegar a conocer lo que en realidad pensaban los dominicanos. Mientras nos dirigíamos hacia el «Hotel Embajador», le pregunté qué opinaba sobre la situación actual y sobre la reelección de Balaguer. Me miró a través del espejo, sin descuidar un momento la carretera. — Si el doctor no decide marcharse por las buenas, sólo lo echarán a tiros. y aun así, resultará difícil. — ¿Habrá una nueva guerra civil? Hizo un gesto que no quería decir nada en concreto, pero aclaró: — Si hay revolución, la guerra será a muerte. Esta vez, nadie nos detendrá. — ¿A quién no detendrá? — pregunté—. Usted nunca fue constitucionalista ni revolucionario. — Las cosas han cambiado replicó — Nos han engañado cuatro años más y ya son demasiados. Si ahora la revolución estalla otra vez, le aseguro que muchos de los que entonces nos estuvimos quietos nos echaremos también a la calle fusil en mano, aunque no tenga idea de cómo se maneja uno de esos chismes. Cruzamos el puente Duarte y entramos en la en la ciudad. En apariencia, el aspecto de la capital era tranquilo, nada hacía pensar en un próximo futuro inquieto; pero, al alzar la vista no pude evitar tropezarme con las huellas que balas y obuses dejaron años atrás en muchas fachadas y que continuaban allí como indicando que todo podía volver. Recordaba esos mismos edificios protegidos por sacos de tierra, y los cruces de calles con nidos de ametralladoras en cada esquina. Recordaba, también, los parques en lo que ahora jugaban los niños y que antaño servían de escondite a tanques y cañones, y sentí pena. Pena porque todo aquello renaciera y porque esas mismas esquinas, esas calles, esos parques podían llenarse de nuevo con el ruido de disparos y con manchas de sangre. Murieron demasiados y demasiado jóvenes. ¿Por qué? Nadie parecía saberlo ya en la República Dominicana. Años atrás, fue algo sublime, que merecía el sacrificio, y ahora, a muchos movía a risa o provocaba amargura. Recordaban a los líderes por los que expusieron su vida y por los que sus compañeros cayeron, y no tenían para ellos más que palabras de desprecio. La mayoría estaban en el extranjero — no en el exilio—, viviendo cómodamente de pensiones que el mismo Gobierno les pasaba para que no volviesen a molestar. Muchos, que no eran nada al comienzo de la revolución se hicieron un nombre y amasaron una fortuna que estaban disfrutando alegremente en Paris, Londres o Miami. Tan sólo se habían quedado los tontos y los auténticamente idealistas, y fue para que sus enemigos vengaran en ellos sus rencores y los asesinaran cualquier noche oscura. Era triste trasmitirlo, pero de la que fuera una de las sinceras revoluciones del hemisferio, sólo quedaba lo sórdido y lo sucio. Al llegar al hotel, tomé un baño y bajé al bar. El primer conocido a quien encontré fue a Jesús García Frómeta, un revolucionario de los que nunca empuñaron fusil o ametralladora, pero que, en los días malos de 1965, se había distinguido por sus feroces ataque dialécticos contra los militares; ataques que nadie se explicaba por qué no le habían producido más de un disgusto. Por lo que pude advertir, Jesús continuaba agitador y parlanchín, cómodamente instalado en la barra, ante un whisky, casi en la misma posición en que le había dejado años atrás, como si el tiempo no hubiera pasado para él. Me saludó alborozado; le alegraba tener un nuevo auditor, o quizá creyera que, al igual que en otros tiempos, la llegada de los periodistas a la isla era sinónimo de jaleo. Se lo dije, rió e hizo un amplio gesto afirmativo: — ¡Ojalá, mi hermano! ¡Ojalá! Esto está a punto de estallar. Cuando comenté que no comprendía por qué tantos dominicanos siempre estaban deseando que todo aquello estallase de nuevo, su respuesta me pareció, curiosa: — Somos un pueblo que tiene complejo de frustración revolucionaria — dijo—. Durante treinta años, soportamos la más cruel Dictadura de la historia de la Humanidad, y aunque en el ánimo de todos estaba aplastar al tirano y arrastrarle con nuestras propias manos por toda la ciudad, lo mataron de improviso una noche, burlando nuestras ansias de venganza. Luego, cuando, años más tarde, iniciamos una auténtica revolución contra cuanto quedaba del trujillismo, llegaron los norteamericanos y la hicieron abortar. Por eso tenemos dentro esa revolución y no pararemos hasta llevarla a cabo. Me pareció que, hasta cierto punto, tenia razón. Los dominicanos se dan cuenta de que no han conseguido nada por sí mismos; nunca han intervenido sus destinos, y cada vez que han estado a punto conseguirlo, han venido a interrumpirles. Durante tres décadas, tres millones de seres humanos han asistido, impotentes, al hecho de que oscuro miembro del «clan» Trujillo — Joaquín Balaguer — les continúe humillando, mientras la familia Trujillo vive cómodamente en el extranjero, disfrutando de los catorce mil millones de pesetas que se llevaron de la isla. Parece lógico, pues, que tengan complejo de frustración revolucionaria y que ansiosos por tomarse la revancha. Durante mi larga estancia del año 65, conocí a una muchacha que vivía con tres hermanas en la pequeña ciudad de Puerto-Plata, al otro lado de la isla. Cada vez que un miembro de la familia Trujillo visitaba Puerto-Plata, las cuatro hermanas, todas jóvenes y bonitas, se veían obligadas a caer en cama con gripe y a no salir fuera de la casa durante el tiempo que durara la visita. Si, por casualidad, se las hubiera visto, habrían corrido el riesgo de pasar a formar parte del harén trujillista. En los días de la revolución, me había ocurrido una anécdota claramente indicadora de hasta qué punto se odia la memoria de los Trujillo en la isla. Para mis constantes desplazamientos al interior de la zona revolucionaria, y como Vázquez — el chofer de taxi — prefería no entrar en ella, había alquilado un viejo «Volkswagen». Cierto día, vino a verme al hotel el propietario de «Radio Tropical», cuyo nombre siento no recordar, que me señaló que por el mismo dinero, ocho dólares, que pagaba por el «Volkswagen», estaba dispuesto a alquilarme un magnífico «Thunderbird» deportivo que tenía encerrado en un garaje. Me pareció que el cambio resultaba interesante y, al día siguiente, apareció con un magnífico automóvil rojo y negro que pasaba de los 200 kilómetros por hora e incluso tenía aire acondicionado. La razón que me dio para alquilarme semejante coche por ese precio era que todo su dinero se encontraba en los Bancos, y los Bancos seguían cerrados por culpa de la guerra civil. Con mi nuevo automóvil salí a pasear por la ciudad, y advertí que todo el mundo me miraba sorprendido. Lo achaqué a la admiración que producía mi reciente adquisición. Sin embargo, apenas penetré en la zona revolucionaria, un «jeep» con cuatro o cinco muchachos armados me detuvo y, obligándome a descender, se dispusieron a prenderle fuego al coche. Ni mis protestas, ni mi credencial de periodista acreditado ante la organización de Estados Americanos y ante el Gobierno revolucionario podían disuadirles. Cuanto obtuve de ellos fueron denuestos y la declaración de que aquél era el coche de la «oligarquía» y el símbolo de la tiranía en el país. Pronto se apelotonaron en la esquina más de cien personas y yo estaba viendo que mi flamante «Thunderbird» iba a quedar reducido a chatarra. Dio la casualidad de que acertó a pasar por allí Héctor Aristy, a la sazón vicepresidente del Gobierno revolucionario, con el que me unía cierta amistad. Le llamé a gritos, y le expuse mi problema. Cuando logró abrirse paso y llegar hasta el coche, lanzó una exclamación de asombro. Luego, se volvió hacia mí: — ¿De dónde lo has sacado? — me preguntó. Se lo expliqué, y se llevó las manos a la cabeza. — ¡Estás loco! — exclamó—. Éste era el coche preferido de Ramfis Trujillo, el hijo del dictador. En él se paseaba por la ciudad, e iba señalando a los de su escolta a las mujeres que tenían que llevarle, o a las gentes que habían de liquidar. Es el coche más odiado del país, y su actual propietario — el que te lo ha alquilado — lo tenía encerrado, porque cada vez que lo sacaba querían quemárselo. De todos modos, yo me había encaprichado ya con él y no estaba dispuesto a perderlo. Conseguí que Aristy me diera un permiso especial para poder circular y lo pintarraje‚ por todas partes de letreros que decían «Prensa», «España», «Recién comprado», «Déjenme en paz», «ya lo sé», etc., pese a lo cual, en más de una ocasión, me tiraron piedras y, con frecuencia le escupían. Cuando, al fin, optaron por desinflarme las ruedas cada vez que lo dejaba aparcado, me di por vencido y se lo devolví a su dueño, acudiendo de nuevo a los servicios de mi asmático, pero fiel, «Volkswagen». Para dar una idea de la rapacidad de que era capaz el «Benefactor» Rafael Leónidas Trujillo baste con decir que, habiendo empezado como hijo de un modesto funcionario de Correos, y con el sueldo de policía, un estudio estadístico declaraba que, en el último año de su vida, era dueño absoluto del 70 % del azúcar, el 75 % del papel, del 70 % de la industria del tabaco, del 67 % del cemento y del 22 % de todos los de depósitos bancarios del país. Es decir, que en conjunto más de la mitad de la República Dominicana le pertenecía, así como la vida y la libertad de todos sus habitantes. Capítulo VII EL VALLE DE LAS PIRÁMIDES Mi estancia en la República Dominicana duró menos de lo que imaginaba. Al cuarto día, recibí un telegrama: Llegaremos sábado Quito Stop. Venía firmado por Michel, Gonzalo y Joaquín, y aunque lo esperaba, siempre había creído que tardarían diez días más en estar listos. Al parecer, se habían apresurado y esa misma semana podríamos iniciar la aventura en la que veníamos soñando desde hacía tanto tiempo: la búsqueda del Valle de las Pirámides, en los Andes ecuatorianos. La historia había comenzado hacía más de un año, cuando en mi viaje por el Amazonas, siguiendo las huellas del descubridor del río, Francisco de Orellana, conocí el capitán Joaquín Galindo, por aquel tiempo piloto de la avioneta de los misioneros españoles de la Alta Amazonia ecuatoriana. Con una pequeña «Cesna» de color rojo y blanco, atendía a las necesidades de las misiones, volando sobre la selva: del Napo al Coca, de Nuevo Rocafuerte a Tiputini. Monseñor Labaca había puesto a mi disposición la avioneta para que visitara con ella las inaccesibles cataratas del río Coca; y así fue como trabé amistad con Joaquín, que me pareció un magnífico piloto y un gran conocedor de aquella agreste geografía de la vertiente amazónica de los Andes. Realizamos varios vuelos juntos, e incluso anduvimos buscando las escondidas chozas de los feroces «aucas», la tribu más salvaje y sanguinaria de Sudamérica. Luego, dejamos de vernos, y grande fue mi sorpresa cuando, una mañana, Joaquín apareció de improviso en mi casa de Madrid. La razón de su visita aún era más sorprendente. Me mostró una fotografía aérea que había tomado cuando sobrevolaba un perdido valle de los Andes, en una remota y poco frecuentada región. En ella se distinguía claramente hasta cuarenta y ocho pirámides, algunas, unidas entre sí por lo que parecían caminos. — ¿Dónde está esto? — pregunté. — Es lo que pretendo averiguar — replicó, recuerdo dónde hice la foto y tengo una idea de cómo podríamos intentar llegar hasta allí. — ¿Y has venido de Ecuador para decírmelo? ¿por qué no lo buscaste? — Nadie quiso acompañarme. Ya sabes cómo son: no les gusta revolver en las cosas de los «antiguos», los muertos. Y lo que ahí se ve puede ser una ciudad perdida o un valle funerario. Hace meses que intento organizar una expedición, pero no he conseguido encontrar un solo compañero de viaje. Luego, me acorde ti y vine a buscarte. ¿Quieres venir? — Seguro. Necesitamos dinero y más gente. — ¿Cuántos? — Uno, quizá dos. No más. Guardo mal recuerdo de los grupos numerosos. Nos pusimos de acuerdo. Necesitábamos dos compañeros y dinero para organizar la expedición. Aquella misma mañana, comenzamos a movernos. Lógicamente, y como realizador de Televisión Española que era yo en aquellos momentos, le propuse ésta idea. Les gustó desde un principio y se mostraron dispuestos a llevarla a cabo, pero — como ocurrir demasiado a menudo — las arcas estaban vacías. Con todo, me pidieron que fuera preparando detalles por si se presentaba la ocasión. Era cuestión, por tanto, de buscar a los compañeros. Nos hacía falta, en primer lugar, un camereman que rodara la película que yo dirigiría sobre el descubrimiento, si es que lo había. Para mí, la elección no resultaba difícil: Michel Bibin, un sueco afincado hacía años en España. Me constaba, por haber trabajado con él, que era el mejor profesional del momento y un excelente compañero y amigo en cualquier hora y situación. Faltaba, pues, el último del grupo, y no parecía sencillo encontrarlo; no ya porque no hubiera gente dispuesta a lanzarse a la aventura — que podía encontrarse—, sino por el hecho de que necesitábamos conocerlos a fondo. Planear una expedición sobre papel y mapas, cómodamente sentados en un sofá de Madrid, es una cosa muy bonita. Llevarla a cabo, otra muy distinta. En cualquier expedición, sea a la selva, sea a los Andes, sea al fondo del mar, lo peor no reside en las dificultades, la fatiga o los peligros que se puedan sufrir. Lo malo suele estar en las incomprensiones, los disgustos y el fastidio que proporcionan los miembros del equipo. Eso era algo que yo sabía muy bien. por ello casi siempre prefería viajar solo. Empezamos a barajar nombres y a descartarlos. Al fin, un día, apareció de improviso el personaje ideal: Gonzalo Manglano. Gonzalo, su hermano Vicente y yo habíamos formado el trío de profesores de Inmersión Autónoma de buque-escuela Cruz del Sur, hacía ya la friolera de trece o catorce años. Luego, volvimos a encontramos rescatando los cadáveres de la catástrofe del lago de Sanabria. Una presa cedió, arrastrando a todo un pueblo al fondo del lago, y los Manglano y yo acudimos con otros submarinistas a buscar los cadáveres. Eso sucedió en el mes de enero, en Zamora, con un agua helada, en unos tiempos en que aún no existían los actuales trajes de inmersión. Fue una aventura espeluznante y desagradable de la que aún guardo un pésimo recuerdo. Años más tarde, me tropecé con los Manglano en México. Formaban parte de la tripulación del Olatrane San Miguel, la nave de los tiempos de la conquista con que el capitán Etayo pensaba dar la vuelta al mundo, utilizando únicamente los medios de que se disponía en el siglo XVI. El Olatrane había naufragado en Acapulco, y Etayo y su grupo trataban de ponerlo nuevamente a flote, yo acababa de llegar a México, de paso hacia Guatemala, donde iba el visitar a los guerrilleros para escribir una serie de reportajes. En México, pasamos una noche divertida. Al día siguiente, la Policía mexicana, que tenía intervenido mi teléfono, se enteró de que yo intentaba entrevistar a unos exiliados guatemaltecos, y sin tener en cuenta que presumen de país amante de la libertad de palabra y de prensa, me llevaron a la cárcel. Me tuvieron encerrado en ella todo un día y, luego, me expulsaron del país, metiéndome en un avión rumbo a Houston, Estados Unidos. Ahora, esos mismos hermanos Manglano acababan de aparecer por Madrid como caídos del cielo y, a mi entender, eran los tipos idóneos para acompañamos. Vicente se lamentó de no poder hacerlo: se marchaba a Groenlandia. Gonzalo se entusiasmó de inmediato con la idea, pero estaba preparando su boda y le resultaba imposible venir. La que ya es su esposa, Silvia, al ver su desconsuelo, le animó a que nos acompañara, asegurándole que en su ausencia ella se ocuparía de todo. Aceptó, al fin, señalando que además, él mismo se pagaría sus gastos, lo que significaba un gran alivio para nuestra precaria economía. Estábamos, pues, completos, pero faltaba lo más importante: el dinero. Durante algún tiempo, pareció que nunca lo conseguiríamos. Al fin, Galindo recordó que, en la Academia del Aire, había sido compañero de promoción de príncipe Juan Carlos, y que tal vez éste se interesaría por la empresa. Fuimos a verle y, como ocurría con cuantos veía la foto, se enamoró del proyecto. Nos ofreció su apoyo, y se puso en contacto con el Director General Televisión, Adolfo Suárez. Desde el momento en hablamos con él, todo fue más sencillo y Televisión Española consiguió el dinero necesario para financiar la aventura. Me nombraron jefe de la expedición y, como ya tenía mis cosas preparadas, fui por delante. Sin embargo, daba la impresión de que los demás habían logrado resolver sus asuntos mucho antes lo previsto. A poco que me descuidara, serían ellos quienes tuvieran que esperarme a mí. Llegamos a Quito con tres horas de diferencia. Ellos, primero. El lugar de reunión era el «Hotel Quito Intercontinental», uno de esos sitios a los que me gusta llegar un par de veces al año, porque es como si volviera a mi propia casa. Desde los recepcionistas a los croupiers del Casino, todo el mundo me conoce. Para mi gusto, estos últimos quizá demasiado, pues buenos sucres he dejado en sus ruletas. El lunes emprendimos la marcha tras agenciarnos un buen vehículo «todo terreno» y el material que necesitábamos. Vestidos de «aventureros». — como jocosamente decía Gonzalo—, estábamos dispuestos a descubrir una nueva Machu-Picchu, sí se presentaba la oportunidad. Decidimos establecer nuestra base a orillas del lago Otavalo, junto al pueblo del mismo nombre, en un diminuto hotel que se adentra en las aguas. A tres mil metros de altitud, el lago se encuentra casi en las faldas del inmenso Cayambe, un monte nevado de seis mil metros de altura por cuya cumbre pasa la línea equinoccial. Según Joaquín, en sus cercanías debía encontrarse el valle que buscábamos. El lago es en sí mismo, un lugar precioso y acogedor. Tranquilo, rodeado de montañas, eternamente silencioso, invita al descanso a la meditación, a los largos paseos y a olvidar la agitación de las grandes ciudades. Algún día, cuando la carretera panamericana sea una realidad, Quito se encontrará relativamente cerca, y éste será uno de los lugares de esparcimiento de los quiteños. Sin embargo, en aquella época de lluvias y frío éramos los únicos clientes del hotel. En realidad, no parábamos mucho en él. A las seis en punto de la mañana ya estábamos en marcha por los caminos de los alrededores, trepando montañas y descendiendo barrancos en busca de nuestro anhelado Valle. La orografía era difícil. La cordillera andina se alzaba ante nosotros, majestuosa y a menudo, inaccesible, ascendiendo desde la cercana costa hasta los seis mil metros del Cayambe para caer de nuevo al otro lado, con igual rapidez, hacia las tierras calientes de la cuenca amazónica. Como está situada en plena línea del ecuador, el calor es allí insoportable en un momento dado — cuando luce el sol — para pasar a un frío intenso un minuto más tarde, en cuanto una nube cubre el cielo. A cuatro mil metros de altitud y con el sol cayendo de plano sobre la cabeza, bastan apenas unos minutos para que la piel comience a caerse a tiras y para que los labios revienten. El gran enemigo aquí es la fatiga. A tres mil metros de altura de Quito o del lago, todo cansa, incluso subir una escalera o caminar un poco aprisa; pero luego, a los cuatro mil a que solíamos encontrarnos apenas dejábamos atrás Otavalo, las cosas se ponían difíciles de verdad. Cargar una mochila, subir una pendiente, avivar algo el paso, se convertían en esfuerzos que nos dejaban agotados. En contraste con nuestra fatiga, la vitalidad de los niños indígenas que corrían y saltaban como si habitar a cuatro mil metros de altitud fuera lo más normal del mundo nos hacía quedar un poco en ridículo. Resultaba humillante caminar detrás de una vieja india que nos mostraba el camino, y ver cómo, poco a poco se iba alejando irremisiblemente, sin que nosotros, jóvenes y en la plenitud de nuestras facultades pudiéramos acoplar nuestro paso al suyo. Toda esta región de los Andes ecuatorianos se encuentra poblada preferentemente por la tribu de los otavaleños, que tienen fama de ser los indios más limpios e inteligentes del continente americano. Magníficos artesanos, sus telas son de una belleza difícilmente imitable, y he llegado a encontrarme a individuos de esta tribu en Río de Janeiro y Caracas, vendiendo sus ponchos, blusas y mantas. Desde el hilado, que realizan en rudimentarias ruecas, al tejido teñido, o confección de la prenda, todo lo hacen según antiquísimos sistemas tradicionales que no permiten que cambien con el transcurso del tiempo. Para ellos constituye una especie de orgullo certificar que cuanto venden lo han hecho con sus propias manos. Podíamos dar testimonio de la limpieza de los otavaleños, ya que, desde mucho antes de amanecer, con un frío insoportable, comenzaban a llegar al lago, bañarse en un agua helada con la ayuda de abundante jabón y un estropajo. Personalmente, consideraba aquel agua insoportable, incluso para lavarme las manos; y, sin embargo, los indios — hombres, mujeres y niños — eran capaces de pasarse media hora con ella hasta la cintura mientras se enjabonaban. Luego, las mujeres lavaban la ropa que tendían a secar sobre las piedras o en la hierba de la orilla. El resultado es que los otavaleños aparecen siempre relucientes, impecablemente vestidos de blanco y con el pelo recogido en una pequeña trenza, de modo que resulta difícil distinguir al hombre de la mujer. La actual moda «unisex» ha sido inventada por otavaleños hace cientos de años. Esta tribu — que hace muchísimo tiempo habita en la zona, y cuyos orígenes se desconocen — fue, antaño, poderosa y guerrera, y opuso una fuerte resistencia a la invasión incaica. Cuenta la tradición que, murieron tantos otavaleños, en la batalla en la que fueron definitivamente derrotados, que el inca ordenó que se lanzaran sus cadáveres a un lago cercano, que se tiñó de rojo. Desde aquel día, se le llamó «Llaguarcocha» («lago de la sangre»). Nuestras correrías por los valles y las montañas andinos nos llevaron, al fin, a la «Hacienda Zuleta», propiedad del actual secretario general de la organización de Estados Americanos, Galo Plaza, y dirigido en esos días por su hijo, ya que él se encontraba en Washington por razones del cargo. Con los Plaza me unía una larga amistad, y en más de una ocasión había pasado fines de semana en Zuleta, dedicado a la caza de la perdiz, a la pesca de la trucha, o a dar largos paseos a caballo. El hijo de Galo nos recibió con su habitual hospitalidad, aunque, a decir verdad, no se encontraba en condiciones de comportarse como el perfecto anfitrión. Hacía unos meses, había sufrido un accidente de automóvil que estuvo a punto de costarle la vida, y tras una larga estancia en un hospital norteamericano acababa de regresar a la «Hacienda Zuleta». Pese a ello, nos atendió lo mejor que pudo y puso a nuestra disposición caballos, guías y peones. Cuando le explicamos lo que andábamos buscando, admitió que en las tierras altas existía un valle en el que abundaban las «tolas» o pirámides precolombinas. Pero jamás les había prestado especial atención, ya que ignoraba su número e importancia y nadie había intentado nunca un estudio detallado de sus posibilidades arqueológicas. En realidad, la alta sierra de las proximidades era por completo tierra de «tolas», como lo es, en conjunto, todo Ecuador. Así como el Perú — asentamiento básico del Imperio incaico — ha sido minuciosamente estudiado por arqueólogos aficionados y aventureros, en busca de ha huellas que, muy abundantemente, dejaron las culturas precolombinas, Ecuador está por explorar. Los hallazgos fueron siempre fortuitos, y nadie se ha preocupado de llevar a cabo un detallado análisis de su pasado. En Quito estuvo la segunda capital del Imperio incaico, y en ella residió Huayna Capac durante mucho tiempo. Allá nació Atahualpa, fruto de la unión de Huayna Capac con una princesa indígena, y durante los años que su padre mantuvo la sede del Imperio en Quito, todo el reino del Norte cobró un notable esplendor. Incluso antes de que tuvieran lugar estos hechos, habitaban el Ecuador pueblos de una destacada cultura autóctona que, a mi entender, nunca han sido suficientemente analizados. Cuando un arqueólogo pretende impregnarse de conocimientos incaicos vuela directamente al Perú, sube al Cuzco y se dedica a realizar excavaciones en las proximidades del Machu-Picchu, Sacsahuamán o Tiahuanaco. Nadie piensa en el reino del Norte; en el hecho de que en San Agustín existe una hacienda construida aprovechando los muros de una fortaleza incaica; o en que en el río Santiago basta cavar un metro para extraer toda clase de objetos de incalculable valor, histórico. Recuerdo a un cubano que decía llamarse Ray Pérez, pero cuyo nombre era falso, que, al cabo de dos horas de buscar en una «tola» del río Santiago, extrajo una máscara de oro preincaica, por la que obtuvo, al contado, quince mil dólares. Pesaba cerca de dos kilos, y era una obra maestra de orfebrería que hoy puede admirarse en el museo del Banco Central de Quito. Me contaba Ray Pérez que, en el transcurso de sus excavaciones, encontró tantos objetos de cerámica, que tuvieron que abandonarlos ante la imposibilidad material de cargar con ellos. Los indígenas del río Santiago desentierran en sus campos tantos de esos objetos, que acaban dándoselos como juguetes a los niños, o utilizan las ollas y los recipientes que aún encuentran en buenas condiciones. En cuanto a las piezas de oro y plata, suelen fundirlas y venderlas al peso, para librarse así de investigaciones y molestias. El tesoro artístico que se está destruyendo de ese modo es incalculable, y no resulta aventurado asegurar que, en el terreno arqueológico, Ecuador es un país virgen. Por ello, no resultaba extraño que los Plaza nunca hubieran sentido especial curiosidad por lo que pudiera ocultarse en aquel valle sembrado de «tolas» pese a que, de tanto en tanto, apareciese algún peón con una vasija de barro o una figurita humana finamente tallada. Para los indios de la Hacienda, que preferían no revolver demasiado en las propiedades de los muertos, aquellos objetos eran cosa de «los antiguos». Un día, un tractor partió en dos una diminuta «tola» y salió al aire el cuerpo momificado de una mujer de cuyas orejas colgaban largos pendientes de oro. Los pendientes fueron a parar a un museo; en cuanto a la momia, volvieron a enterrarla en el mismo lugar. El hecho de que cerca de aquella diminuta sepultura existiese otra de idénticas características, pero de proporciones diez veces mayores, no despertó el interés arqueológico, ni la codicia de nadie. Allí continúa, intacta. Meses atrás, el gran pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamin, había adquirido, por casualidad, dos piezas de cerámica que resultaron de un valor incalculable. Habían sido encontradas en «tolas» de las provincias costeras de Manabí y Esmeraldas. De las dos figuras, la principal — de unos cincuenta centímetros de altura — representa el busto de un «curaca» o cacique de rasgos increíblemente perfectos, con el cráneo alargado en su parte trasera, de forma semejante a la que se puede observar en algunas estatuas y bajorrelieves egipcios. Según los expertos, el caolín en que está modelada debió de exigir una altísima temperatura de cocción, lo que hace suponer que los que la hicieron poseían conocimientos muy superiores a los que hasta el presente se han atribuido a las culturas precolombinas. Cuando acudí a estudiar la pieza del «curaca» a casa de Guayasamin, éste acababa de recibir una propuesta para que la trasladase a una Universidad norteamericana. Al parecer, se intentaba una reestructuración de las teorías relativas a la evolución de las culturas precolombinas. En opinión de ciertos científicos, la pieza demostraba, sin lugar a dudas, que había existido una relación entre las culturas mesoamericana, azteca y maya, y las de la costa norte del Ecuador, hecho que, hasta el presente, se juzgaba poco probable. Como, al mismo tiempo, se especulaba con la teoría de que, muy remotamente, pudo existir también cierta relación entre esas culturas mesoamericanas y el Egipto de los faraones, se podía sacar la conclusión de que la influencia egipcia había alcanzado la costa del Pacífico, en Sudamérica. La figura del «curaca», con sus rasgos clásicamente egipcios y su cráneo alargado, constituiría una prueba muy importante en la elaboración de tal teoría. Oswaldo, parecía entusiasmado con la idea de que algo tan fantástico pudiera llegar a aclararse, y había puesto la estatuilla a disposición de los investigadores, pero sin permitir, desde luego, que saliera de Ecuador. Le habían asegurado que su antigüedad superaba los ocho mil años, y no quería, bajo ningún concepto, que algo de tanto valor arqueológico pudiera perderse. A mi modesto entender — y quizá también en su opinión—, tal antigüedad resultaba exagerada. Fuera como fuera, la pieza podía considerarse un verdadero tesoro. Cuando le hablé del Valle de las Pirámides que andábamos buscando, se interesó vivamente — dijo—, y si encontrarás algún vínculo de unión entre las «tolas» de la costa donde apareció esta figura y las de ese valle, la teoría de la influencia egipcia podría extenderse hasta la cordillera andina. ¡Algo realmente sensacional! Le repliqué que, a mi modo de ver, todo aquello parecía demasiado fantástico, pero él no lo creyó así. — Es tanto lo que ignoramos sobre el pasado de la Humanidad — dijo—, que cualquier sorpresa me parece posible. Incluso que sea cierto lo que dicen ahora: que la Humanidad nació aquí, en Ecuador. Se refería a las declaraciones de un científico húngaro que estaban causando furor en el país. Dicho científico aseguraba haber encontrado los documentos más antiguos de la Humanidad, en los que se demostraba que todas las civilizaciones provenían de cueva existente en la misma línea del Ecuador, en el interior de una enorme montaña. Desde la entrada de la cueva se distinguían la Estrella Polar y la Cruz del Sur. Tales documentos certificaban también que se podía caminar durante días y días por el interior de la cueva, hasta llegar, al fin, a una gran sala, donde se conservaba el libro que hablaba de los origen del hombre. Hacía años que dicho profesor húngaro rondaba por Quito contándole a todo el mundo su historia, sin que nadie le hiciera mucho caso, hasta el día en que aseguró haber encontrado la cueva. Estaba convencido de que se hallaba en pleno territorio de los jíbaros cortadores de cabezas, que habitan en la vertiente amazónica de la cordillera andina, al este de Loja y Zamora. Gastón Fernández, secretario de la Corporación Ecuatoriana de Turismo, me había hablado ya de esa cueva, y también me había mostrado las espectaculares diapositivas en color que habían obtenido en su interior. — Al principio, no le hicimos ningún caso al húngaro — confesó—, pero, al fin, ante tanta insistencia, decidimos organizar una expedición y acompañarle. Íbamos cinco. Después de tres días de una marcha pesadísima, llegamos al río Santiago. No el de la costa, sino el otro, el afluente del Amazonas. Allí, encontramos una tribu jíbara que el húngaro reconoció inmediatamente por unos dibujos que llevaban tatuados en la frente y en la barbilla. Aseguró que dichos dibujos señalaban a los tradicionales guardianes de la cueva. Los interrogamos y terminaron confesando que, en efecto, desde los tiempos más remotos, tales dibujos se transmitían de padres a hijos, así como defender la entrada de una cueva sagrada, aunque ignoraban lo que se ocultaba en su interior. Penetramos en ella. Como el profesor había dicho, la entrada era un pozo de unos cincuenta metros de profundidad. Luego, se abrirían una serie de cavernas hasta llegar a otra, inmensa, que estaría iluminada. Te aseguro que yo continuaba mostrándome incrédulo, pero todo cuanto había dicho el profesor se iba cumpliendo paso a paso. Por fin, nos hallamos a unos quinientos metros bajo tierra y, sin embargo, apareció allí, ante nosotros, un inmenso pórtico labrado en piedra. Era como la entrada a una gran pirámide. Habían pasadizos que se dirigían hacia todas partes, tallados en la roca y perfectamente pulidos. De tanto en tanto, aparecían huellas de pies humanos de tamaño gigantesco, como pertenecientes a hombres de diez metros de altura. No sabíamos qué pensar ni qué hacer. Estábamos entre temerosos y asombrados. Al fin, cuando menos lo esperábamos, desembocamos en una caverna del tamaño de un campo de fútbol y de más de ochenta metros de altura. Y allá, en lo alto, había un agujero de poco más de un metro de diámetro, por el que penetraba un rayo de luz, recto como una flecha. El espectáculo más fantástico que pueda imaginar mente alguna. Instintivamente, todos fuimos a colocamos bajo ese rayo, a la luz, y fue entonces cuando advertimos que la cueva estaba poblada por millones de aves[3 - «Guacharos», aves nocturnas, ciegas, que se dirigen por eco de sus gritos, de modo parecido a los murciélagos, pero sin ultrasonido.]. Entraban y salían chillando por el agujero del techo, y volaban de una parte a otra, en tinieblas, con endiablada rapidez y sin tropezar nunca: ni entre sí, ni contra las paredes. El profesor quería que continuáramos, pero aquel dédalo de galerías seguía hasta el infinito por el interior de las montañas. Según el húngaro, toda la cordillera andina está hueca en esa parte, y se tiene que andar quince días hasta llegar al salón principal. No estábamos preparados para ello, y decidimos salir. Hicimos algunas fotos, y ahora, apoyándome en ellas, estoy buscando la colaboración del Ejército para llevar a cabo una exploración completa de la cueva. Es tan enorme que requiere un auténtico planteamiento militar. Me mostró las diapositivas. Confirmaban punto por punto cuanto había referido, aunque hubiera bastado su palabra. La máxima autoridad del Departamento de Turismo de un país no se podría permitir mentir sobre semejante asunto. Además, conocía lo suficiente a Gastón como para creerle. No pude conseguir — pese a todos mis ruegos — que me cediera alguna de las fotografías, pero, a cambio de ello me prometió que podría acompañarles en su expedición, el día que se llevara a cabo. Confío, por tanto, que el próximo viaje que haga al Ecuador sea para tomar parte en tan apasionante aventura. La que de momento nos ocupaba, la del Valle las pirámides, no podía hallarse, por su parte, mejor encaminada, pues con la ayuda de los peones de Plaza encontramos el valle sin excesivas dificultades. Aunque en un principio pensamos que nos habíamos equivocado y no era el de la fotografía, nos bastó… trepar a las cumbres vecinas y observarlo desde lo alto para llegar a la conclusión de que, efectivamente, era aquél. Está situado a unos tres mil quinientos metros de altitud, y detrás, los Andes se elevan de modo casi inaccesible. En realidad, no es un valle, sino más bien un rincón triangular, protegido por dos de sus lados y abierto por su base. Esta última, está formada por un pequeño río de aguas muy frías. En la cúspide del triángulo, y a cosa de medio metro del punto en que las dos montañas se unen, se encuentra la mayor de las «tolas», que tiene unos sesenta metros de base en cada lado, y unos quince de altura. Por lo que se puede advertir, es una gran pirámide truncada, con los costados escalonados y cubiertos de hierba. Cavando en ella, pronto se tropieza con una pared de piedra amarilla y blanda, cuyo espesor resulta imposible determinar. Del centro de su base parte una especie de abultamiento largo y estrecho, también cubierto de hierba, que tiene el aspecto de un túnel o conducto que lleva hasta otra «tola» de menor tamaño, situada a unos doscientos metros. Todo el resto del valle está sembrado por más de cuarenta de estas pirámides truncadas, aunque ninguna, desde luego, del tamaño de la principal. Hay una algo menor, y la base de las demás oscila de los diez a los quince metros, aunque también se encuentran algunas que no son, en realidad, más que pequeños montículos. Abundaban las llamas y también se distinguían vicuñas, vacas y caballos. A las llamas parecía gustarles especialmente la jugosa hierba que crecía sobre las «tolas», y dejamos que nuestras cabalgaduras pastasen junto a ellas. Galo Plaza nos había proporcionado tres peones al mando de un pintoresco capataz, Matías, conocedor de la zona, ya que vivía en las inmediaciones. Él fue quien nos señaló que años atrás, durante la apertura de un camino que corría por el borde del riachuelo, era corriente encontrar allí infinidad de objetos de cerámica de uso doméstico. Nos condujo al lugar e inmediatamente iniciamos las primeras excavaciones. Diez minutos después, comenzaron a hacer su aparición tantos fragmentos de cerámica que no sabíamos qué hacer con ellos. Por desgracia, se encontraban en muy malas condiciones y resultaba del todo imposible recomponer un solo objeto. Matías, que sentía especial predilección por Gonzalo, al que llamaba respetuosamente «Don Gonzalito», se lo llevó a un rincón un poco apartado y le indicó que trabajase allí. Al cabo de unos instantes, apareció una vasija bastante bien conservada y dotada de tres patas que debían de servirle para mantenerse a cierta altura sobre el suelo. Nos sentíamos entusiasmados ante nuestros hallazgos, pero pronto caímos en la cuenta de que, en el fondo, la intención que perseguíamos no era desenterrar un pueblo precolombino, sino tratar de averiguar el significado y contenido de las pirámides del valle. Volvimos, por tanto, a ellas y cometimos el primer gran error de la expedición. Como niños golosos ante lo que nos parecía un inmenso pastel, nos decidimos de mutuo acuerdo por la «tola» mayor, y comenzamos las excavaciones. Tres peones, un anciano capataz y cuatro «aventureros» poco acostumbrados a manejar pico y pala no son gran cosa para enfrentarse con una pirámide de quince metros de altura. En un principio, todo fue bien; pero en cuanto comenzamos a encontrar bloques de piedra amarillenta, el trabajo se hizo lento y fatigoso. La hierba y la maleza acumuladas durante siglos, impedían advertir si existía una entrada o un puno por el que la penetración resultase más factible. Teníamos que limitarnos a escoger un lugar y echar mano del pico. Una lluvia pertinaz no tardó en calarnos hasta los huesos y un frío insoportable nos hizo tiritar. Por culpa de la altura, a la media hora de cavar estábamos con la lengua fuera y el corazón nos saltaba dentro del pecho, y desde luego, si uno de nosotros hubiera sido cardíaco, jamás hubiera salido de allí con vida. El tiempo gris, lluvioso y constantemente encapotado, no sólo entorpecía el trabajo, sino que, sobre todo, hacía laboriosa y, difícil la filmación del documental encargado por Televisión. Nos habían proporcionado una película en color, poco sensible, y nos veíamos obligados a aprovechar el menor rayo de para montar las cámaras y rodar a toda prisa. Por fortuna, la experiencia de Michel superó los contratiempos y cuando visioné el filme en Madrid me felicité por mi elección: técnicamente, el documento era perfecto. En lo que se refiere al trabajo arqueológico, un buen día descubrimos que, a pesar de que habíamos logrado un hueco de unos tres metros de hondo por tres de ancho, continuábamos tropezando con la mima piedra. Al paso que llevábamos tardaríamos en alcanzar el centro de la pirámide — a ras del suelo—, si es que la suerte no nos llevaba antes a algún pasadizo. Matías opinó que, según lo que pudo observar en la «tola» que había abierto el tractor, la momia se encontraba enterrada a bastante profundidad. Era lógico suponer que en una «tola» grande ocurriera lo mismo, aunque no podíamos saber cuánta sería esa profundidad en una pirámide de semejante tamaño. Quizás otro tanto como el que se elevaba sobre el nivel del suelo; ello quería decir que nos faltaba cavar más de treinta metros hasta dar con la cámara funeraria propiamente dicha. Como he dicho, semejante trabajo podría llevamos meses de excavaciones y ocasionar muchos gastos. Un tiempo y un dinero del que carecíamos. Aun suponiendo que en el corazón de la pirámide pudiera encontrarse un tesoro en joyas o un hallazgo arqueológico de la categoría del de Palenque, en México, o del de Tutankhamón, en Egipto, teníamos que renunciar a él. Palenque constituía, desde el principio, uno de nuestros sueños, y recordábamos casi punto por punto cuanto Pierre Honoré había escrito sobre el descubrimiento de aquella tumba[4 - La leyenda de los dioses blancos.] «…Hacia el año 1950, A. Ruz Lhullier realizó excavaciones en la plataforma del Templo de las Inscripciones, en Palenque. Habiendo observado un foso en el centro de dicha plataforma, lo limpió y descendió a él cada vez a mayor profundidad, hasta que tropezó con una escalera que aún conducía más abajo. Cuando, en su opinión, había alcanzado la base de la pirámide, se encontró ante una pesada puerta de piedra. «Detrás de la piedra se abría una cámara funeraria donde había un sarcófago, también de piedra, que ocupaba, él solo, toda la estancia, y estaba cubierto por una enorme losa adornada con magníficos relieves. «La losa era tan pesada, que no había fuerza humana capaz de moverla. Ruz Lhullier, que era solamente arqueólogo y nada tenía de ingeniero, y tampoco era muy forzudo, se encontró ante un problema totalmente ajeno a su especialidad de arqueólogo y se dio cuenta de que en lo sucesivo, en sus investigaciones en aquellas ciudades ciclópeas debía prepararse para hacer frente a tareas semejantes. «Se encontraba en una situación parecida a la del famoso Howard Carter, cuando, después de haber descubierto un cuarto de siglo antes, en el valle de Nilo, la tumba del faraón Tutankhamón se halló ante un monumental sarcófago cerrado por una tapa que pesaba más de una tonelada. «Ruz Lhullier tuvo que empezar por familiarizarse con los secretos de la mecánica antes de que pudiese pensar en alzar la pesada losa. «Los investigadores se sentían observados por fantasmas mientras luchaban por levantar la tapa. Tuvieron que trabajar días enteros en el montaje de postes y soportes para los tornos y las sogas pues la tumba era demasiado reducida para que cupiera la posibilidad de deslizar la tapa hacia un lado. «Por fin, llegó el momento solemne en que la soga se puso en movimiento y la fosa se despegó poco a del sarcófago, cuyo complemento había constituido durante tantos siglos. «La soga fue enrollándose milímetro a milímetro. La tensión nerviosa quitaba casi la respiración a los asistentes. Y cuando la tapa estuvo ya lo bastante izada para poder echar una ojeada al interior del sarcófago, vieron algo nuevo, completamente nuevo para ellos: los restos de un miembro de la oligarquía que había formado aquel imperio. Porque era evidente que sólo podía tratarse de un personaje maya muy importante. «Los arqueólogos, hombres de ciencia ponderados y fríos, se quedaron mudos de emoción y respeto. Subieron lentamente la escalera y llegaron sin pronunciar palabra a la plataforma de la pirámide que acababa de revelar su mayor secreto. «La tarea, empero, no hacía sino empezar. Los especialistas midieron, fotografiaron a discreción, y anotaron cuidadosamente hasta el menor fragmento encontrado en la cripta. Difícilmente hallaríase otro lugar que haya sido tan minuciosa y científicamente examinado como esta tumba secreta bajo la de Palenque. «Cuyas maravillas del arte maya, que habían estado fuera del mundo durante un milenio, volvieron a la vida: máscaras de estuco, mascarillas mortuorias, relieves y ofrendas diversas. «Por si esto fuera poco, esta tumba suscita una pregunta que todavía no ha podido ser contestada: «¿Existe alguna especie de relación entre esta tumba y la de los faraones conocidas desde hace tantos siglos, aquellos hipogeos también disimulados bajo pirámides? «¿Sería verdad, como a menudo se afírmó en voz baja, que las pirámides del Nuevo Mundo no fueron ideadas por los indios, sino que provienen de los egipcios? «y otra cuestión no menos importante: ¿Es posible que los restos humanos hallados en el magnífico sarcófago de la tumba misteriosa bajo la pirámide de Palenque sean los de alguno de los principales personajes mayas, quizá los restos del más importante…? «¿Los restos de su dios blanco? «Las mascarillas de la tumba de Palenque contemplaban mudas a los arqueólogos que turbaban su reposo milenario. «Mudas permanecían las preciosas máscaras de los ancianos barbudos que ciñen corona sobre la frente… «Pero, pese a su silencio, hablan. Pues blancos y barbudos eran los dioses que antaño llegaron al país y trajeron la civilización a los mayas. Los dioses blancos de las leyendas indias llevaban barba. «La tumba bajo la pirámide no fue más que una de las grandes sorpresas de Palenque; otras siguieron cuando se procedió a estudiar el monumento en todos sus detalles; a explorar el lugar científicamente. «En una de las paredes del templo se halló reproducida una gran cruz, de ahí su nombre de «Templo de la Cruz». «En otro templo se observó una variación de la forma del símbolo. Un bajorrelieve mural representaba una cruz cuyo pie es un rizoma, con los brazos cargados de zarcillos y hojas que encuadran un rostro humano. Esta construcción ha recibido el nombre de «Templo de la Cruz frondosa». «Estas representaciones coinciden casi exactamente con las del árbol del cielo del este asiático que lleva precisamente un rostro de demonio en la intersección de los brazos de la cruz. Se conocen también las de Java. «El friso del Templo de la Cruz nos muestra un reptil monstruoso con cara de persona y serpiente. A menudo, brazos humanos sostienen serpientes bicéfalas, de cuyas bocas aparecen rostros humanos. «Los reptiles y los dragones son precisamente inseparables del arte del Asia oriental. Muchas veces hemos encontrado a seres híbridos que personifican de dioses, como los dragones o el tigre con cuernos de carnero de las máscaras chinas del año 1250 antes de J. C. aproximadamente. «Hasta la serpiente de fuego de los mayas encontrada en Palenque es casi copia exacta del monstruo marino mítico del Asia sudoriental, con cuerpo de pescado, trompa de elefante, patas y dedos, representado también a menudo con figuras humanas en las fauces. «En las pirámides de Palenque, se ha observado en el interior del templo la construcción del arco sagrado en forma de cruz sobre los pórticos, con figuras monstruosas, exactamente como en los templos de Camboya, donde era ya corriente la falsa bóveda, principalmente por los siglos VIII al X después de J. C. «Después de haberse encontrado todo esto en Palenque, ya nadie puede seguir dando crédito a lo que nos enseñaron, a lo que se enseña todavía en las escuelas: que Colón fue el primer hombre que descubrió América. Es evidente que estuvieron allí mucho antes que él gentes del Viejo Mundo. De otro modo sería inexplicables las sorprendentes coincidencias que hasta en los más pequeños detalles se observan en la expresión artística de ambos mundos. «A partir de entonces, empezaron también a considerarse bajo otro aspecto las leyendas relativas al dios blanco…» Capítulo VIII EL TESORO DE RUMIÑAHUI Cuando comprendimos la inutilidad de seguir trabajando en la «tola» grande, y que todos nuestros sueños de encontrar una cámara funeraria como la de Palenque no eran más que eso, sueños, optamos por cambiar de lugar. A esas alturas, ya habíamos consumido la mayor parte de nuestro tiempo y de nuestro dinero, y aparte el agujero practicado en la gran pirámide y del hallazgo de algunos fragmentos de cerámica y un par de vasijas casi intactas, no habíamos adelantado gran cosa. Era cierto, sin embargo, que habíamos logrado el objetivo básico de nuestra expedición: localizar el valle, demostrar que existía y que aquel medio centenar de tumbas estaban allí, intactas, esperando que alguien viniera a estudiarlas. No nos correspondía a nosotros — y lo sabíamos — realizar la investigación o llegar a conclusiones definitivas sobre qué era todo aquello y qué significaba. No teníamos medios, ni tiempo, ni autoridad para hacerlo. Desde el momento en que concluyó el rodaje del documental que se constituiría en testimonio de lo que habíamos visto, nuestra misión había terminado. Los auténticos científicos tendrían que llegar más tarde, y lo mejor que podíamos hacer era retiramos. Lo único que conseguiríamos con nuestros métodos poco ortodoxos sería revolverlo todo y complicar, quizá, la tarea de los que vinieran después. Si es que venían. Ante tales razonamientos y conscientes de nuestra incapacidad, dejamos el trabajo de la «tola» grande, pero no pudimos evitar el deseo de llevar a cabo un nuevo intento. Iniciamos entonces las excavaciones en una de las muchas «tolas» de menor tamaño, y pronto tropezamos con idéntica capa de piedra aunque en esta ocasión pudimos atravesarla fácilmente. Al otro lado, comenzaron a aparecer muchos fragmentos de vasijas, y luego, nos encontramos con un gran hueco o pequeña galería. Alimentamos vanas esperanzas que pronto se desvanecieron. Se diría que era un engaño, un diminuto pasadizo sin salida. Terminaba en otra piedra amarillenta y blanda que, al ser apartada, mostraba un conducto semejante, que se abría ahora en otra dirección, formando ángulo con el anterior. parecía como si todo aquello constituyera un pequeño laberinto llamado a desilusionar a quien pretendiese llegar a la cámara mortuoria. Y nos desilusionó. Es cierto que contribuyó en mucho la lluvia que comenzó a hacerse cada vez más persistente, de modo que llegó el momento en que no llegábamos a ver un rayo de sol en todo el día. Las nubes iban tan bajas que casi se podría decir que no nos llovía encima, sino que estábamos «dentro» de la lluvia. Las nubes llegaban por el valle tropezaban con el contrafuerte de las altas montañas que se alzaban a nuestras espaldas y se quedaban allí, sumergiéndonos en un pesado y frío manto de algodón. La boda de Gonzalo se aproximaba y el dinero se alejaba casi a la misma velocidad. Al fin, una tarde, calados hasta los huesos, muertos de frío, mortalmente fatigados y con las manos llenas de ampollas, cargamos nuestras cámaras, películas filmadas, vasijas y fragmentos de cerámica, y emprendimos el regreso a la civilización. Dos días después nos encontrábamos de nuevo el «Hotel Quito». Ya calientes, descansados y limpios sentíamos un irrefrenable deseo de volver a nuestras queridas «tolas» y de continuar hurgando en sus entrañas, aunque debíamos admitir que resultaba inútil. De momento, la aventura del Valle de las Pirámides podía darse por concluida. Tal vez, algún día, volviéramos al frente de una poderosa expedición que desentrañase por completo su misterio, pero ésa sería otra historia. Y otra aventura. Aquella noche, cuando intentaba, como siempre, que el número 8 saliera, al menos una vez, en la ruleta del Casino, me encontré de pronto frente al doctor Mansilla, que intentaba lo mismo que yo, pero con el número 24. Le pregunté por las obras del «Hotel Jaguar» y me asombró oír esta respuesta: — Ya está terminado. Pronto lo inauguraré. El hecho me pareció sorprendente; debo confesar que nunca creí que este hotel llegara a concluirse. Hacía más de un año, navegando por las soledades del río Napo, en plena selva amazónica, al volver un recodo, me había tropezado de pronto con un gran edificio a medio construir que se alzaba en un altozano que dominaba el río. En un principio, me negué a creer lo que estaba viendo. La orilla derecha del Napo se halla ocupada por la feroz tribu de los aucas, los indios más salvajes de la Amazonia, y la izquierda era, por su parte, zona de jaguares. En cientos de kilómetros alrededor no podía encontrarse ningún lugar habitado, y el pueblo más cercano, Puerto Napo, ya hacía tiempo que había quedado atrás. Según mis cálculos necesitaría al menos un día para llegar a la pequeña Misión del Coca; y ni en los mapas, ni en parte alguna, figuraba la existencia de aquel soberbio edificio. Varé la piragua y subí la pequeña cuesta, convencido de que aquello era un espejismo. Llamé a voz en grito, preguntando sí vivía alguien allí, y apareció un hombre alto, desgarbado y sonriente, que me tendió la mano. — Pase, pase… — dijo—. Soy el doctor Aníbal Mansilla, propietario de todo esto. Está usted en su casa. ¿Quiere tomar una cerveza? Y ante mi asombro, me hizo entrar, rebuscó en una nevera de petróleo, y me sirvió una cerveza helada, allí, en el corazón mismo de la selva. Jamás me supo mejor una cerveza. A mitad de la segunda, señalé con un dedo a mi alrededor: — ¿Qué es esto? — Algún día, será un hotel — respondió Mansilla, convencido—. El «Hotel Jaguar». — ¿Un hotel aquí, con los aucas enfrente, a tiro de piedra? — Los aucas están en aquella orilla, y yo estoy en ésta. Yo no me meto con ellos y ellos no se meten conmigo. — ¿Cómo lo sabe? ¿Han establecido algún pacto? Nadie ha hablado nunca con un auca. — No hacen falta pactos ni palabras. Los aucas saben que a ellos les pertenece la orilla derecha y a nosotros, la izquierda. — Aunque así sea… ¿Quién vendrá a vivir aquí? Está lejísimos de todo. — Construiré una pista de aterrizaje. Vendrán cazadores a por los jaguares de los alrededores. Pescadores a por los bagres del río. Coleccionistas de mariposas y orquídeas… Incluso turistas que quieran pasa unos días en plena jungla, lejos de la civilización. Podrán jugar al tenis, practicar esquí acuático, bañarse en el río… — ¿Y las anacondas? ¿y los cocodrilos? — Anacondas hay pocas… Cocodrilos, no he visto ninguno. — Acudirán al olor de los turistas… — No lo creo… Además, ahora dicen que hay petróleo en estas selvas. Pronto vendrán los americanos a montar sus campamentos, y les gustará tener cerca un lugar agradable donde pasar los fines de semana. Un hotel limpio, aire acondicionado, bebidas heladas, Casino… — Rió con picardía—. ¡Tal vez lindas camareras! — ¿El paraíso del Infierno Verde? — ¡Exactamente! Usted lo ha dicho… Venga, le serviré otra cerveza. Pasé el resto del día con el doctor Mansilla. Me pareció un tipo extraordinario; un soñador, quizás un loco, porque loco había de estar para emprender semejante aventura. Luego, poco a poco, me fui dando cuenta de que en realidad, lo que le empujaba no era el ánimo de lucro, sino el simple hecho de satisfacer un deseo personal. Le gustaba la selva; quizá, quería vivir temporadas en ella, y le gustaba además mostrársela a los amigos, a los conocidos, incluso a los extraños que no hablaban siquiera su propio idioma. Me produjo la presión de que soñaba con tener aquel hotel para llevar allí a todo el mundo contentándose con que no le costara dinero de su propio bolsillo. Pero, de momento, llevaba gastados más de diez millones de pesetas en obras. Todo absolutamente todo, desde el cemento hasta los trabajadores; desde los ladrillos hasta las tablas, tenía que traerlo desde Quito, tras un viaje de catorce horas de coche y siete en piragua. Una proeza. O una locura. Cuando le dejé allí en su hotel a medio construir, y seguí mi camino río abajo, iba convencido de lo último: de que todo aquello era una locura que nunca llegaría a feliz término, Y, no obstante, ahora, el mismo Aníbal Mansilla aparecía allí, frente a mí, jugándose el dinero al número 24 y asegurándome que el hotel estaba a punto de ser inaugurado. — Parece increíble! — exclamé—. ¿Cómo ha quedado? — Precioso… ¿Le gustaría verlo? Mañana tengo que ir con Osvaldo Guayasamín que me está terminando la decoración. Pasaremos cinco días, le gustará. — Me agradaría — repliqué—, pero estoy aquí con unos amigos y… — ¡Tráigaselos! Les invito con mucho gusto. No se preocupe, todo corre de mi cuenta: viaje, alimentación, todo… Me encantará tenerles allí. Y lo decía en serio. Completamente en serio y entusiasmado. Busqué a mis compañeros y les conté lo que ocurría, Joaquín Galindo ya conocía el «Hotel Jaguar» por haber volado infinidad de veces sobre él, pero, para Michel y Gonzalo, la idea de visitar la selva amazónica, aunque sólo fuera por cinco días, era una experiencia nueva y maravillosa. Aceptaron encantados, y Mansilla pareció el hombre m s feliz del mundo. Tan sólo había un inconveniente: las catorce horas de coche hasta Puerto Napo por una carretera infernal. La pista de aviación del hotel aún no existía, y la forma de llegar seguía siendo la de siempre. — En Tena hay pista de aterrizaje, ¿verdad? — pregunté. — Para avionetas, y si no llueve mucho Tena se encuentra a poco más de una hora de Puerto Napo. De Quito a Tena, cruzando las inmensas cordilleras de los Andes, suele haber, cuando el tiempo lo permite, poco menos de una hora de vuelo. Eso quería decir que las catorce horas podían reducirse a dos: una de vuelo y una de coche. — Conseguiré una avioneta — señalé. — Yo prefiero el coche — indicó Mansilla — Cruzar los Llanganates en avioneta, con el tiempo que hace no me divierte nada. Es muy peligroso. y esa pista de Tena… Quedamos en que nos reuniríamos en Tena a las nueve de la mañana dos días después. Él saldría con Oswaldo y los empleados del hotel a la tarde siguiente, y nosotros volaríamos al amanecer del otro día. Por la mañana, fui a buscar a Gastón Fernández, de la Corporación de Turismo, para que me agenciara una avioneta. Refunfuñó un poco pero acabó por conseguirme una «Cesna» de cinco plazas. Nos llevaría Tena y el piloto volvería a recogemos en el mis lugar, cinco días más tarde, a las once en punto de mañana. A la ida, el vuelo transcurrió con pocas novedades aunque resultó movido — como de costumbre — al atravesar los Llanganates. No me pilló de sorpresa, ya que había sobrevolado la región en varias ocasiones pero Michel, que llevaba la pesada cámara sobre las rodillas, se pasó el viaje maldiciendo, a cada salto le destrozaba las piernas. Si la dejaba en el suelo las trepidaciones parecían querer desencajarla, y no le quedó más remedio que aguantar como pudo hasta que aterrizamos. Para Michel, la cámara suele ser más importante que él mismo. Acostumbra a decir que él está asegurado y la cámara, no. Por mi parte, durante todo el viaje, no quité los ojos del suelo, allá abajo, a unos mil metros bajo las alas y tres mil y pico de altitud sobre el nivel del mar. Intentaba distinguir la cumbre de los tres Llanganates para que me sirvieran de referencia, intento de vislumbrar, aunque tan sólo fuera fugazmente, el lago del tesoro. Sin embargo, todo era un blanco mar de nubes con algún ligero claro por el que aparecía la selva verde y monótona. Como siempre, la cumbre del Cotopaxi era lo único que sobresalía de aquella inmensa capa de algodón que oculta la región en la que se esconden cuarenta mil millones de pesetas en oro. Son esas nubes bajas, densas, pesadas, los principales guardianes del tesoro. El hombre que más insistentemente lo ha buscado, el colombiano Carlos Ripalda, me había asegurado en cierta ocasión: — Si no fuera por las nubes, por esa maldita lluvia que jamás cesa, yo sería inmensamente rico. Pero llueve y llueve y llueve… ¡Todos los días del año, durante los quince que llevo buscando ese oro! Conocí a Ripalda en 1966, durante mi primer viaje a Ecuador. Era un hombre con una idea fija: encontrar el famoso tesoro de Rumiñahui, y había dedicado a ello los mejores años de su vida. Desde el primer momento me atrajo su entusiasmo, y logró convencerme para que le acompañara en una de sus infinitas intentonas. En realidad, aquel viaje no era más que un ligero internamiento, una preparación de la gran expedición que proyectaba realizar un año más tarde, cuando su socio, un rico industrial de Kansas, llegara con el dinero y el grueso del equipo. Pese a ello, no me arrepentí de acompañarle. Ripalda era un hombre interesante y un gran conocedor de la selva y la montaña. Quien le tratara superficialmente podía llegar a creer que estaba loco, o que era un idiota al desperdiciar su vida persiguiendo la quimera de un hipotético tesoro. Pero es que Ripalda tenía la certeza, como la tengo yo, como la tienen muchos, de que ese tesoro existe. El día que Francisco Pizarro hizo prisionero en Cajamarca al inca Atahualpa, éste ofreció llenar de oro la habitación en que se encontraba, a cambio de su rescate. A los españoles, aquello les pareció una fantasía, pero el inca cumplió su palabra. Dio una orden y el oro comenzó a llegar desde todos los rincones del Imperio. Sin embargo, Pizarro, temiendo una traición, mandó ajusticiar a Atahualpa cuando la cifra recaudada apenas había sobrepasado el millón de pesos en oro; es decir, unos mil cuatrocientos millones de pesetas al cambio. Fue entonces cuando se enteró de que había perdido, con esa acción, la más fabulosa fortuna que jamás soñara hombre alguno. En efecto el tiempo de Atahualpa, el Imperio inca estaba dividido en dos reinos: el Sur, con capital en el Cuzco, y el Norte, con capital en Quito. De las riquezas del Cuzco ya se tienen noticias, no sólo por ese oro que consiguió Pizarro, sino por el que mucho más tarde encontraran los conquistadores al tomar la ciudad. El jardín del Templo del Sol estaba compuesto íntegramente por árboles, flores y animales de oro puro. Su valor resultaba incalculable. Sin embargo, el oro de la otra capital, Quito, nunca apareció. La culpa la tuvo Rumiñahui, «ojo de piedra», el más valeroso e inteligente de los generales de Atahualpa. Rumiñahui había sido el encargado — como gobernador de Quito — de recoger el oro del norte del país y llevarlo a Cajamarca para contribuir al rescate de Atahualpa; pero, cuando se encontraba a mitad de camino con setenta mil hombres cargados, tuvo noticias de la muerte de Atahualpa, y volvió atrás. Sabedor de la llegada de los españoles, prendió fuego Quito y se refugió en la región de los Llanganates, de donde era natural. Allí escondió el oro y regresó a dar la batalla. Pero, derrotado, fue sometido a tortura para que confesase él emplazamiento del tesoro. Todo fue inútil. Rumiñahui murió sin decir palabra, y aquella fabulosa cantidad de oro y piedras preciosas desapareció para siempre. Por los cálculos de los especialistas que han estudiado de cerca el tema basándose en la documentación de antaño, y la cantidad de carga que puede llevar un indio, se ha hecho una valoración aproximada. El tesoro valdría, al cambio normal, unos cuarenta mil millones de pesetas. Naturalmente, esa cifra despertó, a través Historia, el interés y la codicia de infinidad de aventureros, pero, al parecer, muy pocos han sido los que lograron tocar siquiera el oro de Rumiñahui. El primero fue el español Valverde, un simple soldado que vivió en Latacunga a finales del siglo XVI. Valverde estaba casado con una india, y de la noche a la mañana pasó de la más absoluta pobreza a ser inmensamente rico. Al parecer, su suegro, compañero de Rumiñahui, le había conducido al lugar del tesoro dejándole tomar lo que pudiera llevarse. En Latacunga, me mostraron en cierta ocasión «la casa verde», aunque luego pude constatar que la que me enseñaban había sido construida sobre el solar de la auténtica. Lo cierto es que Valverde regresó a España rico y, antes de morir, le dejó en herencia al rey un documento conocido con el sobrenombre «Derrotero de Valverde». En él se explica el camino desde la misma Latacunga hasta el punto en que se encuentra el tesoro. Dicho documento — del que existen varias copias hoy día — es absolutamente exacto en la mayoría de sus puntos, y demuestra un perfecto conocimiento de la región. Nunca podría haber sido trazado por alguien que no hubiera estado allí varías veces. La primera pregunta que se le ocurre a cualquiera es: ¿Cómo es que nadie ha vuelto a encontrar ese tesoro? La respuesta surge de inmediato: los Llanganates, la región más peligrosa, desconocida dura y difícil de la Tierra. Cuantas expediciones han intentado conseguir ese oro han fracasado; algunas desaparecieron, los componentes de otras murieron y las más regresaron desesperadas. El Ejército de Gonzalo Pizarro anduvo aquí perdido durante más de un año y murieron cuatro de sus cinco mi hombres. Ésta es la vertiente amazónica de los Andes; un desnivel que va de los siete mil metros de la cumbre del Cotopaxi — el más alto volcán del mundo — a los seiscientos sobre el nivel del mar de la cuenca del Napo. Todas las nubes de la húmeda e inmensa selva vienen a tropezar contra las faldas de los Andes, por lo que es raro que luzca más de un día o dos de sol al año. Llueve ininterrumpidamente noche y día, en invierno y en verano, y si a eso se añade la fertilidad de la tierra y el calor que proporciona el estar situada exactamente en la línea ecuatorial, se comprenderá que la vegetación de la región de los Llanganates sea más salvaje, densa y lujuriosa de la Tierra. Ni un solo ser humano — ni animales casi — habita más allá del pueblo de Pillaro y esa soledad perdurará ya hasta el Napo. No hay absolutamente nada de comer; ni leña seca para calentarse; ni el más triste refugio en el que guarecerse de la lluvia. Al abandonar Pillaro se sabe que aguardan días y días de sed, de hambre y de fatigas, de soledad y desesperación. Al principio, el «Derrotero de Valverde» es claro y fácil de seguir. Saliendo de Pillaro hay que preguntar por la «Hacienda Moya» — ya desaparecida — y buscar, luego, el llamado Cerro Guapa. Desde la cumbre de ese cerro y teniendo detrás la ciudad de Ambaro, se mira hacia el Este, y en los días muy claros se distinguen los tres cerros de los Llanganates. Forman un triángulo, y en sus faldas existe un pequeño lago artificial al que parece ser que se arrojó el tesoro. Otra versión asegura que el lago es tan sólo una pista y que, muy cerca, hay una gran cueva en la que se esconde el oro. La teoría de la cueva se basa en el hecho de que, en el siglo pasado, dos marineros ingleses aseguraron haber encontrado el oro en una de ellas, y llegaron a Londres con algunas piezas muy bellas. Uno murió en Londres y el otro, en el transcurso de la siguiente expedición. Juraron que mil hombres fuertes no podrían cargar todo el oro que había en la cueva. Hay quien asegura que esa cueva no es otra que la gran caverna que se forma bajo la catarata del Alto Coca, pero, a mi entender, ese lugar se encuentra demasiado lejos del señalado por Valverde. Lo he visitado con la avioneta de Galindo, y la distancia desde, los cerros de los Llanganates es considerable. Desde luego la cueva es inmensa e inaccesible por su situación, pero poco probable como escondite. El sistema más seguro sigue siendo, por tanto, el «Derrotero de Valverde», aunque los años transcurridos y los movimientos sísmicos tan frecuentes en esta región han cambiado totalmente su topografía. Desde un principio, fueron muchos los que se lanzaron a la busca de las huellas de Rumiñahui — entre ellos, el propio Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco—, pero la primera expedición científica importante la realizó el español Anastasio Guzmán a finales mil setecientos. Trazó un mapa bastante completo de la región, pero, por desgracia, cayó por un precipicio antes de llegar al punto que andaba buscando. Aseguran que Guzmán era sonámbulo y que sufrió el accidente mientras dormía. ¡Mala cosa para un aventurero el sonambulismo en estas tierras de profundos precipicios! Ripalda aseguraba que, en cierta ocasión, se encontró frente a un barranco que — de lado a lado — no tendría más de quince metros, y casi se podía salvar de un salto. Sin embargo, descender el fondo y subir por el otro lado, le llevó, exactamente diecisiete días. Sirve ello para ilustrar las dificultades de los expedicionarios y por qué mueren a docenas o regresan completamente destrozados. Si se precisan diecisiete días para salvar quince metros, no sorprende que, hasta el presente, nadie haya logrado atravesar esos cien kilómetros. Pero la certeza de que allí, en el corazón de ese infierno, se esconden cuarenta mil millones de pesetas hace que, a través de la Historia, siempre exista quien se atreva a enfrentarse a todos los peligros y dificultades. El inglés Dyott, el italiano Boschetti, el americano D’orsay, el sueco Blomberg, el colombiano Ripalda y el escocés Loch son algunos, los más destacados, de los cientos de soñadores que han perseguido en estos últimos tiempos el escurridizo tesoro de Rumiñahui. La mayoría de ellos acabaron dándose por vencidos; otros se arruinaron en la empresa y uno de ellos, el desgraciado Loch, perdió fortuna y esposa. Tras infinitas calamidades, regresó a Quito para pegarse un tiro. Una maldición parece proteger el oro; una maldición y los infranqueables Llanganates. Ahora, estaban allí, bajo mis pies, y vistos a través de las nubes y desde la altura no parecían tan peligrosos, ni que fueran, como aseguraba la Historia, la «región devoradora de hombres». Minutos después, por un pequeño claro se distinguió el cauce de un río. Sin dudarlo, el piloto se lanzó por el hueco hasta casi rozar las montañas, siguió el cauce y acabó enfilando la diminuta y encharcada pista de hierba de Tena. Cuando el aparato detuvo los motores, Michel exhaló un suspiro: — Comprendo por qué el doctor Mansilla prefiere las catorce horas de coche. Yo, también. Bajamos nuestras cosas y la avioneta despegó de inmediato porque el tiempo estaba «empeorando», y el piloto temía no regresar a Quito. Quedamos, pues, solos bajo la lluvia, en la cabecera de la pista hasta que — al cuarto de hora y puntual a la cita — apareció el destartalado microbús de Mansilla. Una hora después, navegábamos ya en enormes piraguas, río Napo abajo, sorteando peligrosos rápidos y espumeantes chorreras. A pesar del agua caída, el cauce estaba bajo y de tanto en tanto, el fondo de, las embarcaciones rozaba las rocas del lecho del río. Cuando salió el sol, Michel y Gonzalo gritaron de júbilo y admiración: lo que hasta esos instante había sido una inacabable sucesión de oscuros árboles que bordeaban el río y escurrían agua, se convertía, de pronto, en todo el esplendor de la selva amazónica. Ya no había en las riberas una mancha de espesura bajo un cielo plomizo, sino un millón de tonalidades de verdes que brillaban al sol y destacaban contra un azul resplandeciente. Al filo del mediodía, la Amazonia comenzaba a despertar. Bandadas de loros y paujiles echaban a volar entre gritos y parloteos, mientras una infinidad de garzas blancas se sacudían la lluvia y jugaban a deslizarse suavemente, casi sin agitar las alas, rozando la superficie de las aguas. En las copas de los más altos árboles, chillaban centenares de monos. Y entre el follaje, aquellas manchas imprecisas de antes destacaban ahora como flores de mil colores: del rojo al amarillo, del violeta al ocre, en capullos o cascadas, a veces como la ardiente cola de un cohete; y Michel — tan amante de las flores — no podía admitir que fueran orquídeas, docenas, centenares, miles de orquídeas en el mayor invernadero del planeta. Seis mil kilómetros de río y de selva, de millones de árboles y orquídeas se extendían desde allí; desde, las faldas de los Andes, que aún podíamos ver a nuestras espaldas, hasta la desembocadura del río en el Atlántico, al otro lado del continente. En verdad que para Michel y Gonzalo que no lo habían visto nunca, incluso para mí que tanto lo conocía de otros viajes, el mundo amazónico resultaba un incomparable portento. El «río-mar», del cual, el Napo sólo es uno de principales afluentes, nace en los Andes peruanos y precipita, rápido y furioso, hacía el llano, arrasándolo todo; pero es precisamente en su unión con el Napo, cuando se transforma en el río tranquilo, lento perezoso que será en adelante. A cuatro mil kilómetros de su desembocadura, se encuentra a quinientos metros sobre el nivel del mar, y ya más adelante, en su unión con el Negro, a treinta, cuando aún le faltan dos mil kilómetros para llegar a su fin. Recorrido la mitad de ese camino, su desnivel no es más que de tres milímetros por kilómetro, lo que hace que su velocidad sea casi nula, pero no evita que vierta en el océano, en época de crecida, un caudal de casi doscientos mil metros cúbicos por segundo. A cien kilómetros de la costa, el mar no sido capaz de anular por completo el agua dulce y fangosa que le arroja el río. Pero esa falta de rapidez se ve compensada, no obstante, por la profundidad, ya que, en su parte más honda, alcanza los ciento treinta metros, lo que le convierte en navegable en la mayor parte del curso, de tal modo, que buques de considerable calado pueden remontarlo hasta Iquito, en el Perú. Pese a todo, lo que resulta más impresionante — a mi entender — en el «río-mar», no es su caudal ni su profundidad, ni aun su anchura — setenta kilómetros en algunos tramos—, sino el mundo propio que crea a su alrededor; el portento de los siete millones de kilómetros cuadrados de la Amazonia; la complejidad de sus infinitos afluentes, islas, lagunas, pantanos y, sobre todo selvas. Aunque podría decirse que la Amazonia en realidad, no es selva. Es más que eso: Jungla, espesura, maraña, agua, ciénagas, podredumbre, penumbra, ruidos, rumores, olor, susurros, gritos, misterio, miedo lluvia, serpientes, mosquitos, fieras… Todo y al mismo tiempo nada. Habiéndome criado en África, conociendo bien las selvas desde Senegal a Sudáfrica, creo que, sin embargo, no existe comparación posible entre ambos continentes, y siendo África más rica en animales — incluso en fieras—, resulta, no obstante, más hospitalaria, más habitable, menos hostil que Amazonia. África puede recorrerse a pie, sin más armas que un bastón, un machete y, en ocasiones, un rifle; pero nadie, absolutamente nadie en este mundo, podría atravesar a pie, llevase lo que llevase, la centésima parte de la selva amazónica. Por todo ello, la vida no se da hoy aquí, y no es posible, más que sobre o junto a las aguas. A la orilla de los cauces principales o de sus afluentes se alzan los poblados y el interior — la auténtica espesura — sólo ha sido tímidamente arañada aquí y allá por los caucheros. No existen caminos, ni claros ni fuerza alguna capaz de hendir por mucho tiempo lo que constituye un auténtico muro de vegetación. Tan sólo el agua vence. Sus caminos de cientos, de miles de años, resultan ya indiscutibles por derecho propio, e incluso la vegetación los respeta, por más que, con frecuencia los invada imponiendo sus formas particulares de vida, como son esos enormes nenúfares, la Victoria Regia, que cubre pantanos y tranquilos afluentes, hasta casi hacerles desaparecer con sus enormes discos verdes en forma de bandeja. Y bajo esas bandejas de inofensivo aspecto, que se adornan a menudo con hermosas flores blancas, se oculta siempre el mayor de los peligros de estas aguas: el acechante caimán negro, la gigantesca anaconda y, sobre todo, la diminuta y feroz piraña. — ¡Piraña! Su solo nombre aterroriza a muchos, y se comprende. Su aspecto es tan fiero, refleja de tal modo sus sanguinarios instintos, que hace olvidar que su tamaño no es mayor que una mano. La boca inmensa, las mandíbulas prominentes, los dientes como sierras, los ojos que parecen odiar al mundo, y su número infinito. Tantos y tantos miles son, y tan rápidamente acuden al olor de la sangre, que las he visto devorar una vaca en tres minutos, haciendo hervir el agua alrededor de la pobre bestia, y comiéndole las entrañas antes incluso de que haya muerto. En los llanos venezolanos, cuando una manada tiene que cruzar el río, los vaqueros lanzan previamente, aguas abajo, una vaca vieja o enferma para que — mientras las pirañas de los alrededores se entretienen en devorarla — el resto pueda pasar aguas arriba. Aquí, en la Amazonia, allá por el Tapajós y el Madeira, dicen — por fortuna no lo he visto — que ciertas tribus sumergen en el río a los ancianos que ya son más carga que ayuda. Los amarran con una cuerda los dejan caer al agua. A los cinco minutos, sacan esqueleto y lo colocan sobre un hormiguero para que las hormigas acaben de limpiarlo; luego, lo guardan conservan así un recuerdo de sus antepasados. Sea verdad o no, lo que sí es cierto es que pirañas y hormigas son capaces de mondar un esqueleto en minutos. Pero el lector no debe asombrarse por la barba de estos salvajes. Antes de hacerlo, le conviene saber que nosotros mismos, blancos «civilizados», hemos llevado a la práctica actos semejantes, no por imperativos de una costumbre más o menos brutal, sino por mera diversión. Durante la salvaje guerra entre el Brasil y Paraguay, el mejor entretenimiento de los soldados de uno y otro bando era el de «dar de comer a los peces» Lo que consistía en arrojar al río a un prisionero, haberle hecho una incisión en el estómago, para quedarse allí, a ver cómo las pirañas lo devoraban vivo. Las pirañas que suelen abundar en las aguas de Sudamérica no son todas, contra lo que se cree, devoradoras de hombres. Sólo una especie — la roja en forma de dorada — ataca siempre; las restantes únicamente suelen hacerlo al olor de la sangre, y recuerdo que en cierta ocasión, atravesé a nado el Caroní en Venezuela, sin que me molestaran en lo más mínimo. De haber llevado una herida o haber sangrado por cualquier razón, hubieran acudido, dando cuenta de mí en pocos minutos. Personalmente, de las aguas amazónicas le temo más a la anaconda que a las pirañas o a los cocodrilos, y es que, a mi entender, esta gigantesca serpiente acuática es, sin duda, el auténtico monstruo de la jungla. Hace días, regresando ya de mi viaje, me contaron que una anaconda de casi veinte metros de longitud devoró en el Madre de Dios — un afluente del Madeira, afluente a su vez del Amazonas — a dos campesinos que nadaban en el río: Ricardo Flores y Juvenal Quispe. Cuentan los testigos que ambos desgraciados parecían como hipnotizados por la bestia, que se les tragó uno tras otro, sin que se oyeran gritos pudiendo distinguirse, tan sólo, las grandes manchas de sangre que se extendieron sobre la superficie del río. Algunos indios y, sobre todo, caucheros que han penetrado muy al interior de la espesura, aseguran haber encontrado anacondas de casi treinta metros; pero esto se considera una exageración y no ha podido ser comprobado hasta el presente. Otro temido habitante de las aguas amazónicas es el candiru, pues, pese a no medir por lo general, más de cinco centímetros de longitud por cinco milímetros de grosor, tiene la particular costumbre de introducirse en los orificios naturales del ser humano, especialmente en el pene. Una vez dentro, no existe forma de extraerlo, si no es mediante una olorosísima y difícil operación quirúrgica, pues se aferra a la carne con sus alargadas púas. Los dolores que producen son, por lo visto, insoportables y han conducido a muchas de sus víctimas a la muerte. La mejor forma de evitar el peligro del candiru es no bañarse nunca desnudo en estas aguas y usar siempre un bañador grueso de lona o látex, bien ceñido al cuerpo. Cuando le pregunté a Mansilla qué dirían sus huéspedes si se encontraban con que un día habían recibido la molesta visita de un candiru, se echó a reír: — Pondré letreros aconsejando que nadie se bañe sin armadura… — respondió. Capítulo IX ORQUÍDEAS Y CHAMPÁN Era verdad. El hotel estaba terminado. Le faltaban tan sólo algunos detalles de decoración y la instalación definitiva de la nueva cocina, pero, fuera de ello, todo era perfecto, con un cuerpo central de cemento y cristal que albergaba la recepción, el salón, el bar y el comedor. En su piso alto se abriría el Casino, y doce cabañas dobles, con ducha, se alineaban alrededor de un patio en el que andaban sueltos monos y aves exóticas. Inmediatamente, se puso en marcha un generador eléctrico que hizo funcionar una enorme nevera. En el «Hotel Jaguar» todo era funcional, sencillo y de buen gusto; la decoración interior y exterior respondían al paisaje. Guayasamin y Mansilla eran a partes iguales autores de la decoración. Nos refrescamos con un baño en el río — ¡ojo a los cadirus! — , comimos algo y me fui a la selva, que comenzaba exactamente a tres metros de la puerta de mi cabaña. Iba dispuesto a fotografiar miles de orquídeas, pero las orquídeas se mostraban reacias a dejarse fotografiar. Así como, descendiendo por el río, las habíamos distinguido a docenas, ahora apenas se las veía, y las que encontraba en mi camino aparecían demasiado altas, algunas a cuarenta metros, en la copa de los árboles. Pronto caí en la cuenta de lo que sucedía: las orquídeas aman la luz, la necesitan, y allí, en plena selva, la luz tan sólo estaba en las alturas. En el río tenían sol suficiente y, por ello buscaban el lado de los árboles que daba hacia el agua. Y es que la orquídea no crece en tierra, sino en los troncos de los árboles en los que encuentra determinada especie de hongo con el que convive en asociación, o simbiosis. El hongo microscópico aprovecha el azúcar sintetizado de la orquídea, mientras que ésta, a su vez, se beneficia de las proteínas liberadas por e hongo. Pese a habitar en los árboles, las orquídeas no son, como se pudiera creer, parásitas. El árbol es tan sólo el soporte y unas largas raíces aéreas son las encargadas de proporcionar el agua que la planta necesita, en gran cantidad. Esa agua se va almacenando en las hojas que, a menudo, aparecen casi redondas y a punto de reventar de tanto líquido. Se asegura que existen ciertos animales que incluso viven dentro del agua esas hojas, aunque tan sólo ocurre en ciertas orquídeas, de las que se calcula que existen en total unas quince mil especies. La Guayana venezolana y la Amazonia constituyen el reino natural de la orquídea, aunque se encuentra también en otros muchos lugares cálidos y húmedos. Cuentan que en cierta ocasión un alemán reunió en un mes, en esta Amazonia ecuatorial, más de tres plantas de orquídea que trasladó por avión a Europa con lo que se hizo rico. Cuando regresé al hotel y le expuse a Mansilla los problemas que había tenido para encontrar media docena de flores dignas de ser fotografiadas, se rasco la cabeza pensativo. — No había caído en eso — replicó — y no cabe de que a mis futuros clientes les gustaría ver orquídeas al alcance de la mano… El tema se puso a discusión y, al fin, se llegó a lo que parecía una solución factible: abrir de tanto en tanto un claro en la selva, de forma que el sol pudiera llegar al suelo. De ese modo, en poco tiempo, las orquídeas invadirían los claros que se convertirían en jardines naturales. Un sendero bien dibujado llevaría de uno a otro, pues es sabido que en la jungla resulta fácil extraviarse. Basta caminar diez minutos para perder por completo el sentido de orientación y ser incapaz de regresar al punto de partida. A Mansilla le había ocurrido en más de una ocasión que los peones de la obra que se habían adentrado en el bosque a cazar o a buscar algo, habían tardado horas e incluso días en regresar. Uno de ellos optó por aguardar a que saliera el sol, calcular según su posición dónde podría encontrarse el río, buscarlo y subir luego por la orilla, pesadamente, hasta dar con el hotel. La hora de la cena fue una de las más agradables que recuerdo en mucho tiempo. El gran Napo corriendo bajo nuestros pies, más allá del ventanal; la selva devolviendo en mil tonalidades de verde la última luz de la tarde, y un coro de aves cantando y chillando mientras se dirigían a sus nidos. Todo era, a mi entender, perfecto, y nada hacía imaginar que miles de personas estuvieran en aquellos momentos apretujándose en un recinto por el simple hecho de ver a veintidós jugadores dándole puntapiés a una pelota. Y así era. Precisamente aquel día se estaba celebrando en la ciudad de México la final del campeonato mundial de fútbol, y por la radio llegaban, muy lejanas, casi imperceptibles, las incidencias del encuentro. Aun en aquel lugar tan remoto el fútbol nos perseguía, e incluso habíamos hecho nuestras apuestas: seis botellas de champán francés que se enfriaban en esos momentos en la nevera. Mansílla, Oswaldo y Gonzalo habían apostado a favor de Italia. Michel, Joaquín y yo, a favor de Brasil. En realidad, no nos importaba en absoluto quién ganara; todo era una disculpa para dar buena cuenta de unas botellas que habían viajado mucho para ir a parar allí, en el corazón de la Selva amazónica. Fue una velada inolvidable. Luego comenzaron a llegar visitantes nocturnos que se anunciaban repiqueteando suavemente en las cristaleras. Todas las mariposas de la jungla, millones de ellas, acudían atraídas por la única luz eléctrica que brillaba en miles de kilómetros alrededor. Mariposas de oro, mariposas de infinitos colores y dibujos, minúsculas como la uña, grandes como la mano. — Ve como tenía yo razón — dijo Mansilla—. Los coleccionistas de todo el mundo no tendrán más que venir aquí sentarse y esperar a que las mariposas acudan a intentar beberse su champán. Yo no puedo reconocerlas, pero les aseguro que entre ésas puede haber alguna que valga mucho, muchísimo dinero. ¿Sabían que hay una colección de mariposas valorada en dos millones de dólares ¡De dólares! ¡Imagínese los millones de billetes verdes que andan volando por estas selvas…! — Mariposas, orquídeas, jaguares… Esto es una mina — dijo Gonzalo, bromeando. — No lo sabe usted bien — admitió Mansilla—. Petróleo, aves exóticas, oro… No estaba yo tan loco al montar aquí mi hotel aquí ¿no cree? — ¿Oro…? — Oro, sí… El Napo es un río rico en oro. Baja de la sierra, de alguna mina importante que debe haber por ahí arriba, y que nadie ha encontrado aún… Si quieren, mañana podemos ir río abajo, a visitar a los buscadores de oro. — ¿Un atractivo más para los turistas…? — ¿Por qué no? — admitió Mansilla—. Estoy pensando seriamente en comprar unas bateas y tenerlas aquí en el hotel. Los clientes podrán aprovechar sus ratos libres y bajar al río a limpiar arena. Pueden encontrar oro, diamantes e incluso una esmeralda. — Terminará por convencemos de que, al final, en lugar de costarles dinero, saldrán ganando — dijo alguien riendo. Mansilla tenía un poco, muy poco, de razón. A la mañana siguiente, encontramos a los buscadores en el río. Eran una tribu de indios miserables que vivían en las peores condiciones que imaginarse pueda: en tiendas construidas con tres palos y una manta, clavadas en una pequeña playa de la orilla izquierda. Su trabajo consistía en limpiar arena en unas pesadas bateas de madera. Tras muchos esfuerzos y horas de inclinarse sobre el agua con un sol abrasador que les quemaba la espalda, acababa por alzarse mostrando en el fondo de su recipiente una arenilla brillante: oro. Oro, efectivamente, pero en proporciones tan minúsculas, que cada uno de aquellos pobres indios venía a sacar un jornal de cien pesetas diarias por trabajar de sol a sol. Aseguraban que en la otra orilla se conseguía mucho más, e incluso existían afluentes de Napo en los que un buscador, con un poco de suerte, podía hacerse rico. Pero aquél era territorio dé los aucas, y los aucas no permitían que nadie pusiera el pie en él. En Quito, los periódicos traían la noticia casi cada día: buscadores de oro, misioneros o simples viajeros muertos a lanzazos por el «auca desnudo», el más salvaje de los salvajes de la selva. Un año antes, me había adentrado en sus tierras, llegando hasta el puesto militar de Curaray, avanzadilla del Ejército ecuatoriano que ha sido atacado varias veces por ellos[5 - Ver La ruta de Orellana.]. También pasé varios días en el último poblado de los indios alamas, ya casi en zona auca. — Vivimos en constante peligro — me contaba el jefe alama—, pues el «auca desnudo» ataca siempre en busca de nuestros machetes y nuestras mujeres. No saben trabajar el metal ni la piedra, y para ellos, un arma de acero constituye un tesoro inapreciable frente al que la vida de un ser humano no vale nada. En realidad, nunca vale, y matan por matar a quien se cruce en su camino. — ¿Incluso a las mujeres? — Las mujeres y las niñas a veces se salvan — me respondió—, pero su destino entonces es peor, pues las convierten en esclavas, y cuando ya no les gustan, las arrojan vivas al río, a que las devoren las pirañas. No son humanos, son bestias de la selva. Como demonios, surgen de la espesura y matan en silencio. Nada les gusta tanto como matar, especialmente, en las noches de luna llena. La única salvación, cuando se presentan, es tirarse al río. No les gusta el agua, no saben navegar. yo, una vez, me salvé así. — ¿Te atacaron? ¿Los viste de cerca? — Mataron a mi padre. Los vi tan cerca como está usted ahora. Escapé de milagro. — ¿Qué aspecto tienen? — Son altos, fuertes, blancos, y van desnudos y pintarrajeados. — ¿Blancos? — Como usted. Más tarde pude comprobarlo. En Nuevo Rocafuerte vi al único auca civilizado que existe. Era alto, muy fuerte y blanco. Un verdadero hércules. Lo más curioso en la historia de los aucas estriba, quizás, en el hecho de que hasta el pasado siglo eran una tribu pacífica y muy amiga de los blancos. Fueron los caucheros peruanos los que, en su ansia de hacerles buscar caucho para ellos, los esclavizaron y maltrataron hasta el punto de obligarles a rebelarse. Un buen día decidieron romper el yugo de los caucheros, se encerraron en su territorio y declararon la guerra a muerte a todo el que no fuera auca, sin que importara su color, nacionalidad, tribu o dedicación. El auca sólo respeta al auca, y en el transcurso de menos de un siglo ha ido retrocediendo en la Historia, hasta el punto de que, hoy, ya no son capaces ni de labrar la piedra. Todas sus armas, desde las lanzas a las cerbatanas, están fabricadas en madera de «chonta». En realidad, la idea de que allí, a un tiro de piedra, en la otra orilla del río, habitan semejantes vecinos, no me parece algo que pueda agradar a los futuros clientes del «Hotel Jaguar», por más que se les asegure que a los aucas no les gusta el agua y no saben navegar. Aquella noche, no había luna llena, pero yo, por si acaso, dormí con el revólver sobre la mesilla. De mi viaje anterior recordaba que las noches peores las había pasado precisamente al bajar por el Napo, junto al territorio auca. Y es que, entonces, no contaba con la seguridad de tener una buena cabaña y más gente a mi alrededor. Viajaba solo, y la piragua era mi cama y mi vivienda. Pero, en cuanto quedó atrás el país del «auca desnudo», ya no hubo peligro alguno hasta llegar al mar, seis mil kilómetros más abajo. Los tres días restantes los pasamos disfrutando de la selva. Fuimos a buscar orquídeas y las encontramos a centenares. Fuimos a cazar jaguares y no cazamos ni uno solo, aunque, eso sí, vimos sus huellas y los excrementos que debieron dejamos como saludo. Coleccionamos mariposas exóticas y conseguimos algunas realmente preciosas; intentamos coleccionar pepitas de oro y no conseguimos ninguna. Nos bañamos en el río; practicamos esquí acuático; pescamos bagres de sesenta kilos; cazamos una hermosa pava salvaje que resultó riquísima; capturamos un guacamayo vivo; visitamos a las tribus de indios yumbo de los alrededores; compramos un mono que se escapó al cabo de media hora… Gozamos, en fin, de la selva virgen. Y cuando nos cansábamos de la selva, nos dábamos una ducha caliente nos afeitábamos con maquinilla eléctrica, bebíamos cerveza helada comíamos opíparamente y jugábamos largas partidas de ajedrez o póquer. Todo ello salpicado de bromas, chistes, anécdotas y contando con la extraordinaria compañía de un hombre tan ameno como Oswaldo Guayasamin, o tan divertido como el doctor Mansilla, que explicaba siempre los chistes más viejos del mundo. Como a él le hacían mucha gracia, nos obligaba a reírnos, por contagio, a los demás. Tan sólo faltaba algo para que fueran, quizás, los cinco días más perfectos que recuerdo: Marie-Claire. A todos nos hubiera gustado quedarnos, pero teníamos una cita con la avioneta a las once de la mañana del día siguiente, y no quedaba más remedio que volver. Llovió torrencialmente durante todo el viaje en piragua, que fue largo el viaje y pesado, y llegamos a Tena una hora después de lo previsto. Corrimos a la pista de aterrizaje; la avioneta no estaba. Preguntamos a unas gentes que vivían junto a la cabecera si hacía mucho rato que se había marchado, y nos respondieron que ni siquiera la habían visto llegar. Estábamos discutiendo sobre la oportunidad de quedarnos a esperarla, cuando un hombre comentó que, con todo lo que había ocurrido, lo más probable es que nunca viniera. — ¿Y qué ha ocurrido? — pregunté. — ¡Ah! ¿Es que no lo saben? Ha habido un golpe de Estado. El país está bajo la ley marcial. ¡Un golpe de Estado! y nosotros sin enterarnos. Como la radio se oía tan mal, habíamos terminado por cerrarla definitivamente. Y ahora resulta que alguien había dado un golpe de Estado para derribar al presidente Velasco Ibarra. Pero, ¿quién?. — Velasco Ibarra — respondió el buen hombre. Todo aquello parecía muy confuso. El hombre lo explicó. — Es muy fácil — dijo — Como al ser elegido por votación popular, Velasco tenía que gobernar según las leyes, los senadores se aprovechaban de todas las triquiñuelas de esas leyes para impedirle hacer las reformas que quería. Lo tenían atado. Ahora, se ha puesto de acuerdo con el Ejército, ha disuelto el Senado y gobierna como le da la gana. Los militares mandan, los soldados andan por las calles y los aeropuertos están cerrados. Su avión no vendrá. ¡Vaya fastidio! Quedarse en un poblacho de la selva esperando a un avión que no vendrá, no tiene nada de gracioso. Sin embargo, el más afectado era Guayasamin, que había palidecido notablemente. Conocido como intelectual de ideas muy liberales — por no decir comunistas—, los militares nunca le habían profesado grandes simpatías. Durante la anterior Junta Militar que gobernó el Ecuador incluso estuvo encarcelado, y conservaba de todo ello recuerdos muy ingratos. Le asustaba la idea de que, si los militares se habían hecho de nuevo con el poder, lo volvieran a encerrar. — Yo no vuelvo a Quito — fue lo primero que dijo—. Me quedo aquí. Buscamos un sitio donde comer y discutir la situación. En una especie de choza nos dieron unos huevos, fritos con lo que parecía aceite minera. Michel Bibin se puso muy enfermo. Los demás andábamos medio revueltos. Convencimos a Oswaldo de que quedarse allí era absurdo. No tenía donde dormir ni otra cosa que comer que aquellos huevos asesinos. Nuestras provisiones se habían acabado y no podíamos volver al hotel. Lo mejor era metemos como pudiéramos en la desvencijada camioneta de Mansilla y emprender el camino de Quito. Íbamos como sardinas en lata, sentados alternativamente unos encima de otros, con las cabezas tocando el techo y el cuello torcido. El camino — todo piedras y baches — hacía saltar el maltrecho vehículo que amenazaba con caerse a pedazos de un momento a otro. Tres horas largas de martirio nos llevaron, al fin, a Puyo, puerta de entrada natural a la Amazonia ecuatoriana. En Puyo existía una emisora-receptora y por ella pudimos comunicamos con Quito. La situación seguía siendo confusa, pero el piloto de la avioneta confiaba en poder ir a buscamos a la mañana siguiente. No daba ninguna clase de seguridad lo intentaría. Las opiniones se dividieron. Había quien prefería seguir en auto, aun a riesgo de romperse los huesos durante toda una noche de traqueteos, y otros que optaban por quedarse en el pequeño hotel de Puyo, arriesgándose a lo que pudiera ocurrir al día siguiente. Oswaldo temía aterrizar en una avioneta que juzgaba «sospechosa» en un aeropuerto de Quito, que imaginaba repleto, de militares, y escogió la carretera. Mansilla le imitó y Galindo se fue con ellos. Gonzalo, Michel y yo no, quedamos. A las nueve de la mañana, la avioneta llegó nos recogió y nos depositó en Quito con toda normalidad una hora después. A media mañana tras un viaje infernal, llegaron los demás. El Ejército les había detenido una docena de veces para comprobar su identidad. Al reconocer a Guayasamin, se apresuraban a dejarle pasar a toda prisa, presentándole infinitas disculpas. Cosas que ocurren. Quito, por su parte, aparecía inquieta. Los soldados patrullaban las calles y los tanques habían invadido la Universidad. Aprovechamos para rodar un reportaje sobre el golpe de Estado, con destino a la Televisión y, dos días después Gonzalo, Galindo y Michel emprendían el regreso a Madrid. Por mi parte, había decidido quedarme. Faltaba la segunda y más importante parte de mi viaje al fin del mundo. Segunda parte GALÁPAGOS Capítulo X EL REY DE GALÁPAGOS Un dragaminas de la Armada ecuatoriana me aguardaba en el Puerto de Esmeraldas, en el extremo norte del país. Llevaba ya una noche de viaje hacia las islas Galápagos en su maniobra anual en compañía del resto de la flota, cuando un radiograma del Ministerio de Marina le obligó a regresar a recogerme. Es un favor que siempre tendré que agradecer a los ecuatorianos y, en especial, a su Marina. Desde Quito, tuve que descender, a velocidad suicida, toda la sierra andina hasta la cálida Esmeralda de las hermosas playas y la gente negra, los únicos descendientes de esclavos africanos en Ecuador. Fueron cuatroci2ntos interminables kilómetros, en los que no pude detenerme ni un instante. Cuando llegué, el río arrastraba muy poca agua; había bajamar y el barco aparecía fondeado a poco más de una milla de la costa. El tercer oficial me aguardaba en la playa y me hizo embarcar rápidamente en un minúsculo cayuco (ligera piragua indígena labrada en un tronco. Consideré imposible cruzar, en tan frágil embarcación, la barra del río para adentrarnos, luego, en el mar, pero en eso demostré que recordaba mal el océano Pacífico y la razón de su nombre. Era como una balsa de aceite y presentaría el mismo aspecto durante toda la travesía, y aun durante mi estancia en las islas. Cualquier piscina, en cuanto tuviera un solo bañista, resultaría mucho más agitada que esa inmensidad de agua, la mayor que existe, que se extiende desde las costas donde me encontraba, hasta las de la China. Medio mundo: medio mundo en calma, casi sin un rumor. El buque, pequeño y moderno, se llamaba, por coincidencia, Esmeralda, y al subir a bordo, me saludó una tripulación y una oficialidad afables, aunque molesta por el hecho de que un extraño les hubiera hecho perder contacto con el resto de la flota. Inmediatamente, levamos anclas. Bajé a cenar; y cuando regresé al puente de mando, era ya de noche y de nuevo me sorprendió la tranquilidad de las aguas. Siempre me cuesta trabajo acostumbrarme al Pacifico, habiéndome criado en las costas africanas de olas gigantescas e interrumpidas tempestades. Allí, era como si el Esmeralda no tuviera quilla, y se deslizara sin el menor esfuerzo sobre una inmensa pista de hielo azul oscuro. Me sentía feliz; tres días de navegación, mil kilómetros, seiscientas millas marinas, era cuanto me separaba de archipiélago que venía buscando desde tan lejos y con el que llevaba soñando durante tantos años. En el puente de mando, los oficiales de guardia intentaban darme conversación, saber de mí, de mis viajes, de dónde venía y lo que hacía. Saber de España… No tenía ganas de hablar; no creí que valiera la pena contarles nada, sin comprender que, para aquellos hombres de mar, acostumbrados a noches y noches de monotonía, la novedad que suponía un pasajero podía ser una gran distracción. Egoístamente, deseaba contemplar aquel mar en calma y pensar en las islas. En aquella última etapa, el viaje, encerrado pequeño espacio del Esmeralda, se me hizo inacabable, incómodo. En mis ansias de llegar a Galápagos, me exasperaban el calor, la monotonía la comida y, sobre todo, una falta de agua dulce que me obligaba a lavarme los dientes con «Coca-Cola». Me pasaba las horas en cubierta, acechando la primera señal de tierra. Pero cuanto alcanzaba a ver eran nubes, peces voladores y, de vez en cuando, algún delfín que venía a juguetear en la proa del barco. Ver estos delfines me recordó una vieja y extraña historia que un auténtico lobo de mar me había contado muchos años atrás, en algún puerto del otro lado del Pacífico. Tal vez en Bali; tal vez en el sucio Belawandelí. Se refería a un delfín que llegó a hacerse famoso a finales del pasado siglo, cuando los grandes veleros eran dueños del mar, y no existía radar ni sonar. Uno de esos veleros intentaba cruzar la Gran Barrera de Coral que separa el norte de Australia de Nueva Guinea y que constituía uno de los lugares más peligrosos para la navegación de aquellos tiempos. Cuando más apurado se encontraba buscando el paso entre los arrecifes, el capitán advirtió que un delfín navegaba ante la proa de su barco. Por sus evoluciones y la forma en que se hundía y volvía a salir, parecía indicar que había fondo más que suficiente para que el barco pasara. Como sabía que los delfines buscan siempre pasos profundos, el capitán decidió seguirle, y de ese modo, conducido por el mamífero atravesó sin dificultad la Gran Barrera. Al llegar a Puerto comunicó su descubrimiento a otros capitanes; y se dio el caso de que los siguientes barcos que llegaron al mismo lugar, también encontraron al delfín, que los pasaba como experimentado piloto, de una parte a otra del arrecife. Durante años, la Gran Barrera dejó de ser, por tanto, una zona peligrosa, y el delfín se hizo famoso entre los navegantes de aquellos mares, hasta el punto de que se le conocía por un nombre — que siento no recordar—, y se dice que, en algunos puertos, se le llegó a levantar un pequeño monumento. Todo fue bien hasta que dos pasajeros borrachos se entretuvieron en disparar contra el pobre animal, que desapareció en las profundidades dejando una estela de sangre. Los borrachos corrieron el peligro de ser linchados por la enfurecida tripulación, y durante dos años nada se supo del delfín, al que todos creían muerto. Transcurrido ese tiempo, volvió a hacer su aparición, y volvió a pasar a los barcos con la misma naturalidad y alegría de antes. Tan sólo una vez, un barco se estrelló contra los arrecifes siguiendo las indicaciones del delfín; fue el barco desde el que, años atrás, le habían herido. Luego, y hasta que murió de viejo, prosiguió su tarea, sin que volviera a perderse ninguna nave. No sé si será cierto que — como muchos científicos sostienen — el delfín es el más inteligente de los animales, pero, a la vista de esa historia, y de los casi increíbles experimentos que han hecho con ellos en acuarios, como el de Miami, me inclino a pensar que, en efecto, la aseveración puede estar muy cerca de la realidad. A los tres días de mar y cielo, comenzaron a aparecer aves marinas. primero, fueron fragatas y rabihorcados; más tarde, albatros y gaviotas. Hasta un alcatraz de patas azules vino a decimos que estábamos llegando, que las islas se encontraban muy cerca. Pero cayó la noche y tuvimos que aminorar el ritmo de las máquinas y aflojar la marcha, para evitar posibles accidentes en aquellas aguas mal señalizadas. Nos sorprendió el día fondeados ya frente a Puerto Baquerizo, capital de la isla de San Cristóbal, y capital, también, de todo el archipiélago. ¡Qué poca cosa me pareció! Un puñado de casitas de madera alineadas sobre la arena, cara al mar, y donde no pude encontrar ni una cama en la que pasar la noche, ni una bañera donde lavar mi mugre de tres días de barco. Pero para lavarme tenía el mar, para dormir la playa. Además, sabía de antemano que San Cristóbal era la isla menos interesante, quizá, del archipiélago, no valía la pena quedarse en ella más que como escala a las siguientes. El gobernador se empeñó, sin embargo, en convencerme de que San Cristóbal merecía un conocimiento, a fondo, e hizo que me acompañaran a la cumbre de la isla, allí donde inmersas en una «garúa» — neblina — permanente, se alzan dos bellísimas y solitarias lagunas, tan abundantes en patos que constituirían el paraíso o la pesadilla del cazador más exigente. Las lagunas se encuentran rodeadas de extraños árboles llorones; y eran tantos los patos y estaban tan poco acostumbrados a la presencia humana que resultaba posible aproximarse casi hasta tocarlos. De haber querido, creo que los habría matado a pedradas. Constituyen un exquisito manjar, pero los colonos de la parte baja no se molestan en venir a cogerlos. Estiman que el viaje a caballo es demasiado y fatigoso y, sobre todo, pasan demasiado frío. Frío sí, a estos ochocientos metros de altitud siempre cubiertos por la «garúa», y resulta increíble tal afirmación, en una isla que se encuentra en plena línea ecuatorial. El calor debería ser tórrido, tanto como pueda serlo en Sumatra, Belén de Para, Guinea o cualquiera de las otras regiones de la Tierra que se asientan sobre su misma latitud, pero es que al sur del archipiélago cruza la corriente de Humboldt. Esa corriente, y los vientos que llegan del mar, es lo que da a la isla su clima privilegiado, esa especie de eterna primavera, muy semejante a mí Tenerife natal. Desde la laguna, el guía se empeñó en dar un rodeo y llevarme ante la puerta de una vieja casa. Aquí vivía Manuel Cobos — dijo—. Aquí mismo, — en el umbral, lo mataron. El pirata o aventurero Manuel Cobos constituye sin duda, toda la Historia y la mayor parte de la leyenda de San Cristóbal. Nadie sabe con exactitud en qué fecha del siglo pasado se estableció en la isla, pero sí se sabe que, en principio, se dedicó al provechoso negocio de la piratería, siguiendo el ejemplo de un alemán afincado en el extremo norte. Tenía éste la costumbre de aguardar el paso de los barcos para salir a su encuentro en una pequeña lancha armada, y les atacaba o comerciaba con ellos, según las fuerzas contrarias. Cobos, sin embargo descubrió que el trabajo daba mejores resultados; sobre todo, si se trataba del trabajo ajeno. Así fue como decidió comprar al Gobierno ecuatoriano reclusos condenados a trabajos forzados, para emplearlos en sus plantaciones de caña de azúcar. El negocio era bueno, ya que convirtió a los presos en auténticos esclavos que trabajaban para él veinte horas diarias sin cobrar jornal, sin apenas comer y sin derecho a protestar. En pocos años el tirano Cobos transformó. San Cristóbal en un infierno, proclamándose a sí mismo «rey de las Galápagos». Emitió dinero acuñado con su propia efigie y ejerció un poder de vida y muerte — más de muerte — sobre sus súbditos. Todo le fue bien, y la isla se convirtió en un vergel y en un emporio de riqueza, fundados sobre un inmenso charco de sangre. Se decía entonces que, en San Cristóbal, no era necesario que lloviera, porque la tierra ya estaba bien regada. Pero el 15 de enero de 1904, la desesperada horda de esclavos se rebeló contra él y sus esbirros, los arrastraron hasta matarlos y prendieron fuego a las plantaciones de caña y a los ingenios azucareros. Fue una noche sangrienta, de la que aún se habla el, la isla. El ganado de Cobos huyo al monte, donde todavía donde todavía pueden cazarse caballos y vacas salvajes, y desde entonces, jamás se volvió a plantar caña en San Cristóbal. Quedan, eso sí, los naranjos, algunos árboles frutales y los descendientes de aquellos penados que formaron una próspera colonia en libertad. Queda, también, una nuera de Cobos: una noruega casada con su hijo mayor, que cuida una punta de ganado en lo más alto de la isla, entre brumas y una lluvia pertinaz y molesta. La visité en la humilde casita que comparte con su hija, y me preguntó por Europa y por Noruega, de donde la trajeron cuando era una niña, casi a principios de siglo. Es, quizá, la única persona de este mundo, que opina que la muerte de Cobos fue una desgracia. Sigue convencida de que la isla necesita un hombre como él, que la haga florecer aunque sea a costa de la sangre de miles de esclavos. Cuando dejé a Karin Gulter-Cobos y a su hija, regresé a Puerto Baquerizo y pregunté al gobernador qué medios había para llegar a Santa Cruz, de la que había oído decir que era la más interesante de las islas del archipiélago. — Tendrá que esperar a que el correo pase por aquí — replicó. El Esmeralda se había reunido con el resto de flota ecuatoriana y tenía intención de iniciar unas maniobras y regresar luego al continente, por lo que había decidido abandonarlo. Sin embargo, no quería quedarme en una isla tan poco interesante como San Cristóbal, e insistí cerca del gobernador para que consiguiera algún medio de transporte. Al fin, con poco convencimiento, y como quien no quiere meterse en líos, sugirió: — Vaya a ver a Guzmán, el Presidiario. Es el único en la isla que podría embarcarle. Luego, llamó a un muchachito que jugaba a la puerta de la casa y le ordenó: — Lleva al señor a casa de el Presidiario. Eché a andar tras el chiquillo que, aunque iba descalzo, saltaba por entre rocas y espinos Con un paso tan apresurado, que me costaba trabajo seguirle. Cuando ya sudaba y empezaba a estar harto de aquel niño saltarín, llegamos a una cabaña situada en la orilla del mar. El muchacho la señaló, y dijo: — Aquí es. Dio media vuelta, dispuesto a regresar. Cuando le di unos sucres de propina, me miró muy extrañado, pero los aceptó con indudable alegría. Probablemente, era el primer dinero que poseía en su vida. Me salió al encuentro una mujer que no debió de ser fea en su tiempo, pero que tenía media cara destrozada por una profunda cicatriz y renqueaba al andar. Cuando le pregunté por Guzmán, señaló una vela que se aproximaba: — Allí viene — dijo — Si quiere esperarle, puede pasar. Preferí esperar fuera, y la mujer me trajo un vaso de agua con limón. Señalé a mi alrededor (la cabaña, el mar, la pequeña ensenada), y pregunté: — ¿Hace mucho que viven aquí? — Nueve años — replicó—. Desde que libertaron a mi marido. Antes, habíamos pasado quince en Isabela. Ya sabe, en el penal. — Creí que el penal había sido suprimido. — Lo fue. pero muchos de los que vinieron castigados a Isabela se quedaron luego en el archipiélago. — ¿No desea volver al continente? — Ni muerta — respondió — Aquélla ya no es vida para nosotros. En realidad, no es vida para nadie. Yo soy de Guayaquil. Allí nací y crecí, y comprendo que sólo pude soportarlo porque no sabía que pudiera existir otra cosa. Pero, ahora, el mayor castigo que podrían imponerme sería enviarme de nuevo a la ciudad. Más tarde, me contaron la historia de Guzmán y su mujer. Él era vendedor ambulante y, por lo visto, se mataba a trabajar para mantener a su esposa, que era — según decían — una hermosísima muchacha. Un día, llegó un barco de turistas al Puerto, y Guzmán vendió su mercancía demasiado rápidamente. Cuando regresó a casa, se encontró a dos desconocidos. Uno estaba en aquel momento con su mujer, y el otro esperaba su turno. Guzmán cogió un cuchillo, mató a los dos hombres y le asestó siete puñaladas a su mujer dejándola por muerta. Le enviaron dieciséis años al penal de la isla Isabela, y su esposa — cuando salió del hospital — le siguió hasta allí. Jamás había vuelto a engañar a su marido. Al parecer, siempre estuvo enamoradísima de él, y sus tratos con otros hombres no habían tenido más objeto que conseguir algún dinero con que aliviar — sin que él lo supiera — la pesada carga de la casa. En Isabela trabajó durante quince años como lavandera, y consiguió hacer más llevadera la pena de su esposo. Puesto éste en libertad, se habían establecido en San Cristóbal, donde eran felices. Cuando la barca de Guzmán llegó a la playa la mujer comenzó a limpiar la pesca, y el Presidiario, un hombre alto, enjuto y de piel muy oscura, se mostró conforme con la idea de llevarme al día siguiente a Santa Cruz. — Si se atreve — dijo—, yo estoy de acuerdo. Todo será que recojan nuestros huesos en Marchena. Se refería a un islote deshabitado, sin agua, que se encuentra al Norte, y al que, en cierta ocasión, fueron a parar dos hombres que hacían a la inversa nuestro mismo recorrido. Murieron de sed y, meses después un barco descubrió, por casualidad, sus cadáveres momificados en la playa. Quedamos en que a la madrugada siguiente, antes de que saliera el sol, pondríamos rumbo a Santa Cruz. Capítulo XI LA ISLA DE LOS ALBATROS A la hora convenida, Guzmán aguardaba junto a la barca. Su mujer había preparado víveres y agua para tres días, Calculaba un día para llegar, otro para que regresara su marido, y uno más de reserva. Cuando se sale al mar en una chalupa de aquellas características, todas las precauciones son pocas. Más tarde, el mismo Guzmán me contó que, en cierta ocasión, anduvo una semana perdido en el mar. — ¿Cómo pudo sobrevivir? — De la pesca. Machacaba bien los peces y obtenía un jugo amargo que se podía beber. Aquí, la pesca abunda. — ¿Por qué no hicieron lo mismo los de Marchena? — No tenían con qué pescar. En estas aguas, usted puede echar un anzuelo sin cebo al agua y quizás un pez pique por curiosidad. Pero lo que no harán nunca es saltarle a la mano por las buenas. Con un seda y un anzuelo se puede vivir eternamente de estas aguas. En Isabela, conocí a un tipo que también se perdió en alta mar. Como no tenía camada, se cortó un dedo y cebó con él un tosco anzuelo que se había hecho con un clavo de la barca. Sacó un pez y con la carne de ese pez fue sacando otros. Salvar la vida le costó un dedo. — No es muy caro. — Depende. El dedo se le gangrenó y tuvieron que cortarle el brazo. Apenas nos habíamos hecho a la mar, Guzmán puso proa al Sur, a una pequeña isla que se dibujaba en la distancia. Consulté mi mapa. — ¿Barrington? Negó con un gesto. — Hood. Barrington es la de babor. — Pero Barrington está a mitad de camino de Santa Cruz. ¿Por qué no vamos directamente a ella? — El viento… Derecho, tardaríamos el doble. Prefiero salir mar afuera, aproximarme a Hood, y virar luego. Desde allí, el Suroeste nos mete, como una flecha, en Academy-Bay, de Santa Cruz. Guardé silencio, Guzmán era de esos hombres que dan la impresión de saber lo que están haciendo. Me eché a dormir. Y ya el sol pegaba fuerte, cuando a los ojos. La isla Hood se recortaba claramente ante nosotros. No era muy grande, y desde donde la veíamos, parecía negra y agreste; poco acogedora y cubierta de una vegetación espinosa de color quemado. — ¿Quién — vive ahí? Nadie. No hay ni agua ni comida, ni nada. Es un peñasco maldito, y aún no me explico cómo aquel demonio de Oberlus pudo subsistir durante años ahí. — ¿Quién es oberlus? — ¡Uff! Murió hace casi doscientos años, pero el desembarcadero de la isla aún lleva su nombre. Un loco, un diablo. Dicen que jamás ha existido un ser tan espantosamente feo, y por eso se vino aquí, a un roca en la que tan sólo los pájaros, las tortugas y las focas podían asustarse de su rostro. Cuentan también, que su alma aún era más retorcida que su cuerpo. Como conocía al dedillo cada recoveco y cada cueva de la isla, cuando un barco que ignoraba su presencia recalaba aquí a cazar tortugas o a buscar madera, se las ingeniaba para raptar a un tripulante, esconderlo y convertirlo en su esclavo. Dicen que llegó a tener hasta media docena. Siempre los tenía atados, y los hacía trabajar para él como bestias, morían de hambre o debido a los malos tratos. También se rumorea que abusaba de ellos sexualmente… Ya sabe a lo que me refiero… — ¿Y de qué vivían? — De galápagos. De la pesca. De algunas patatas y calabazas que sembraban entre las piedras cuando llovía… — Yo creía que en Hood no había galápagos. — Y no los hay. Entre piratas, balleneros y Oberlus se los comieron todos… pero, antiguamente, abundaban, y de una especie distinta a las demás. — ¿Qué fue de Oberlus? — Un día, robó una barca a un ballenero, metió dentro a los cuatro esclavos que le quedaban y puso proa a tierra firme. Llegó solo a Guayaquil. Durante la travesía, para calmar la sed, se había bebido la sangre de los esclavos. Un verdadero monstruo. Acabó pudriéndose en la cárcel de Payta, acusado, entre otras muchas cosas, de brujería. Guardó silencio, y yo hice lo mismo, impresionado por la historia de Oberlus. Por aquel entonces, sólo me pareció una fantasía de Guzmán. Más tarde, comprobé que, al menos en parte, era cierta. Al poco rato, una gran sombra que cruzaba sobre nosotros me obligó a alzar la cabeza. Un ave inmensa de largas alas y color marrón, con el cuello blanco, planeaba con los ojillos fijos en la proa de la barca. — Un albatros — dijo. — ¿Diomedes? Me miró, sorprendido. Comprendí que no sabía lo que significaba esta palabra. Me apresuré a revolver en mi equipaje, y aunque en la embarcación no había demasiado espacio como para estar abriendo una maleta y haciendo filigranas, al fin, di con el libro que me Interesaba: Más de dos mil parejas de Albatros diomedes irrarata, especie exclusiva del archipiélago, habitan en las partes llanas de la isla Hood, no encontrándose en ninguna otra. Suelen permanecer unos ocho meses en Hood, hasta que, a finales de noviembre o principios de diciembre, vuelan hacia el Sureste, a la costa de Chile. Regresan al llegar la primavera atraídos por la gran cantidad de diminutas sepias que pueblan en esa época las aguas próximas. Me maldije por imbécil. Hasta ese momento no había caído en la cuenta que Hood es el nombre por el que se conoce también una isla, La Española, que tenía previsto visitar. El hecho de que cada isla tenga dos y hasta tres nombres, me había confundido. Ese exceso de nombres se debe a que, en principio, los españoles las bautizaron de un modo; luego, los piratas y balleneros ingleses de otro; y los ecuatorianos, al hacerse cargo del archipielago, de un tercero. Así, la que fuera en primer lugar Santa María, se convirtió en Charles y, al fin, en Floreana. La Española es Hood. San Cristóbal, Chatham. Isabela, Abermale, Fernandina Narborough, etc. Apenas comprendí que lo que tenía ante mis ojos era La Española, pedí a Guzmán que se dirigiera hacia ella. Me miró, sorprendido: — ¿Para qué? — inquirió—. Aquí no hay nada. — Albatros — señalé—. Cuatro mil albatros. ¿Le parece poco? Se encogió de hombros y obedeció. Al cabo de una hora, la barca giraba lentamente, Guzmán arriaba la vela y la proa iba a posarse con suavidad sobre una minúscula playa de arena. Se abría al fondo de una pequeña caleta natural en la que abundaban las focas. — Ésta es la caleta de Oberlus — explicó mi compañero—. Dicen que allá, en aquellos barrancos, tenía choza y sus escondites. Eché a andar hacia el interior de la isla. Desde donde nos encontrábamos, en su extremo norte, el terreno iba ascendiendo lentamente. El primer kilómetro estaba constituido por un amontonamiento de rocas volcánicas de todos los tamaños, entre las que surgía, de tanto en tanto, un bajo matorral de hojas color verde sucio. El contraste lo proporcionaba el blanco rabioso de algunas rocas, no porque fueran blancas en sí, sino porque los excrementos de miles de aves marinas las habían pintado de ese modo. Los pintores no se habían ido muy lejos; en realidad, pululaban por en todas partes, incapaces de moverse un metro para dejarme pasar. Los alcatraces de patas azules eran propietarios absolutos de aquella parte de la isla desde hacía siglos, y no parecían dispuestos a que nadie se la disputara. En el archipiélago, los alcatraces son de tres especies: enmascarados de patas rojas y de patas azules. Las dos primeras son aficionadas a los peces de aguas profundas, mar adentro, mientras que los últimos prefieren la costa, las bahías poco profundas y las estancias en tierra. Aunque suelen ser bastante comunes en casi todas las islas, allí, en La Española, resultaban particularmente abundantes. Desde el borde del agua hasta muy al interior, se les podía ver entregados a sus ceremonias nupciales o a empollar huevos. La ceremonia nupcial resultaba muy curiosa, y tiene lugar a lo largo de todo el año, ya que como las islas están en plena línea equinoccial no existen cambios de estación. Para la danza, el macho se coloca en una roca, frente a la hembra, y comienza a alzar alternativamente las patas que han tomado un color azul mucho más vivo. Mientras se balancea así de un lado a otro, mueve la cabeza de arriba abajo y alza las plumas de su cola. La hembra te observa largamente, con la cola baja, y si no le interesan sus arrumacos, sigue así hasta que le entra hambre y se va. Si, por el contrario, se deja conquistar, alza a su vez la cola. Luego la feliz pareja busca un simple hueco en las rocas o en una cavidad de la arena para depositar su único huevo y allí lo cuidan alternativamente hasta que nace el pichón. No se preocupan por ninguna clase de nido, y por ello se hace necesario caminar con mucho tiento para no pisar un huevo o molestar a una madre. Éstas se limitan a lanzar un quejumbroso graznido cuando un extraño está a punto de aplastar a su hijo, pero no suelen enfurecerse ni atacar. Cerca de los alcatraces anidan los rabiborcados, ya que prácticamente viven de ellos. Como no tienen facultades para bucear como sus vecinos, los rabihorcados tienen que contentarse con las capturas que consigan en la superficie, pero éstas no bastan para calmar su apetito. Por ello, practican el asalto y la piratería, para lo cual permanecen siempre a la expectativa, acechando a los alcatraces. Cuando uno de éstos se sumerge y alza de nuevo el vuelo con un pez en el pico, el rabihorcado se lanza sobre él y lo ataca, asustándole hasta obligarle a soltar su presa. Cuando el pez cae al vacío, el ave ladrona se precipita a toda velocidad y lo recupera con increíble habilidad. Si el alcatraz se muestra reacio a soltar una presa laboriosamente obtenida, el rabíhorcado puede llegar a herirle gravemente, utilizando para ello su largo, curvo y afilado pico, Sentarse en un acantilado de las Galápagos a observar el incesante trajín de los alcatraces que se sumergen y los rabihorcados que les asaltan en vuelo constituye, a mí entender, un espectáculo fascinante y maravilloso, en el que puede pasarse horas, Los rabihorcados — algunos ejemplares pasan de los dos metros de envergadura — sí poseen una época determinada de cría, durante la cual a los machos se les desarrolla una gran bolsa de color rojo fuego en el buche, que contrasta vivamente con el resto de su plumaje, de un negro intenso. Cuando llega el momento de aparearse, comienzan a construir un tosco nido en los arbustos o en el suelo, y se sientan junto a él. Hinchan esa especie de llamativo balón, y empiezan a emitir un curioso grito amoroso; una especie «quiu-quiu» que concluye con un sonoro estornudo. Las hembras sobrevuelan constantemente el grupo machos en celo, hasta que se deciden por uno. Bajan y le ayudan a terminar de construir el nido. Luego ponen un huevo y ambos lo cuidan celosamente hasta que nace la cría. En ese tiempo, al macho le desaparece la gran bolsa, que le queda colgando del cuello como un saco vacío. Lo más curioso en la vida de estas inmensas colonias de aves del archipiélago reside, quizás, en el hecho de que se las pueda estudiar tan de cerca, incluso se llega a tocarlas sin que se asusten. La razón es que, tradicionalmente, los habitantes de todo tipo (aves, galápagos, iguanas, focas o pingüinos) no han tenido, a través de los siglos, ningún enemigo. Eso les permitía convivir en perfecta armonía, llegaran a conocer el miedo. La relación alcatraz-rabihorcado no es excepción a esta regla, ya que el segundo no tiene intención de hacer daño al otro, sino tan sólo robarle. El miedo no existía en la isla antes de la llegada del hombre. Éste lo impuso, según su costumbre, y muchas especies, sobre todo focas y galápagos, sufrieron en carne propia su excesiva confianza. Hoy, y gracias a las severas leyes de protección dictadas por el Gobierno ecuatoriano, la paz ha vuelto al archipiélago, y el hombre ha aprendido a respetar a las especies autóctonas, que pueden recobrar su confianza. Si embargo, los perros, los cerdos, las cabras y las ratas, que el hombre trajo a la isla, son ahora el principal enemigo de los primeros habitantes. Pero todo lo veremos más adelante, al visitar otras islas y otras especies. Aquí, en Hood, y salvo la esporádica presencia y, por lo tanto del monstruoso Oberlus, los hombres apenas han hecho acto de presencia y, por lo tanto, la vida original no ha sufrido grandes transformaciones. Tierra adentro, comenzaron a aparecer los albatros. Estas aves marinas, enormes, lentas y majestuosas, se encuentran entre las mayores del mundo de la que vuelan y se caracterizan por el hecho de que necesitan muchísimo espacio para despegar y tomar tierra. Por lo general, prefieren los acantilados, desde los que se dejan caer para iniciar el vuelo; pero, si han de hacerlo desde tierra llana, precisan de una larga, pesada y casi cómica carrera, que, en muchas ocasiones, se ve interrumpida por un arbusto, una roca o un hueco. De igual modo, a la hora de aterrizar, han de buscar una larga pista sin accidentes, como cualquier reactor de pasajeros. Cuando, por cualquier razón, calculan mal sus posibilidades, acaban estrellándose o clavándose de cabeza en un matorral. A lo largo de todo mi recorrido por la isla, pude ver tres o cuatro albatros con una pata o un ala rota, señal inequívoca de que su sistema de tomar tierra no había funcionado. Casi tan bello como puede ser un albatros en el aire, es feo ese mismo albatros en tierra. Anda contoneándose como un pingüino borracho, arrastra mucho el trasero, y con su largo pico amarillo, su plumaje marrón y su cara de estúpido resulta realmente antiestético. Tan solo hay algo más feo que un albatros: un pichón de albatros. Mide casi medio metro de altura y no es en realidad, más que una sucia bola de plumones de la que sobresale un largo cuello desplumado en cuya cúspide hace equilibrios la cabeza más ridícula que imaginarse pueda. Constituye sin duda, la criatura más espantosa que haya visto en mi vida, pese a lo cual, sus padres le dedicaban una amorosa solicitud. Me entretuve más de la cuenta observando alcatraces, rabihorcados y albatros. Cuando regresé a la diminuta playa, Guzmán parecía preocupado. — Es muy tarde para hacernos a la mar — indicó — Nos caería la noche encima, y en estas no se puede navegar a oscuras. No hay faros, ni luces, ni señalización de ninguna clase. — ¿Qué le parece que hagamos? — Dormir aquí y salir mañana, de amanecida. Si quiere, podemos acercamos hasta Floreana y, a media tarde, recalamos en Santa Cruz. — De acuerdo. — Le cobraré más caro. — No importa. Guzmán comenzó a prepararlo todo para pasar la noche en la isla. Con velas y remos, improvisó una especie de tienda de campaña que ya debía haber utilizado otras veces, y extendió una manta sobre la arena a modo de lecho. Recogió leña y preparó una hoguera. Luego, lanzó la barca al agua y, sin apartarse más de cuatro metros de la costa, echó el anzuelo y comenzó a sacar, uno tras a otro, meros, abadejos y toda clase de peces. Cuando vio que buscaba mi bañador y mi máscara de buceo, y me disponía a sumergirme, me preguntó: — ¿Le gustan las langostas? — Naturalmente que me gustan. ¿A usted no? — También. Nade hasta aquellas rocas y busque debajo. Encontrará unas cuantas. Hice lo que me indicaba. Apenas metí la cabeza en el agua, me encontré rodeado por cientos, por miles de peces de todas las especies que me observan con increíble curiosidad. Los había de todas clases desde meros de ocho y diez kilos, a peces-loro, arco-iris o peces-luna. Era como una explosión de vida como si todas las chispas de un cohete se hubieran desparramado de pronto por el mar, y cada una de ellas se hubiera convertido en un ser dotado de vida, multiplicado mil veces, agitándose de aquí para allá, llevado por las olas o por su capricho. Nada les asustaba, y casi podía tocarlos sin que hicieran ademán de alejarse. Más que huir, acudían a verme, y su curiosidad llegaba a ser tan impertinente que tenía que apartarlos para poder nadar. Tan sólo de cuando en cuando se producía una especie de desbandada o movimiento de inquietud, y esto ocurría cada vez que una foca aparecía nadando a endiablada velocidad, cruzaba entre todos y se alejaba llevándose un pez en la boca. El agua, aunque un poco fresca, al principio, resultaba sumamente agradable, y así, acompañado por una corte de seguidores submarinos que querían saber de mí, nadé hasta las rocas que Guzmán me había señalado y busqué bajo ellas. Habría metro y medio de profundidad, que podía ponerme en pie sobre ellas y mirar hacia abajo, para comenzar a distinguir de inmediato las largas antenas rojo-oscuro de las colonias de langostas que anidaban en los huecos. Me pareció fantástico y saqué la cabeza del agua para gritarle a Guzmán que aquello estaba plagado. Se había aproximado con la barca e hizo un gesto de asentimiento. Luego, me lanzo un grueso guante de lona. — Ya lo sé — dijo—. Las hay a docenas. ¡Tome! Agárrelas con esto. Me puse el guante, metí la mano bajo mis pies y saqué de un agujero una enorme langosta, con la misma facilidad con que podría haberla sacado del cajón de la cómoda de mi cuarto. Se la alcancé a Guzmán quien la echó al fondo de la barca. Metí otra vez la mano y cogí otra, otra, y otra, hasta que me cansé del juego. Dieciocho en menos de quince minutos, y en ningún caso tuve que sumergirme más de dos metros. Cayó la noche con la increíble rapidez con que suele hacerlo en la línea del ecuador y salí del agua. Fue como si todas las luces del mundo se hubieran apagado de improviso a las seis en punto. La oscuridad hubiera sido total, de no contar con la hoguera que Guzmán tenía dispuesta. Mientras me secaba y vestía, había preparado un gran hueco en la arena, que cubrió con maleza seca. Le prendió fuego, aguardó a que ardiera de forma impresionante y, sin más ceremonia, arrojó dentro, vivas, cuatro de las mayores langostas. Se oyó un crepitar y los animales saltaron como desesperados, pero volvieron a caer en el fuego. permanecieron así unos instantes, y Guzmán lo cubrió todo con arena. Al cabo de un par de minutos, buscó las cuatro langostas, las lavó en el mar, y, con su grueso cuchillo, las abrió de arriba abajo. Aún humeaban, y debo confesar que nunca en mi vida — ni en el mejor restaurante del mundo—, he comido una langosta que se la pueda comparar. De postre, hubo naranjas de las islas y fuerte café ecuatoriano. Le ofrecí un cigarrillo español, y nos pusimos a contemplar el mar y las estrellas. Capítulo XII LA ISLA MALDITA Hacía ya mucho que los cigarrillos se habían consumido, y aún contemplábamos las estrellas y el mar. Guzmán pareció volver a la realidad. — ¿No le asusta desembarcar mañana en Floreana? — No creo en cuentos de brujas… ¿A usted le asusta? — Todo lo misterioso me desagrada. ¿Sabe que son más de diez los muertos que han desaparecido en la isla en estos últimos años? ya no quedan más que los Wittmer. — ¿Los conoce? — Sí. A la vieja, hace tiempo que no la veo. A su hijo, Rolf, me lo tropiezo, a veces, en Santa Cruz o en Baltra. El último en desaparecer ha sido el marido de su hermana. Era un buen muchacho, sargento radiotelegrafista en San Cristóbal. Todos se lo dijeron: «No te cases con una Wittmer.» «No te vayas a vivir a Floreana, que esa isla está maldita.» pero no hizo caso. Se casó, se fue y se esfumó para siempre. La bahía de los tiburones se lo tragó. — ¿La bahía de los tiburones? — Eso cuentan… Dicen que todo el que desaparece en la isla va a parar al vientre de los tiburones. No dejan huellas y son mudos. — ¿Quién más ha desaparecido últimamente? — Una millonaria extranjera. Creo que americana. Llegó a tierra cargada de joyas y dinero en su yate, bajó a tierra cargada de joyas y dinero, y nunca más se la volvió a ver. ¡Paff! Se esfumó. Como el otro. Y como la Baronesa y su amante. Y como Henry, el hijo mayor de los Wittmer. Y como tantos. — ¿Cuándo empezó la cosa? — ¡Uff! Hace mucho. Antes de llegar yo a las islas. — Pero, ¿conoce la historia? — ¡Naturalmente! En el archipiélago, todo el mundo la conoce. Es lo más extraño que ha ocurrido por aquí en lo que va de siglo. Creo que incluso en su tiempo — cuando la desaparición de la Baronesa—, los periódicos de Europa hablaron de ello. Y también de la misteriosa muerte de doctor Ritter. — ¿También fue misteriosa la muerte de Ritter? — También. Dicen que lo envenenaron. Guardé silencio unos instantes, Le ofrecí un nuevo cigarrillo y los encendimos con las brasas de la hoguera. Al fin, le rogué: — ¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio? Meditó. Resultaba difícil saber si deseaba hacerlo, o si — por ser hombre de pocas palabras — aquello exigía un esfuerzo excesivo. Ya la historia de Oberlus parecía haber agotado su saliva esa mañana. Sin embargo, la historia de Floreana le parecía demasiado fascinante como para dejar de contársela a un forastero que lo estaba pidiendo. Está bien — dijo—. Se la contaré tal como yo la sé. Hizo una pausa para tomar aliento y dio una larga chupada al cigarrillo: — Como le dije, todo comenzó hace tiempo — repitió—. Creo que allá por los años treinta, Ritter, que fue el primero en llegar, era un dentista alemán, algo loco que se hizo arrancar todos los dientes. Aseguraba que se podía vivir sin ellos en una isla desierta, sin comer carne ni nada parecido. Era eso que llaman vegetariano, o algo así. Con él, vino una mujer, Dora «no sé qué», que también se había hecho arrancar los dientes. Se establecieron en una especie de cabaña sin paredes, y allí vivían medio desnudos, totalmente alejados del mundo. Dicen que él escribía un libro sobre sus teorías. «Mas tarde, llegaron los Wittmer, que también eran alemanes. La madre, Margaret, su marido, Heinz, y el chico mayor, Harry, del que algunos aseguran que no era muy normal, y casi ciego. Los Ritter y los Wittmer no parecieron llevarse muy bien desde el principio, pero como la isla era grande, podían vivir sin molestarse y sin verse durante meses. Los Wittmer tuvieron dos hijos en la isla: Rolf y Floreanita. «Todo iba más o menos bien, hasta que apareció la Baronesa. Se llamaba Eloísa Wagner, y la verdad es que no sé de dónde era. Tal vez alemana, tal vez austriaca, tal vez rusa… No sé… Venía con dos amantes: Robert Philpson, que era el favorito, y que había sido sirviente del otro — Rudolf Lorentz—, ahora desplazado de la cama de ella y convertido en una especie de esclavo de los dos. Le insultaban e incluso le pegaban. Dicen que la tal Baronesa era una tía loca, que quería convertir Floreana en un paraíso para los turistas o algo así. Pronto empezaron los jaleos. La Baronesa tenía una pistola y un látigo, y siempre andaba liada a tiros o a latigazos con todo el mundo. Lorentz, sobre todo, lo pasaba muy mal. Pese a ser el que había pagado la expedición a la isla, era tratado como el más mísero de los esclavos, y se entretenían zurrándole. La Baronesa tomó la costumbre de bañarse desnuda en la única fuente de agua potable de la isla, y cuando los Ritter y los Wittmer la sorprendieron, se armó un lío del demonio. Desde ese momento, se iban persiguiendo por la isla a tiros de escopeta de sal. Una especie de gigantesco manicomio. ¿Cómo quieren que el mundo esté en paz, si ocho personas no pueden tenerla en una isla enorme? «Bueno, abreviando: Un día, Lorentz llegó a casa de los Ritter y dijo que la Baronesa y Philipson habían desaparecido; nunca más se les volvió a ver, ni vivos, ni muertos. A1 poco, llegó una barca, y Lorentz le pidió al dueño — un noruego llamado Nuggerud—, que le llevara a San Cristóbal, vía Santa Cruz. De mala gana, y gracias a que le pagó mucho, el noruego aceptó. Les acompañaba un negro ecuatoriano, llamado Pazmiño. La barca y el Negro desaparecieron para siempre, y, al cabo de un mes, un barco descubrió por casualidad los cadáveres momificados de Lorentz y Nuggerud, en Marchena, un islote solitario, al norte del archipiélago. Habían muerto de sed. — ¡Vaya una historia! — comenté, impresionado. — ¡Oh! Eso no es todo — añadió Guzmán, que, al parecer, se había metido a fondo en su papel de narrador — Aún hay más. Ritter escribió a un amigo, propietario de un yate, pidiéndole que viniera, porque habían ocurrido en la isla cosas terribles que no podía explicar por carta y necesitaba ayuda. El día antes de la llegada del barco, Ritter murió envenenado por la carne de pollo que le habían regalado los Wittmer. Dicen que el pollo estaba descompuesto, pero todo el mundo opina que es muy raro que un tipo vegetariano se coma un pollo tan podrido como para causarle la muerte. El caso es que Dora, su compañera se fue en ese mismo barco, y los Wittmer se quedaron solos en la isla. Más tarde, desapareció su hijo mayor. Luego, la vieja millonaria. Y ahora, por último, su yerno… Curioso, ¿verdad? — ¡Fantástico! Pero, dígame… ¿Las autoridades no han intentado averiguar nada?. — ¿Y qué podían averiguar…? Van allí, le preguntan a los Wittmer y éstos dicen que no saben nada. Y a lo mejor no lo saben… El caso es que han conseguido que se les deje en paz en su isla, que es la más bonita y fértil del archipiélago. Permanecí largo rato en silencio, meditando en cuanto me acababa de contar. Al fin, quise saber: — ¿Preferiría no acercarse mañana a Floreana. — Me da igual — replicó con seguridad — Lo que no quiero es subir a casa de los Wittmer. — ¿Por qué? — Cuestión de simpatías… Además, no hay tiempo si queremos llegar a Santa Cruz mañana mismo. Tendríamos que pasar la noche en Floreana, y eso si que no me divierte nada. Se diría que con eso daba por terminada la conversación, porque se metió en la tienda y se arrebujó en la manta. Esperé unos minutos, fumé un último cigarrillo, estuve pensando en cuanto me había contado y también me fui a dormir. Cuando me acosté Guzmán roncaba. La noche fue increíblemente tranquila, aunque de tanto en tanto, resonaba el áspero ladrido de una foca, o su resoplar cuando surgía a la superficie tras una larga inmersión. Se las sentía agitarse y lanzarse al agua; ir de un lado a otro jugueteando y persiguiéndose, y, en más de una ocasión, llegaron a rozar la lona de la tienda o a rascarse contra las tablas de la barca varada en la arena. Me despertó el crepitar del pescado al freírse. Debía de hacer rato que Guzmán estaba en pie, pese a que aún no se distinguía en el cielo ninguna señal de que fuera a amanecer. Cuando pregunté la hora y me respondió con seguridad: «Las seis menos cuarto», me intrigó cómo podía saberlo, si me constaba que no tenía reloj. Busqué el mío y lo comprobé: se había equivocado en cuatro minutos. A los pocos instantes, empezaba a clarear con la rapidez y exactitud con que lo hace siempre en el Ecuador. A las seis en punto, ya era de día. Lo recogimos todo y nos hicimos a la mar. No tardé en dormirme de nuevo y la proa enfilaba hacia el oeste: hacia Floreana. Al despertar, tres horas después, Guzmán continuaba en idéntica posición, clavado al timón. Su vista seguía las evoluciones de tres negras aletas que rondaban la barca girando a su alrededor, adelantándonos, o retrocediendo, esperándonos. — Tiburones — dijo. — ¿De qué especie? — Aquellos, no lo sé. Sólo sé que raras veces atacan. En las islas hay pesca de sobra. Los tiburones no necesitan enfrentarse al hombre, están satisfechos. Tan sólo aquí, en aguas profundas, son peligrosos. La presencia de los escualos y las palabras de Guzmán tuvieron la virtud de volverme al pasado — ¡trece años! — , cuando, tras haber sido profesor de submarinismo en el Cruz del Sur, un buque — escuela de la Marina mercante, había dedicado gran parte de mi tiempo y de mis fuerzas a estudiar los tiburones en un intento — inútil — de llegar a saberlo todo sobre ellos. Años perdidos. Nadie, absolutamente nadie, puede decir que lo sabe todo — o sólo algo — sobre los escualos. Si atacarán o no, si son cobardes o valientes, si prefieren el hombre al pescado, es algo que depende tanto de las circunstancias, del estado de ánimo, y sobre todo, de la especie, que resulta imposible dar una regla o aventurar una opinión. Según el Instituto Norteamericano de Ciencias Biológicas, existen unas trescientas especies clasificadas de tiburones, de las cuales se sabe con exactitud que tan sólo veintiocho pueden atacar al hombre. Sus tamaños y costumbres varían mucho, pues desde los pequeños «gatos de mar» del Mediterráneo, a los «tiburones ballenas» de veinte metros, que se alimentan de plancton, se extiende toda la numerosa gama de la familia. Podría decirse que «No es tan fiero el tiburón como lo pintan», aunque se haya dado el caso de que atacaran a seres humanos treinta y seis veces en un año, causando la muerte en dos de ellas. También se ha dicho a menudo que ni siquiera las especies más peligrosas suelen atacar al submarinista, ya que le temen al verle desenvolverse en su propio ambiente. Eso no quita para que yo recuerde que, en 1959, un tiburón se trago a Robert Paniperin cuando buceaba con un compañero en aguas de California, y poco más tarde, en el Atlántico, un tal James Neal desapareció a veinte metros de profundidad, y cuanto se encontró fue su traje de inmersión hecho jirones. Por aquellos tiempos, acostumbraba yo a llevar una detallada estadística de todos los casos que se presentaban. Quería escribir un buen libro sobre tiburones, pero acabé desistiendo. Años después, un italiano — cuyo nombre he olvidado, pero al que recuerdo como magnífico submarinista — publicó un libro: Mis amigos los tiburones. Al poco tiempo, uno de ellos lo devoró en aguas de Capri, donde, lógicamente, parecía improbable que existieran escualos peligrosos. Se ignora qué especie fue la que atacó al desgraciado submarinista italiano, pero sí se sabe que fue un tiburón blanco (Carcharodon carcharius) el asesino de Robert Pamperin, en California. Al «blanco» se le han comprobado innegables aficiones antropófagas y en sus estómagos se encuentran con frecuencia restos humanos. Otras especies consideradas como altamente peligrosas son el «tigre», el «martillo» y el «azul». Afortunadamente casi todos éstos son de aguas profundas y no se aproximan a las costas, por lo cual, aunque no constituyan un gran peligro para los bañistas, sí lo son para los náufragos. El mayor problema que presentan se basa en el hecho de que, al seguir a los grandes barcos para devorar los desperdicios que arrojan, se introducen en los puertos, pudiendo causar allí graves daños. Los que en aquella ocasión nos acompañaban no eran demasiado grandes. Oscilaban entre los dos y los cuatro metros, y sabido es que un buen tiburón azul puede llegar a sobrepasar los seis de longitud. «El peregrino» — inofensivo — pasa de los doce, y el «martillo» — el más feo de todos, con su cabeza aplastada y los ojos a ambos extremos — llega cómodamente a los cinco. Los demás suelen ser algo más pequeños, aunque no por eso menos temibles. Sobre todo, el «tigre», del que conservo, por la única ocasión que me tropecé con él, espantosos recuerdos. A mi entender, la particularidad más acusada de los escualos es la maravillosa perfección de su sistema olfativo, así como el sistema de percepción de movimientos de agua de que están dotados. Toda una serie de papilas receptivas discurren a lo largo de su cuerpo, y por medio de ellas captan las vibraciones que se producen en el agua, tales como un chapoteo o la agonía de un pez. También siente los cambios de presión, de densidad, de salinidad e, incluso, las variaciones químicas que puedan producirse en el agua. Todo ello le permite desenvolverse con increíble facilidad, pese a que, según se ha comprobado últimamente, su visión no es perfecta en aguas turbias, donde fácilmente se asusta y desorienta. No era éste el caso de las islas Galápagos, donde las aguas llegan a poseer una transparencia extraordinaria, y por ello, no me sentía muy tranquilo ante la compañía de aquellos tres monstruos azules que cortaban la superficie del mar con sus amenazadoras aletas. — ¿Le ponen nervioso? — pregunté, señalándolos. — En absoluto — respondió—. Mientras estemos aquí arriba, se quedarán tranquilos, y si tenemos la desgracia de ir a parar al mar con ellos, ya no vale la pena preocuparse. Sólo me ponen nervioso las «orcas», porque son capaces de atacar barca y todo. A menudo, pasan, muy mar afuera, y entonces es cosa de ponerse a rezar. Por fortuna, nunca se arriman a tierra. Días después, iba yo a recordar esas palabras de Guzmán, al tener el más feo encuentro de mi vida con una «orca». La única, según los expertos, que se haya arrimado nunca a tierra. Pero eso ocurrió la última tarde de mi estancia en Galápagos durante mi primer viaje al archipiélago, y ya tendré tiempo de relatarlo en su momento. Ahora, y tal como Guzmán aseguraba, no había problemas con los tiburones, mientras cada cual permaneciera en su lugar: ellos en el agua, y nosotros en la barca, bien secos. El mar estaba en calma, el viento era suave y firme, la embarcación, resistente, y Guzmán la manejaba con indudable pericia. No existía, por tanto, razón alguna para preocuparse. Minuto a minuto, Floreana se iba agrandando a nuestra vista. Cerca ya de tierra, los desagradables compañeros de viaje desaparecieron de improviso. Se sumergieron y no volvieron a hacer acto de presencia. Guzmán sorteó con habilidad unos islotes y señaló un punto de la costa nordeste de la isla. — Ahí abundan los flamencos — dijo—. Pero ahora hay muy pocos. Prefiero atracar en Post-Office Bay. ¿Conoce la tradición? — ¿Aún continúa…? — Desde luego — admitió—. pero ya es más una leyenda que una realidad. Media hora después, habíamos atracado junto al barril de madera que — clavado en lo alto de un poste — constituye la más conocida y antigua de las tradiciones del archipiélago. En aquella barrica — la misma desde hacía cientos de años—, los navegantes pasaban cerca de las islas depositaban su correspondencia para cualquier rincón del mundo, o retiraban que les había llegado desde los cinco continentes. Era «ley del mar», ley de caballeros marinos, por muy sinvergüenzas que pudieran ser, que todo el que encontrara en la barrica una carta que pudiera aproximar a su destino, tenía la obligación de llevarla y, una vez en la civilización, franquearla de su propio bolsillo hasta el fin de su trayecto. De igual modo, debían trasladar gratis a Floreana cuantas cartas le entregaran para ella, quienes sabían que iba a pasar pos sus inmediaciones. Esta costumbre — que según algunos iniciaron los piratas — cobró especial auge entre los balleneros de los siglos XVIII y XIX. Sabido es que muchos de ellos acostumbraban a pasar años en alta mar, y esta estafeta de Post-Office Bay, era su único medio de comunicación. Tradicionalmente; las proximidades del archipiélago han sido siempre muy abundantes en ballenas, razón por la que los cazadores de las mismas frecuentaban esta región en los siglos pasados. Era como una cadena sin fin: el hombre venía atraído por las ballenas; las ballenas por el placton, y el plancton por las excepcionales condiciones climatológicas y la existencia de corrientes marinas de la región. El archipiélago está enclavado en una encrucijada. Una corriente cálida que corre hacia el Sudoeste. Otra «contracorriente», do aguas muy claras y también cálidas, que viene del oeste a todo lo largo de la línea equinoccial; y por último, una muy fría, la Gran Corriente de Humboldt, que sube desde la Antártida, siguiendo las costas de Chile y Perú. En Perú, gira hacia el Noroeste, baña el Sur de las Galápagos y desaparece en el Pacífico. Durante nueve meses del año, esta Corriente de Humboldt corre con increíble velocidad arrastrando una inmensa cantidad de agua y haciendo que cualquier objeto arrojado en el mar en las costas del continente llegue al archipiélago en poco tiempo. Es así como se supone que nació la vida vegetal y animal en las islas, pese a estar a mil kilómetros de la costa y ser de origen volcánico. Flotando en pedazos de madera llegaron las iguanas y las grandes tortugas de tierra, mientras las semillas vinieron en los buches y vientres de las aves. Lobos de mar, focas y la familia de pingüinos de Fernandina arribó nadando en esa corriente de fantástica potencia. Esa confluencia de aguas frías y cálidas es lo que origina, pues, condiciones particularmente excepcionales para la proliferación de la vida marina, y la abundancia del plancton que así se forma atrae a millones de peces y a las ballenas. Cuando le pregunté a Guzmán si ya no se pescaban cetáceos por aquellos alrededores, se encogió de hombros: — Muy pocos — dijo—. Ya no es como antes. Han acabado prácticamente con ellos. A veces, cuando estoy pescando algo alejado de la costa, veo pasar algunas manadas, pero no vale la pena montar una industria para perseguirlas. Antiguamente, sí. Antiguamente, los noruegos pensaron seriamente en montar una factoría en la isla de San Cristóbal, pero ahora es inútil. Pronto no quedará una ballena en los mares. Están locos. Las persiguen hasta aniquilarlas. ¿Sabe que leí una vez que se cazan más de setenta mil ballenas al año? Una bestialidad. El hombre destroza cuanto toca… Lo aniquila. Por eso me gusta vivir aquí en las islas. Salvo eso de las ballenas lo demás se conserva. Es un Gran Parque y está prohibido matar cualquier clase de animal. Vivimos muy bien todos juntos, no hay por qué aniquilarse… No tenemos aquí esa especie maldita que se llama cazador y que la mayoría de las veces hace daño a los bichos sin provecho de ninguna clase… Sí se prohibiera matar en todas partes, si se suspendiera la caza tan sólo unos años, el mundo volvería a ser una maravilla. Durante la Segunda Guerra Mundial, como los submarinos no permitían salir a la caza de la ballena, éstas, al vivir en paz se multiplicaron en forma increíble. Me contaban que comenzaron a pasar nuevamente las grandes manadas hacia el Sur… Llevaban muchos ballenatos, y se volvieron confiadas y tranquilas, como son aquí las focas o las aves, sin tener miedo al hombre. Pero al acabar la guerra, todo comenzó de nuevo, y esos noruegos y japoneses se dedicaron a la aniquilación de la especie. Total, ¿para qué? para conseguir un poco de aceite refinado con el fin de hacer jabones y productos de belleza… Si las mujeres supieran la muerte y la crueldad que son necesarias para que se pongan potingues en la cara, no se los pondrían, creo yo. — Sí, sí que se los pondrían — dije—. El hombre para comer y la mujer para estar guapa, son capaces de acabar con el mundo. Ahora, están acabando con las crías de oca en el polo para hacer abrigos, y ya acabaron con las nutrias, los tigres, los visones y los castores. — Son muy bestias — sentenció Guzmán. Y por unos instantes, admití que tenía razón. Dejé a Guzmán cerca de la barrica de correo preparando el almuerzo — un hermoso mero pescado aquella mañana, varias langostas de la tarde antes, y unos huevos duros—, y me lancé a dar un corto paseo por la isla. Antes de alejarme, me recordó: — Ándese con ojo…! No vaya muy lejos, que esta isla pasan cosas raras. Además, tampoco me gusta quedarme solo. Eché a andar por un minúsculo camino que apenas se distinguía entre una maleza áspera de cactos y árboles secos. Guzmán me había recomendado repetidas veces que no se me ocurriera acostarme a dormir, ni incluso pasar debajo de ningún árbol que no conociera bien. Al parecer, existe, en algunas de las islas, un árbol venenoso que mata a quien se duerme a su sombra y hasta a quien cruce cerca. En mi opinión, eso no deja de ser una leyenda, pero una leyenda que se basa, desde luego, en algo de verdad. Existe ese árbol, pero su única particularidad estriba en que rezuma una savia fuerte y ácida, que produce ampollas cuando cae sobre la piel; también es capaz de dejar ciego si alcanza los ojos. De eso a causar la muerte hay un abismo. Seguí, pues, mi camino, sin ánimo de dormir bajo ningún árbol, y al poco, llegué a una pradera por la que correteaban en libertad varios burros garañones totalmente salvajes. También distinguí un toro negro y blanco y un par de vacas que parecían disfrutar de idéntico régimen de libertad. No me sorprendió; sabía de antemano que — al igual que en otras de las islas — en Floreana abundaban esta clase de animales. Traídos por el hombre, con el tiempo habían dejado de ser domésticos. Los de Floreana podían ser descendientes de los que desembarcaran los piratas del siglo XVII, que convirtieron esta isla en una de sus predilectas. O de la célebre «República de Hombres Libres», que existió a principios del XIX. Los piratas encontraron en Floreana un magnífico refugio, ya que la isla tenía agua, buen clima, abundante pesca y múltiples cuevas escondidas en la montaña, de difícil acceso en caso de un ataque por sorpresa. Desde aquí controlaban el paso de las naves españolas que hacían la ruta Panamá-Perú, y que regresaban cargadas de oro incaico. Es tradición que, en el archipiélago, se esconden importantes tesoros, en especial, en la desierta isla de San Salvador, tan carente de agua y tan abandonada de la mano de Dios, que nadie, a estas alturas, se ha atrevido a atravesarla siquiera. Los piratas, considerando que Floreana se encontraba demasiado frecuentada, prefirieron más tarde las soledades de San Salvador y la diminuta San Bartolomé. Entre las dos se forma la maravillosa bahía de Sullivan, uno de los fondeaderos más tranquilos y hermosos del mundo, en el que podría refugiarse toda una escuadra. Vistas desde lejos, las dos islas parecen una sola, y hay que aproximarse mucho para advertir que un tranquilo canal de aguas profundas las separa. La «República de Hombres Libres» data, por su parte, del siglo pasado y fue fundada en principio como reino, por un cubano que había luchado contra España en la guerra del Perú. Al obtener los peruanos su independencia en 1820, el citado cubano pidió al Gobierno, en pago a sus servicios, la propiedad absoluta de una isla del entonces archipiélago Encantado, que aún se encontraba bajo la potestad de aquel país. Con la promesa de un reino paradisíaco, convenció a un puñado de campesinos de la costa — casi un centenar — y los embarcó en Túmbez junto a un número no determinado de cabras, vacas, cerdos, burros, gallinas, aperos de labranza y diez enormes perros dogos. Estos perros — verdaderas fieras que no le obedecían más que a él — se convirtieron pronto en su guardia de corps. Con su ayuda y la de media docena de matones, no tardó en convertir la isla en un verdadero infierno, en el que él era dueño y señor, tirano sin discusión, amo absoluto de vidas y haciendas. La historia es siempre la misma, y, un buen día, los matones se rebelaron contra él. Se entabló una batalla entre el cubano y sus dogos por un lado, y el resto de la población por otro. El cubano acabó siendo derrotado y tuvo que optar por huir a lo más intrincado de las montañas. Allí, pidió la paz y se le permitió, por toda gracia, que embarcara en el primer ballenero que viniera a repostar a la isla. Volvió al Perú y dicen que allí murió miserablemente tras haber sido rey de una isla. En Floreana, mientras tanto, se había proclama la República, pero, como suele ocurrirle a muchas repúblicas, todo acabó manga por hombro. Los balleneros y demás buques que surcaban los mares vecinos habían tomado la costumbre de acudir a la isla a aprovisionarse de agua y verduras frescas, estableciendo un próspero intercambio con sus colonos, pero éstos tardaron en descubrir que resultaba mucho más beneficioso apoderarse de los barcos que comerciar con ellos. De ese modo, se las ingeniaban para engañarlos en la noche con luces falsas, haciéndoles naufragar en sus escollos o embarrancar en sus playa. Asaltaban luego la nave y pasaban la tripulación a cuchillo. No quedaba nadie para contar lo ocurrido. También era tradición que la República acogía con los brazos abiertos a cuantos desertores de tierra firme o de otros buques acudieran a ella. Así vivió durante mucho tiempo Floreana — que por aquel entonces aún se llamaba isla de Charles—, tierra perdida sin ley ni orden; anarquía total, donde ni la vida ni la muerte tenían valor alguno. De tanto en tanto, los «hombres libres» se cansaban de su isla y se hacían a la mar en un bote. Paraban entonces al primer barco asegurando ser náufragos, o llegaban por sus propios medios al Continente, donde desaparecían sin revelar a nadie que habían formado parte de los piratas de tierra firme, en el perdido archipiélago de las Encantadas. Al fin, cuando ya todos los capitanes de barco conocieron la triste fama de la República y nadie osaba aproximarse a ella, la forma de vida de los «hombres libres» se extinguió. Éstos se hicieron a la mar para no volver nunca. La isla de Charles quedó desierta y se convirtió, luego, en Floreana, en honor al presidente Flores, de Ecuador, que gobernaba en ese país cuando se hizo cargo definitivamente del archipiélago; y continuó olvidada hasta que, en 1930, el dentista alemán Ritter la eligió como su retiro definitivo. Cuando regresé a Post-Office Bay, Guzmán me aguardaba con el almuerzo listo. Dimos buena cuenta de él tranquilamente, nos fumamos un cigarrillo negro — uno de los últimos «Corona» de mi tierra que conservaba como oro en paño—, y nos hicimos de nuevo a la mar, rumbo a la que me habían asegurado era la más interesante de las islas: Santa Cruz. Capítulo XIII DARWIN Antes de seguir adelante, creo que debería intentar presentar un poco mejor lo que es y significa el archipiélago de las Galápagos; su corta Historia, su difícil geología y, sobre todo, lo que representa para la Humanidad, pese a su lejanía y al poco conocimiento que se tiene sobre él. Fue aquí, en estas islas, donde el inglés Charles Darwin concibió los principios de su célebre teoría de la evolución de las especies. Él mismo escribió en su Diario: «…me había llamado fuertemente la atención la característica de los fósiles de Sudamérica y las especies del archipiélago de las Galápagos. Éstos son el origen de mis ideas…» No es extraño, por tanto, que la mayoría de los científicos del mundo consideren al archipiélago como la clave que sirvió para comenzar a desentrañar uno de los más grandes misterios de la vida. De su viaje, realizado en 1835, Darwin se había llevado una gran cantidad de pequeños pinzones — hoy llamados «pinzones de Darwin» — cuya variedad y características diferentes de una isla a otra, le habían intrigado. Una vez en Londres, y tras largos estudios compartidos con el ornitólogo John Gould, escribió en su Diario: Observado esta graduación y variedad de estructuras en un grupo pequeño íntimamente relacionado de aves, uno no puede imaginar que, a partir de una penuria en origen de dichas aves en el archipiélago y tomando una determinada especie, ésta ha sido modificada hasta dar distintas formas finales. Para comprender los razonamientos de Darwin, lo mejor es darse una vuelta por las islas, estudiando a los pinzones. Cerca de las playas, en las tierras bajas, tropezamos pronto con un diminuto pinzón terrestre dotado de un pico apenas desarrollado porque no necesita más, para alimentarse de los granos y de las semillas que encuentra en aquel suelo. Se parece a un gorrión común. Avanzando un poco, comenzaremos a topamos con pinzones medianos y, mas tarde, con grandes pinzones — también terrestres_, que poseen ahora un pico mucho más fuerte, capaz de pelar y partir granos y semillas duras, de tierras más altas. Luego, en los árboles, veremos dos tipos de pinzones con picos también distintos; uno en forma de loro, que se alimenta exclusivamente de frutos y brotes; y otro bastante parecido pero con el pico adaptado para cazar insectos. Si en lugar de los árboles nos adentramos entre los cactos, los pinzones que vayamos encontrando tendrán un largo pico curvado hacia abajo, muy a propósito para extraer el néctar de las flores de que se alimentan. Por último, y con un poco de suerte, hallaremos «carpintero», un pinzón que busca gusanos en los huecos de los árboles, utilizando para ello una ramita fina o una espina de cacto. Es el único caso que se conoce de un animal, no simio, capaz de utilizar una herramienta para sus fines. La astucia, paciencia e inteligencia con que un «carpintero» maneja su ramita, en verdad, algo digno de estudio y atención. Existen muchas otras diferenciaciones menores entre los pinzones del archipiélago, y se da el caso que varían — dentro mismo de estos grupos — de isla a la siguiente. Eso fue lo que hizo pensar a Darwin que no podían haber sido creados todos distintos, sino que, partiendo de un tronco común, habían ido evolucionando para adaptarse al medio ambiente. Sobre esa base, resultó luego mucho más fácil deducir que todas las especies habían sufrido idéntica evolución. Todo ello se advierte mejor si se tiene en cuenta que — como ya señalé anteriormente — las islas no tuvieron originalmente vida vegetal ni animal de ninguna clase. Toda le vino del exterior. Las Galápagos nacieron del mar, a través de una o varias erupciones volcánicas. En realidad, la mayoría de las islas — al menos, las importantes — no son más que cumbres de volcanes que asoman por encima de la superficie de las aguas. La mayor, Isabela, está constituida por cinco cráteres caprichosamente distribuidos, y muchos científicos suponen que, en un tiempo remoto, estuvieron separados unos de otros. Sucesivas erupciones y, sobre todo, la lava del mayor y más activo, los fue uniendo. En conjunto, se calcula que en el archipiélago existen más de dos mil volcanes, dos de los cuales superan los mil quinientos metros. La última erupción de importancia data de 1825, en Femandina, pero cuentan que, durante la Segunda Guerra Mundial, la cumbre de Isabela entró en actividad con inusitada violencia. De la cercana base militar de Seymur, que los norteamericanos habían establecido durante su lucha con el Japón, mandaron un avión a reconocer el cráter, y se aproximó tanto, que se precipitó en el hirviente infierno de lava. Cuando, meses más tarde, todo pasó y se pudo descender al cráter, cuanto se encontró fue unos trozos de metal retorcido, y ni el menor rastro de los once desgraciados tripulantes. En su origen, las islas debieron de ser simples formaciones de granito y lava, pero con el transcurso de millones de años, la erosión y el viento fueron proporcionando la tierra en que habían de asentarse la flora y la fauna llegados del continente. Resulta interesante constatar que, hasta el arribo del ser humano, el archipiélago estuvo poblado únicamente por aves, insectos y reptiles, sin que se diera la presencia de un solo mamífero. Las focas lo son, desde luego, pero a éstas se les puede considerar más habitantes del mar que de la isla en sí. Durante millones y millones de años, las islas fueron transformándose y evolucionando así, muy lentamente, lejanas e ignoradas, hasta que en el siglo XVI, un grupo de españoles las encontró en su camino. Quiere la leyenda que, años antes, un inca peruano las visitó en una balsa; pero eso resulta bastante difícil de creer, teniendo en cuenta los escasos conocimientos de los incas. Pudieron llegar arrastrados por la Corriente de Humboldt, pero lo que no podrían, de modo alguno, es regresar por el mismo camino. Históricamente fue fray Tomás de Berlanga, obispo de Castilla de Oro, al que el rey mandara a resolver las disputas entre Pizarro y Almagro, el que descubrió las islas. Había partido de Panamá rumbo al Perú en 1535, cuando una calma chicha lo dejó totalmente a merced de una fuerte corriente que lo hacía derivar peligrosamente hacia el oeste, hacia el interior de un Mar del Sur que era, por aquel entonces, un terrible océano desconocido y misterioso. Pasaron los días y cuando, al fin, acuciados por la sed, los marineros se creían irremisiblemente perdidos, arribaron a una extraña isla que, en un principio creyeron poblada por caníbales. Pronto descubrieron que se hallaba completamente deshabitada. Tras esa primera isla en la que no encontraron agua — tuvieron que limitarse a beber la que extrajeron de los cactos—, probablemente La Española, distinguieron a lo lejos otra mayor. Dirigiéndose a ella fue como el obispo Berlanga descubrió el archipiélago. Fray Tomás se alejó de ellas sin bautizarlas, cosa extraña en un religioso español de aquellos tiempos, acostumbrados a darle nombre a todo un Nuevo Mundo. Al regresar a lugar seguro escribió al rey notificándole haber hallado en su camino… una tierra donde parecía que Dios hubiera derramado piedras sobre ella y e la que abundaban iguanas gigantescas, monstruosa tortugas y animales desconocidos, de tal modo que creían haber llegado a un lugar embrujado. Once años más tarde, el también español Diego de Rivadeneira volvió a encontrarlas en su camino cuando se dirigía desde el Sur a Centroamérica. A partir de entonces parecieron hundirse en el olvido, hasta el punto de que llegó a dudarse de su existencia. Cuantas veces se intentó buscarlas no se las pudo hallar. Por todo ello, y por estar pobladas por extraños animales de los que se hacían fantásticos relatos, pasaron a poco a convertirse en leyenda, hasta el punto de que se las conoció por el sobrenombre de «Islas Enedas», título que a menudo se impone al de Galápagos o archipiélago de Colón. A finales del siguiente siglo, comenzaron a ser visitadas por piratas y balleneros, pero tuvieron que pasar tres siglos para que, al fin, el presidente Flores, que gobernaba la naciente República del Ecuador, se decidiera a enviar al prefecto de Guayas, Olmedo, a dar nombre definitivo y tomar posesión oficial de las islas. Pese a todo ello, las Galápagos no comenzaron a tener importancia hasta tres años más tarde, en 1835, en que Charles Darwin puso el pie en las islas. Aunque quizás a algún lector le pueda parecer un tanto engorroso, creo que vale la pena, para una mejor comprensión de las islas, transcribir aquí cuanto Darwin dijo sobre ellas en su libro El origen de las especies por medio de la selección natural: «El hecho más importante y llamativo para nosotros es la afinidad que existe entre las especies que viven en las islas y las de la tierra firme más próxima, sin que sean realmente las mismas. Podrían citarse muchos ejemplos: el archipiélago de las Galápagos situado en la costa de América del Sur. Casi todas las producciones de la tierra y del agua llevan allí el sello inequívoco de continente americano. Hay 26 aves terrestres, de las cuales 21 son consideradas como especies diferentes. Se admitiría ordinariamente que han sido creadas allí y, sin embargo, la gran afinidad de la mayor parte de estas aves con especies americanas se manifiesta en todos los caracteres; en sus costumbres gestos y timbre de voz. Lo mismo ocurre con otros animales y con una gran proporción de las plantas, como ha demostrado Hooker en su admirable flora de este archipiélago. El naturalista, al contemplar a los habitantes de estas islas volcánicas del Pacífico, distantes del continente varios centenares de millas, tiene la sensación de que se encuentra en tierra americana. ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué las especies que se supone que han sido creadas en el archipiélago de las Galápagos y en ninguna otra parte, han de llevar tan visible el sello de su afinidad con las creadas en América? Nada hay allí, ni en las condiciones de vida, ni en la naturaleza geológica de las islas, ni en su altura o clima, ni en las proporciones en que están asociadas mutuamente las diferentes clases, que se asemeje mucho a las condiciones de la costa de América del Sur; en realidad, hay una diferencia considerable por todos estos conceptos. «Por el contrario, existe una gran semejanza entre los archipiélagos de las Galápagos y el de Cabo Verde en la naturaleza volcánica de su suelo, en el clima, altitud y tamaño de las islas; pero, ¡qué diferencia tan absoluta entre sus habitantes! Los de las islas de Cabo Verde están relacionados con los de África, lo mismo que los de las islas Galápagos lo están con los de América. Hechos como éstos no admiten explicación de ninguna clase dentro de la opinión corriente de las creaciones independientes; mientras que según la opinión que aquí se sustenta, es evidente que las islas de los Galápagos estarían en buenas condiciones para recibir colonos de América, ya por medios ocasionales de transporte, ya — aun cuando yo no creo esta teoría — por antigua unión con el continente. Las islas de Cabo Verde lo estarían para recibirlo de África; estos colonos estarían sujetos a modificación, delatando todavía el principio de la herencia; su primitivo lugar de origen. «Podrían citarse muchos hechos análogos: en verdad, es una regla casi universal que las producciones peculiares de las islas están relacionadas con las del continente más próximo y con la de las islas grandes más próximas. Pocas son las excepciones, y la mayor parte de ellas pueden ser explicadas. Así aunque la tierra de Kerguelen está situada más cerca de África que de América, las plantas están relacionadas, y muy estrechamente, con las de América, según sabemos por el estudio del doctor Hooker. Pero esta anomalía desaparece según lo teoría de que esta isla ha sido poblada principalmente por semillas llevadas con tierra y piedras en los icebergs arrastrados por corrientes dominantes. «Nueva Zelanda, por sus plantas endémicas, está mucho más relacionada con Australia, la tierra firme más próxima, que con ninguna otra región, y esto es lo que podía esperarse; pero está también evidentemente relacionada con América del Sur, que, aun cuando sea el continente que sigue en proximidad, está a una distancia tan enorme, que el hecho resulta una anomalía. Pero esta dificultad desaparece en parte dentro de la hipótesis de que Nueva Zelanda, América del Sur y otras tierras meridionales han sido pobladas en parte por formas procedentes de un punto casi intermedio, aunque distante, o sea las islas antárticas, cuando estaban cubiertas de vegetación, durante un período terciario caliente antes del comienzo del último período glaciar. La afinidad que, aunque débil, me asegura el doctor Hooker que existe realmente entre la flora del extremo sudoeste de Australia y la del Cabo de Buena Esperanza es un caso mucho más notable; pero esta afinidad está limitada a las plantas, e indudablemente se explicará algún día. «La misma ley que ha determinado el parentesco entre los habitantes de las islas y los de la tierra firme más próxima se manifiesta a veces en menor escala, pero de un modo interesantísimo, dentro de los límites de un mismo archipiélago. Así, cada una de las islas del archipiélago de los Galápagos está ocupada y el hecho es maravilloso por varias especies distintas; pero estas especies están relacionadas entre sí de un modo mucho más estrecho que con los habitantes del continente americano o de cualquier otra parte del mundo. Esto es lo que podría esperarse, pues islas situadas tan cerca unas de otras tenían que recibir casi necesariamente inmigrantes procedentes del mismo origen primitivo y de las otras islas. Pero)por qué muchos de los inmigrantes se han modificado diferentemente, aunque sólo en pequeño grado, en islas situadas a la vista unas de otras, que tienen la misma naturaleza geológica, la misma altitud, clima, etc.? Durante mucho tiempo me pareció esto una gran dificultad; pero nace en gran parte del error profundamente arraigado de considerar las condiciones físicas de un país como las más importantes, cuando es indiscutible que la naturaleza de otras especies, con las que cada una tiene que competir, es un factor del éxito por lo menos tan importante como aquéllas y generalmente muchísimo más. «Ahora bien, si consideramos las especies que viven en el archipiélago de los Galápagos, y que se encuentran también en otras partes del mundo, vemos que difieren considerablemente en las varias islas. Esta diferencia podría realmente esperarse si las islas han sido pobladas por medios ocasionales de transporte, pues una semilla de una planta, por ejemplo, habrá sido llevada a una isla y la de otra planta a otra isla, aun cuando todas procedan del mismo origen general. Por consiguiente, cuando en tiempos primitivos un emigrante arribó por vez primera a una de las islas, o cuando después se propagó de una a otra, estaría sometido indudablemente a condiciones diferentes en las diferentes islas, pues tendría que competir con un conjunto diferente de organismos; una planta, por ejemplo, encontraría el suelo más adecuado para ella ocupado por especies algo diferentes en las distintas islas, y estaría expuesta a los ataques diferentes de enemigos algo diferentes. Si entonces varió, la selección natural probablemente favorecería a variedades diferentes en las distintas islas. Algunas especies, sin embargo, pudieron propagarse por todo el grupo de islas y conservar, no obstante, los mismos caracteres, de igual modo que vemos algunas especies que se extienden mucho por todo su continente y que se conservan las mismas. «El hecho verdaderamente sorprendente en este caso del archipiélago de los Galápagos, y en menor grado en algunos casos análogos, es que cada nueva especie, después de haber sido formada en una isla, no se extendió rápidamente a las otras. Pero las islas, aunque a la vista unas de otras, están separadas por brazos de mar profundos, en la mayor parte de los casos más anchos que el canal de la Mancha, y no hay razón para suponer que las islas hayan estado unidas en algún período anterior. Las corrientes del mar son rápidas y barren entre las islas, y las tormentas de viento son extraordinariamente raras; de manera que las islas están de hecho mucho más separadas entre sí de lo que aparecen en el mapa. Sin embargo, algunas de las especies, tanto de las que se encuentran en otras partes del mundo como de las que están confinadas en el archipiélago, son comunes a varias islas, y de su modo de distribución actual podemos deducir que de una isla se han extendido a las otras. Pero creo que, con frecuencia, adoptamos la errónea opinión de que es probable que especies muy afines invadan mutuamente sus territorios cuando son puestos en libre comunicación. Indudablemente, si una especie tiene alguna ventaja sobre otra, en brevísimo tiempo la suplantará en todo o en parte; pero si ambas son igualmente adecuadas para sus propias localidades, probablemente conservarán ambas sus puestos, separados durante tiempo casi ilimitado. «Familiarizados con el hecho de que en muchas especies naturalizadas por la acción del hombre se han difundido con pasmosa rapidez por extensos territorios, nos inclinamos a suponer que la mayor parte de las especies tienen que difundirse de este modo; pero debemos recordar que las especies que se naturalizan en nuevos países no son generalmente muy afines de les habitantes primitivos, sino formas muy distintas, que, en número relativamente grande de casos, como ha demostrado Alphonse de Candolle, pertenecen a géneros distintos. En el archipiélago de los Galápagos, aun de las mismas aves, a pesar de estar bien adaptadas para volar de isla en isla, muchas difieren en las distintas islas; así, hay tres especies muy próximas de «Mimus», confinada cada una a su propia isla. Supongamos que el «Mimus» de la isla Chatham es arrastrado por el viento a la isla Charles, que tiene su «Mimus» propio, ¿por qué habría de conseguir establecerse allí? Podemos admitir con seguridad que la isla Charles está bien poblada por su propia especie, pues anualmente son puestos más huevos y salen más pajarillos de los que pueden criarse, y debemos admitir que el «Mimus» peculiar a la isla Charles está adaptado a su patria, por lo menos, tan bien como la especie peculiar de la isla Chatham. Sir C. Lyell y míster Wollaston me han comunicado un hecho notable relacionado con este asunto, y es que la isla de la Madera y el islote adyacente de Porto Santo poseen muchas especies de conchas terrestres distintas, pero representativas, algunas de las cuales viven en resquebrajaduras de las rocas; y a pesar de que anualmente son transportadas grandes cantidades de piedra desde Porto Santo a Madera, sin embargo, esta isla no ha sido colonizada por las especies de Porto Santo, aun cuando ambas islas lo han sido por moluscos terrestres de Europa que indudablemente tenían alguna ventaja sobre las especies indígenas. «Por estas consideraciones creo que no hemos de maravillarnos mucho porque las especies peculiares que viven en las diferentes islas del archipiélago de los Galápagos no hayan pasado todas de unas islas a otras.» Capítulo XIV SANTA CRUZ Apenas la proa de la barca enfiló la entrada de Academy-Bay, comprendí que la isla de Santa Cruz era otra cosa, tenía más vida, estaba más «civilizada» que el resto de archipiélago. La bahía en sí misma llama la atención: el agua es azul, muy clara, transparente y tranquila, y lame suavemente, por la izquierda, un farallón cortado a pico, en cuya cumbre alternan los inmensos cactos y los pequeños edificios de piedra de los colonos alemanes. Luego, al fondo, donde se junta el acantilado y la tierra llana, el mar penetra formando una diminuta ría que sirve de refugio a las barcas más frágiles, y de piscina a los niños. Desde ahí, el pueblo se extiende hacia la derecha, comenzando por una blanca iglesia y un cuartelillo de la Marina, para seguir — por una sola calle de tierra hasta los distantes edificios de la Fundación Darwin. En conjunto, unas cuarenta casas, un solo vehículo — el «jeep» de la Fundación — y unos trescientos habitantes, incluidos los marinos. Las gentes de Santa Cruz viven de la pesca y de una rudimentaria agricultura, en fincas que suelen encontrarse a bastante distancia, isla arriba. Se dan bien el maíz, la calabaza, las piñas y los plátanos. Los guayabos, propagados por los excrementos de los animales, han llegado a constituir una plaga en la isla. Poseen también abundancia de cabras, cerdos, burros, gallinas, conejos y hasta vacas, aunque no tantas como en San Cristóbal o Isabela. Todo lo demás, desde las agujas a las cerillas, las velas o el papel, les ha de llegar desde el continente por medio de un viejísimo y cochambroso barquito que siempre está amenazando hundirse. Tiene asignado un servicio mensual, aunque la mayoría de las veces no lo cumpla. — Este lugar parece agradable — comenté con Guzmán—, mientras nos aproximábamos—. ¿Por qué eligió San Cristóbal? — Por los recuerdos — replicó—. Aquí, se quedaron a vivir muchos de los antiguos guardianes del penal de Isabela, y prefiero no tenerlos cerca. Algún día podría recordar muchas cosas y acabar matándoles, que es lo que se merecen. — ¿Tan duro era aquello? — ¿Duro…? Ésa no es la palabra… — Rió con amargura—. Era un infierno… Había tres campamentos: el de la playa, para los de condenas cortas o los «enchufados»; Santo Tomás, a hora y media de camino y, por fin, «Alemania», en el corazón de la isla. Si te mandaban a «Alemania», podías jurar que nunca volverías, a no ser que todos los santos del cielo te echaran una mano. Trescientos latigazos eran allí un castigo corriente por robar unas frutas o beberte un vaso de agua cuando no te correspondía. A los que intentaban evadirse — no sé a dónde — los colgaban de los pulgares, con los pies sin rozar apenas el suelo, y los tenían así una semana, sí es que antes no se les quedaban los dedos en el árbol, desprendidos del resto. El reincidente en la fuga, moría de «accidente» y, los guardianes nos obligaban a que les laváramos los pies. No, no quiero estar viéndoles constantemente la cara a esa pandilla de canallas… No quiero meterme en más líos. Me gustan las islas, con su vida simple y tranquila, sin ambiciones ni problemas. No hay mucho futuro, lo sé, pero tampoco quiero que vuelva mi pasado. — ¿Nunca regresará al continente? — Nunca. Atracó la barca al diminuto espigón de cemento de la pequeña ría, y me ayudó a sacar mis cosas Cuando le pregunté dónde podía alojarme, señaló al final de la calle de tierra. — Un norteamericano alquila cabañas a los turistas que vienen en yate, pero son muy caras: cincuenta dólares diarios… Váyase a casa de Jimmy Pérez, allá, al fondo. Él suele tener alguna habitación libre. Nos despedimos con fuerte apretón de manos. Me hubiera gustado invitarle a una copa, pero tenía prisa para hacerse de nuevo al mar y regresar a su isla. La última vez que le vi, mientras me dirigía hacia la casa de Jimmy Pérez, su barca parecía volar sobre las olas en busca de la bocana y el mar libre. Me apenaba separarme de Guzmán. Era un gran tipo. Jimmy Pérez tenía, efectivamente, una habitación libre a un precio módico: Un lugar limpio y agradable, a dos metros del mar. Desde la ventana, casi se podía pescar, y había hermosas flores rojas por todas partes y un par de enormes garzas blancas que venían a comer en la mano. En todos mis viajes posteriores me hospedé siempre en casa de Jimmy, y, en cierta ocasión, en que tan sólo estuve unas horas en Santa Cruz, cuando iba a bordo de Linnaa, le hice una visita. Era un personaje extraño. No sé si había nacido en Ecuador o era cubano. Tenía — y supongo que aún los tiene — unos sesenta años, pelo blanco, complexión fuerte y cierta cultura. Por lo que contaba, había residido mucho tiempo en los Estados Unidos, y su vida debió de ser allí bastante movida y aventurera. producía la impresión de haber corrido mucho mundo — a menudo, más acuciado de lo que él quisiera — y al fin, había ido a recalar de un modo u otro a las Galápagos, decidiendo que era un buen lugar para quedarse. Montó un pequeño comercio en el que despachaba desde arroz hasta refrescos y cigarrillos; se construyó una hermosa casa junto al mar, la amplió con un par de habitaciones que alquila a los vagabundos que aparecen de tanto en tanto por la isla, y echó su ancla definitivamente en el centro mismo de Academy-Bay. Soñaba con llevar a cabo empresas importantes para el archipiélago: atraer el turismo construir una urbanización y un gran hotel; abrir una carretera a través de la isla, hasta el canal que la separa de Baltra… Cuando te decía que, en ese caso, las Galápagos perderían su encanto, acababa por aceptarlo. — Es cierto — replicaba — pero es que siempre fui hombre de grandes proyectos y no puedo olvidarlo. Una vez, en Nueva York… Pasábamos horas charlando, mientras, de tanto en tanto, llegaba un nativo a por media libra de arroz, una chocolatina o una lata de guisantes. Lo único mato que tenía «lo de Jimmy Pérez» era, que no servía comidas, y se hacía necesario buscar por todo el pueblo a alguien que quisiera preparar algo. Se conseguía en la cabaña de una vieja negra de Esmeraldas — Cándida—, cargada de hijos y suciedad, que ofrecía sus extraños guisos en desportillados platos de latón sobre una mesa sin mantel. Comen allí los obreros, los campesinos y algún que otro marinero de paso por las islas, El menú normal es arroz blanco y patatas, con algo de carne de origen dudoso o un huevo frito. Nada de pescado, pese a que bastaría bajar cuarenta metros hasta el mar para conseguirlo. Una Comida en casa de Cándida suele costar, al cambio unas ocho pesetas, y basta para mantener vivo a un hombre. Lo mejor es irse a la playa, pescar algo o conseguir una langosta y llevársela para que la prepare. Cobra lo mismo, «porque el pescado, hay que limpiarlo», pero resulta incomparablemente más sustancioso. A la mañana siguiente, muy temprano, me encaminé a la Fundación Darwin, que se alza a poco más de un kilómetro del pueblo, siguiendo por el único camino que existe y que bordea el mar, en uno de los lugares más bellos que conozco, en la punta sureste de la bahía, escondida entre la exuberante vegetación de infinidad de árboles y arbustos sobre los que destacan, impresionantes, los altos cactos de más de diez metros. Abundan las flores, y los pinzones de Darwin pueden contarse por millares. A la orilla del mar corretean las iguanas marinas, negras, con manchas rojas o verdes, y más al interior, viven grandes galápagos de todo tipo. La Fundación en sí está formada por cuatro o cinco pabellones, amén de la casa del director. En ellos se investiga seriamente — en magníficos laboratorios — todo ese portento de vida animal y vegetal que son las Islas Encantadas. El director es un alemán, aunque también trabajan allí científicos de las más diversas nacionalidades. Recuerdo haber tropezado en uno de mis viaje con un joven ornitólogo norteamericano recién llegado, que parecía haber alcanzado, con su arribo al archipiélago, el sueño de toda una vida. La Fundación está dedicada preferentemente al estudio de las grandes tortugas, los galápagos de tierra que dieron nombre a las islas. Eran, en un principio, increíblemente abundantes, pero, hoy en día, y si no fuera por los esfuerzos de la Fundación y del Estado ecuatoriano, estarían ya en trance de desaparición, al igual que han desaparecido del resto del mundo. Fósiles de tortugas terrestres similares se han encontrado en los más diversos rincones del planeta, desde la India a Estados Unidos o Europa, pero, en la actualidad, sólo subsisten en las islas Mascareñas y aquí, en Galápagos. Los científicos distinguen, entre las del archipiélago, quince especies diferentes, exclusivas casi cada una de ellas de una isla determinada. Por desgracia, algunas han desaparecido por completo. No puede encontrarse ni un solo ejemplar en Floreana, Rábida o Santa Fe. En otras islas, como en Hood, están seriamente amenazadas, y se puede decir que únicamente son abundantes en Isabela, San Salvador y Santa Cruz, Los mayores ejemplares alcanzan un peso superior a los doscientos cincuenta o trescientos kilos y su carne es exquisita, mejor que la del pollo o faisán. Produce un aceite de primerísima calidad y ésa fue la causa de su desaparición. Cuando piratas y balleneros descubrieron que constituían un manjar excelente y que podían conservarse vivas en bodegas durante meses sin necesidad de comer absolutamente nada, tomaron la costumbre de acudir a las islas a cargar con ellas sus calas, como provisión para las largas travesías. Luego, vista la calidad de su aceite, los norteamericanos comenzaron a enviar buques al archipiélago con el único fin de cazarlas, y se calcula que, durante el siglo pasado, se organizaron más de quinientas de esas expediciones, que dieron como fruto la matanza de unas veinticinco mil tortugas. Por si ello no bastara, el hombre trajo a las islas cabras, cerdos, perros, vacas y ratas que contribuyeron a la exterminación de la especie. Cabras y vacas devoraban los tallos tiernos y las gramíneas frescas de que se han alimentado tradicionalmente estas bestias, condenándolas así a pasar hambre. Es una demostración de lo que debió de ocurrir hace millones de años, cuando los mamíferos invadieron la Tierra y vencieron — en la batalla por la subsistencia — a los antepasados de estas tortugas. No se sabe con certeza cómo llegaron a las islas. Probablemente, nadando, aunque luego perdieron esa capacidad puesto que ni siquiera fueron capaces de trasladarse de una isla a otra, y así evolucionaron en esas quince especies distintas. Lo cierto es que aquí encontraron refugio seguro durante mucho tiempo, y hubieran continuado reproduciéndose en paz, si el hombre no hubiera aparecido nunca. Los perros, los cerdos y las ratas que ese hombre trajo consigo tomaron la costumbre de buscar y devorar los huevos de los galápagos, de modo que tan sólo uno, de cada diez mil huevos, llegó a convertirse en individuo adulto. La hembra suele poner de seis a once huevos, y prefiere hacerlo en la arena, en un hoyo que cubre con una fina capa para que el sol los incube. Si el terreno es duro, se contenta con depositarlos en un hueco entre las rocas. Esto es lo que los hace fáciles de encontrar perros y cerdos, que los consideran uno de sus manjares favoritos. Sin embargo, se puede decir que aquella tortuga que llega a sobrepasar los treinta centímetros de longitud, está asegurada para una larga vida, ya que se dice que existen algunas de trescientos y hasta cuatrocientos años de edad, es decir, casi contemporáneas de Hernán Cortes y Felipe II. Además de esta fantástica longevidad, presentan otras características físicas realmente curiosas, como es el hecho de que se las pueda ir cortando a pedazos día a día sin que se mueran y sin que parezcan y dolor alguno. Separada la cabeza del tronco, el corazón aún palpita durante quince días. Me aseguraban los habitantes de Santa Cruz que, cuando se le arranca el cerebro a una tortuga — apenas mayor que una habichuela—, el animal aún anda durante medio año, y que, cercenada la cabeza, una hora después todavía puede morder. En las partes altas de la isla — donde prefieren habitar, excepto en la época de incubación—, existe una colonia de mil galápagos, que se extienden por una zona húmeda constantemente refrescada por la «garúa» o los vientos de las alturas. Aunque parezca increíble por su tamaño y peso, no son, como podría creerse, sedentarios, sino que, por el contrario, se encuentran en continuo movimiento, de modo que pueden llegar a recorrer más de siete kilómetros al día. Los grandes machos son como gigantescos tanques vivientes que avanzan pesadamente por entre rocas y cactos sin permitir que nada se interponga en su camino. Suben cuestas que, a primera vista, les parecen vedadas, y bajan al fondo de los barrancos haciendo equilibrios y demostrando una infinita paciencia para colocar cada una de sus anchas y pesadas patas. Nunca levantan una de ellas mientras no tengan la seguridad dc tener las otras tres firmemente asentadas. Tal prudencia les resulta esencial, porque es sabido que si al resbalar y caer quedasen de espaldas, nunca podrían enderezarse y acabarían muriendo de hambre y sed tras una agonía que puede durar años. Meses y meses de patalear así, patas arriba, bajo un sol abrasador y sin ninguna esperanza de salvación, debe de constituir una muerte espantosa, incluso para un animal tan insensible al dolor como un galápago. La Fundación Darwin, de Santa Cruz, está realizando una gran labor en defensa de estos animales, pero, pese a ello, se considera que su futuro en las islas no es muy prometedor. Aunque el hombre ya no los persiga, y esté duramente castigado el matarlos y molestarlos, nadie puede controlar a los perros, cerdos y cabras, que acabarán con ellos, como acabaron en los restantes lugares en que habitaban. Supervivientes de la Era Terciaria, monstruos antediluvianos fuera ya de lugar en nuestro mundo, están condenados a la extinción definitiva. Los días en Santa Cruz transcurrieron agradablemente a base de largos paseos para visitar los galápagos del interior; charlas con los encargados de la Fundación; baños en la playa; jornadas de pesca, y discusiones con Jimmy Pérez sobre el futuro turístico de las islas. Una mañana, en uno de mis paseos por la playa observando a las iguanas marinas, me tropecé de pronto con una rústica tienda de campaña que no estaba allí la mañana anterior. Al ruido de mis pasos, salió inmediatamente de su interior un hombre bajo y fuerte, de poco pelo y larga barba. Hablaba en francés, con fuerte acento alemán, y se apresuró a preguntarme si el pedazo de playa en que había montado su tienda era mío y me estaba molestando. Al responderle que no, que a mi entender aquel lugar no pertenecía — como la mayor parte de las islas — a nadie, pareció tranquilizarse. — Es que llegué ayer, ¿sabe? — aclaró—. Y aún no conozco las costumbres. ¿Cree que me dejarán quedarme aquí? Luego, me explicó que era suizo, oficinista en Berna, y que desde que leyó el libro Las Encantadas, de Herman Melville, había soñado con irse a vivir a las islas. Un buen día, vendió cuanto tenía, se agenció una tienda de campaña y un fusil de pesca submarina y se echó al camino. ¡Y había llegado! Después de dos meses de esperar en Panamá, consiguió, al fin, un yate chileno que pasaba por las islas. Lo aceptaron como ayudante de cocinero, y la tarde anterior lo habían desembarcado en Academy-Bay. — Un largo viaje — comenté—. Y pesado… Miró a su alrededor: al mar azul y limpio, a la blanca playa, a las rocas negras y los altos cactos, a las iguanas que se paseaban tranquilamente junto a su tienda, y sonrió: — Pero valía la pena, ¿no? — dijo. — Eso depende. ¿Piensa quedarse definitivamente? — Desde luego. Ya he soportado cuarenta años de coches, de oficina, de jefes malhumorados, de máquinas calculadoras que siempre se equivocan, aunque eso sea oficialmente imposible… ¡Demasiado! El resto quiero que sea paz, silencio, aire puro, bañarme en mar a todas horas, andar semidesnudo… — ¿Y de qué piensa vivir? Me mostró su fusil de pesca submarina — que, por cierto, era de fabricación española — y una caña aparejada. — De esto. Ese mar está lleno de peces. Luego, buscaré un terreno y plantaré patatas, maíz, frutales… Lo que necesite. — ¿Como un nuevo Robinsón? — ¿Por qué no? Por duro que resulte, no lo será más que la vida en la ciudad. ¿Cree que me dejarán quedarme aquí? — insistió. — Supongo que sí — repliqué—. Aunque si quiere terreno para plantar, tendrá que irse algo más lejos. El Gobierno no pone ninguna pega a los extranjeros que se quedan aquí. Incluso hay islas desiertas para usted solo, si es que quiere irse a vivir a ellas. — ¿Está seguro? — Completamente. Pero la mayoría de esas islas no tienen agua. — Lloverá. — Supongo, pero no sé cuándo. Aquí, las islas que tienen tierras altas detienen las nubes y disfrutan las lluvias o «garúas» pero tengo entendido que en algunas islas bajas, como Santiago, no llueve jamás. — ¿Sabe que se puede destilar el agua del mar con un alambique? Le miré, sorprendido. No podía saber si hablaba en serio. — ¿Tanto interés tiene por no ver a nadie? Sonrió. Tenía una sonrisa simpática, aunque algo triste. — Me gustaría hacer la prueba, intentar defenderme por mí mismo, sin ayuda. ¿Se imagina qué hermoso debe de ser? Estar en una isla, completamente, solo, y pensar que en el resto del mundo la gente se anda matando sin razón alguna. Encontrarse a sí mismo, limpiarse de todos los deseos absurdos que la sociedad nos hace concebir, olvidar tantas necesidades innecesarias a que nos hemos acostumbrado… Sentirse, en fin, como debió de sentirse Adán, pero con la certeza, además, de que hemos dejado atrás lo malo. — ¿Un Adán sin Eva? Se echó a reír. — Ustedes, los latinos, siempre piensan en lo mismo — comentó—. ¿De verdad no concibe la vida sin una mujer? — Difícilmente — confesé. — En ese caso — sentenció—, nunca podrá ser un verdadero hombre de las islas, un «varado», un Robinsón… por mucho que viaje, siempre será un ave de paso que necesita volver, pronto o tarde, a su nido. Nos enzarzamos en una larga discusión, aunque yo sabía de antemano que él tenía razón. Capitulo XV MELVILLE A la semana de estancia en Santa Cruz, cuando la había recorrido de punta a punta en toda la extensión en que es posible hacerlo a pie, comprendí que me encontraba aislado y necesitaba buscar un medio de transporte que me llevara a las restantes islas y, por fin, a Seymur. Me habían asegurado que, al cabo de quince días, un avión militar ecuatoriano llegaría en vuelo de reconocimiento a la antigua base de los norteamericanos en la pequeña isla de Seymur o Baltra. Si no conseguía que ese aparato de «Tame» me devolviera al continente, habría de esperar, por lo menos, un mes a que el diminuto barco de cabotaje quisiera aparecer por las islas, cosa que nunca estaba garantizada. Tenía, pues, que agenciarme una embarcación como fuera, y comencé a moverme en ese sentido. Pronto llegué a la conclusión de que en toda Santa Cruz tan sólo conseguiría, con suerte, el pequeño yate de Karl Angermeyer, el Robinsón o el Duque de las Galápagos, como se le llama, y del que ya había oído hablar antes de llegar al archipiélago, aunque todavía no me lo hubiera tropezado en el pueblo. Siguiendo la costumbre de la isla, me encaminé al embarcadero y «tomé prestado» el primer bote de remos que encontré a mano. En él, crucé la bahía hasta la distante casa de Argenmeyer, que se alza, preciosa, en el mejor emplazamiento de la ensenada, sobre los farallones, a cuatro metros sobre el mar. Durante el trayecto, un par de focas vinieron a jugar a mi alrededor, y al llegar a la casa, me sorprendió el gran número de iguanas marinas que aparecían por todas partes, incluso en el alféizar de las ventanas y sobre el tejado. El mismo Argenmeyer salió a recibirme. Vestía un simple pantalón corto, andaba descalzo y las plantas sentaban la gruesa costra de quien no de sus pies presentaban la gruesa costra necesita calzado ni aun para caminar sobre cristales. Tendría unos cuarenta y tantos años, y una pequeña barba le hacía parecerse al Robert Taylor de Ivanhoe. Más tarde, me contó que, años atrás, había tenido varías proposiciones de Hollywood para dedicarse al cine, pero que ni por ellas, ni por nada, sería capaz de abandonar su soledad de las Galápagos. Karl Argenmeyer y sus hermanos habían llegado al archipiélago treinta y tres años antes, traídos directamente en yate por su padre, un comerciante de Hamburgo que, un día, sintió la necesidad de abandonar las «comodidades» de un mundo demasiado mecanizado, y buscar para sus hijos un lugar en el que pudieran vivir más de acuerdo con su naturaleza de seres humanos. Vendió cuanto tenía, abanderó su barco, metió en él a todos los suyos y se hizo a la mar. Navegó y navegó en busca del paraíso soñado y lo encontró aquí, en las Islas Encantadas; unas islas en las que no habitaban por aquel entonces más que un centenar de personas y que se pasaban meses y hasta años sin tener contacto alguno con el resto del mundo. En un principio, la vida fue difícil. Al igual que otros que también se habían establecido allí de idéntica manera, los Argenmeyer se vieron en la necesidad de conseguirlo absolutamente todo, con su esfuerzo. Desde las patatas y los tomates que constituían su comida, hasta la casa que les daba cobijo o las herramientas que precisaban para el trabajo diario. Fue una lucha dura y, desde luego, hermosa. Una lucha en la que cada día parecían a punto de ser vencidos y al borde de perecer o renunciar, y en la que cada día, sin embargo, salían triunfantes, consiguiendo poco a poco hacer su vida cada vez más llevadera. Cuando estuvieron en condiciones de elegir, no quisieron para ellos nada mejor de lo que tenían. Metro a metro, roturaron sus fincas; piedra a piedra, construyeron sus casas; tabla a tabla, fabricaron sus muebles; cuaderna a cuaderna, construyeron sus propios barcos. Hoy, la casa donde Karl me recibió es, en cualquier lugar del mundo, una casa de millonarios; al igual que lo es su yate, con el que recorrí el archipiélago. Está casado y es feliz. Su esposa es mayor que él, pero eso no parece importarle mucho. La historia de su boda es curiosa. Cuando su hermano y él crecieron y sintieron la necesidad de tener una mujer a su lado, no había en el archipiélago más mujeres disponibles que una viuda noruega y su hija, llegadas a las islas muchos años antes, en compañía del esposo, muerto. Tenían que elegir entre las dos, y los hermanos se lo consultaron. Al fin, unos dicen que echándolo a suerte, otros que por convencimiento, Karl se casó con la madre, y su hermano, un año menor que él, con la hija. Hoy, las dos parejas viven una junto a la otra y las dos parecen — por lo que pude advertir — dichosas. La suegra de Kari, una anciana pintoresca que no habla más que noruego, se pasea eternamente de una casa a la otra con un loro al hombro; loro que también, lógicamente, sólo habla noruego. Y en la casa, aparte de la familia, los loros, los perros y los gatos, viven las iguanas. Docenas, casi un centenar de iguanas marinas que pululan por doquier; que incluso duermen dentro, en la chimenea, y que acuden como gallinas cuando su amo, Karl, las llama a la hora de comer. ¡Qué extraño espectáculo el de estos bichos de aspecto terrorífico acudiendo en tropel a comer mansamente en la mano del hombre! ¡Y qué extraño que unas bestias cuya única dieta natural está constituida exclusivamente por algas marinas, se hayan acostumbrado, no obstante, al pan, la carne e incluso a los macarrones a la italiana! Me costaba trabajo creerlo, pese a que lo estaba viendo. Un pacífico gato intentaba disputarles algún trozo de carne, pero las iguanas acudían de un lado y otro, le aturdían y le dejaban en ayunas, pese a la reconocida astucia de los felinos. Un perro dálmata lo observaba todo sin intervenir, escarmentado ya, y el mismo Kari, se las veía y deseaba para atender a aquellos pequeños dragones prehistóricos, ansiosos de comer macarrones, Luego, concluida la pitanza, cada cual volvió a su lugar predilecto a seguir tomando el sol como cualquier lagarto. Estas iguanas marinas que sólo subsisten aquí, en las Galápagos, habiendo desaparecido de resto de mundo, son de tamaño algo menor que las de tierra, de modo que raras veces sobrepasan el metro de longitud. Como se alimentan de algas, se internan en el mar a buscarlas, preferentemente con la bajada de las mareas, permaneciendo el resto del tiempo tumbadas al sol. Pese a su terrible aspecto, que infunde en principio cierto respeto debido a las púas de su cresta y a sus largas y afiladas garras, resultan totalmente inofensivas. Tienen justa fama de buenas nadadoras, ágiles y escurridizas, y la prueba está en que, a muchas, les falta un pedazo de cola. La han dejado entre las fauces de los tiburones que las consideran uno de sus desayunos predilectos. Son tan rápidas que lo único que puede alcanzar de ellas el veloz tiburón es esa punta de la cola. Por la particularidad de su dieta, no resultan comestibles, a diferencia de sus congéneres terrestres, que suelen servir de alimento al hombre en muchos países. En las Galápagos abundan de las dos especies aunque en Santa Cruz suelen ser más frecuentes marinas. Las de tierra, mayores y de un colorido más vivo, son más bonitas — dentro de lo que se puede considerar bonitos a estos animales — Y, sobre todo sus cabezas, coloreadas en pardos, ocres y amarillos, resultan, a veces, extrañamente llamativas. Las de tierra se alimentan con cactos y raíces, aunque pueden comer cualquier cosa y son tan pacíficas que cuando se ofrece un trazo de pan o de naranja vienen a tomarlo de la mano. Entre sí, sin embargo, y en especial en la época de celo, las iguanas terrestres se muestran muy fieras librando terribles combates en los que emplean tanto las garras como la fuerte dentadura. Las de mar siempre son pacíficas y sumamente gregarias. Tan sólo las hembras aparecen hostiles cuando otra intenta poner huevos cerca de los suyos, cosa que hacen en la arena, no lejos del mar. Los entierran a poca profundidad para que el sol los incube y para que el mar los mantenga húmedos. Discutí con Argenmeyer la posibilidad de alquilarle su yate y, al fin, llegamos a un acuerdo. Me pedía cuatro y lo dejamos en tres mil pesetas diarias, incluida manutención y los servicios de él y de su único marinero, Roberto. Al día siguiente, estaría en condiciones de hacerse a la mar. Le hablé, luego, de mi recién adquirido amigo, el suizo Michel, que pretendía convertirse en un Robinsón como lo había sido él, y se ofreció a ayudarle en cuanto estuviera en su mano. Su experiencia y sus consejos en aquel tipo de vida podían serle de gran utilidad. — Si no tiene miedo a desaparecer — dijo—, que se vaya a Floreana. Hay agua abundante, caza y buena pesca. Puede pasarse años sin ver a nadie, porque, si deja en paz a los Wittmer, ellos le dejarán en paz a él. La isla es bonita y fértil: un verdadero paraíso. — Pero, ¿y si un día se lo traga la tierra? — Ése es el riesgo que corre. — ¿Usted iría? Se echó a reír y comentó: — Yo estoy bien aquí. Luego cambió de conversación y me invitó a ver sus cuadros. La técnica pictórica de Karl es curiosa. No usa pinceles, ni espátula, ni nada que se te parezca. Sólo usa sus fuertes y gruesos dedos, con los que distribuye, a golpes, la pintura aquí y allá. Es una fórmula primitiva y extraña, pero que no deja de dar un llamativo resultado. Abusando de los rojos y de los azules, compone escenas de la vida en las islas, y en sus cuadros abundan las iguanas, las focas y las puestas de sol. Me contó que ha realizado ya varias exposiciones en todo el mundo, vendiendo el total de su producción, y que siempre tiene muchos más encargos de los que puede entregar. A juzgar por la enorme cantidad de pintura que emplea en cada uno de ellos, no sé si llegará a resultarle un negocio rentable. Cené con los Argenmeyer; ella es una delicada cocinera y una exquisita dama. Ya bien entrada la noche, tomé nuevamente el bote y, bajo la luz de una hermosa luna, regresé al embarcadero. Un par de focas — quizá las mismas que me habían acompañado a la ida — me hicieron compañía durante el corto paseo. Luego, en el único bar del pueblo, me tropecé con Michel, el suizo, que tomaba unas copas con los lugareños, intentando saber por ellos qué lugar le convenía más para establecerse. Le conté lo que me había dicho Argenmeyer y pareció interesarle Floreana, pero los campesinos intervinieron inmediatamente. — No se le ocurra ir allá — aconsejaron al unísono—. Esa es la isla de «irás y no volverás». Está maldita. Y te contaron su historia con todo lujo de detalles; la mayoría de ellos, imaginarios y exagerados. Michel permanecía silencioso y pensativo. — ¿Se ha creído todo eso? — pregunté—. La mayoría son fantasías. — ¿Por qué no había de creerlo? Los desaparecidos eran gente de carne y hueso, con nombre e identidad, y ya no existen. Algo habrá de verdad. — Pero no va a decirme que admite que puede existir una isla maldita… — ¿No ha leído a Melville? Lo que sé de las Galápagos, lo sé a través de él, que estuvo en ellas y las considera Encantadas, capaces de todos los prodigios… Era así como esperaba encontrarlas. — Han pasado cien años… — ¿Y qué ha cambiado? Hay un pueblo con unos centenares de habitantes, de habitantes, pero ellos mismos confiesan que ni siquiera conocen lo que esconde su propia isla. Y otras están deshabitadas e incluso inexploradas… ¿por qué no puede ser todo como en los tiempos Melville? No supe qué responderle. En realidad no recordaba bien el libro de Melville. Tan sólo tenía una vaga idea de que, a mi entender, la descripción que hacía no era demasiado halagadora para el archipiélago, y más bien hubiera servido para quitar al más entusiasta viajero todo deseo de conocerlo. También contenía algunas inexactitudes, como asegurar que existían grandes arañas y serpientes peligrosas, cosas ambas totalmente falsas. Se lo indiqué a Michel y pareció escandalizarse: — Estar aquí y no saberse a Melville de memoria es casi un pecado — aseguró — Nadie como él ha descrito estas islas: su paisaje, su ambiente, su misterio… Venga, venga conmigo. Le prestaré el libro. Le recordé que al día siguiente, me iba, pero insistió en que podía acabarlo en esa noche. — Es muy corto — indicó—. Y una vez que se ha comenzado, no se puede dejar. Quieras que no tuve que seguirle hasta su tienda; y allí, del fondo de una maleta, envuelto en plástico, sacó, como si se tratara de un tesoro, un pequeño libro encuadernado en piel. Aparecía muy sobado, como si lo hubiera releído un centenar de veces, y de sus páginas caían hojas de bloc con anotaciones. Al llegar a mi habitación, me acosté, encendí un cigarrillo y abrí aquella especie de biblia particular del suizo Michel. Herman Melville. LAS ENCANTADAS [6 - La presente versión de Las encantadas corresponde a la traducción de Cristóbal Serra, Ed. «Seix y Barral»] «Tomad unos veinticinco montones de carbonilla, diseminados aquí y allá por un descampado, luego imaginaos que cada uno de ellos se ha agrandado hasta alcanzar el tamaño de una montaña, después imaginad que el descampado es el mar y todo ello os dará una idea del aspecto general de las Islas Encantadas. Un grupo de volcanes extinguidos, antes que islas, que presenta el aspecto que podría ofrecer el mundo después de haber sufrido el castigo de una conflagración. «No hay duda que ningún otro sitio de la Tierra aventaja a ése en desolación. Cementerios abandonados de otras edades o viejos poblados que se cayeron a pedazos, constituyen espectáculos harto melancólicos, pero, al igual que todo lo asociado con la Humanidad, aún despiertan en nosotros algún efecto, por más triste que sea. Por eso mismo, incluso el mar Muerto, cualesquiera sean las emociones que inspire, no deja de suscitar en el ánimo del viajero cierto placentero sentimiento. «Los grandes bosques de las regiones nórdicas, los espacios de mares aún no explorados, los llanos helados de Groenlandia, constituyen las más hondas soledades que nos es dado contemplar. Con todo, la magia que emana de la sucesión de mareas y estaciones mitiga el terror que producen y además, aunque sin huéspedes, esos bosques reciben la visita de la primavera. Hasta los más remotos mares reflejan estrellas que nos son familiares, como ocurre en el lago Erie, y en el aire nítido, de un hermoso día polar el hielo ralante y azul adopta tonalidades tan bellas como las de la malaquita. «Pero la especial maldición, por así decirlo, que pesa sobre las Encantadas y lo que las sitúa, en cuanto a desolación, muy por encima de Idumea y del Polo, es que para ellas no existe la mutabilidad, el cambio de las estaciones, ni el cese de los infortunios. Vecinas del Ecuador, no conocen el otoño ni la primavera; y, reducidas a cenizas, la destrucción no puede proseguir ya su obra demoledora. Las lluvias refrescan los desiertos, pero en estas islas jamás cae la lluvia. Son como las calabazas de Siria que, dejadas secar bajo un sol tórrido, acababan por agrietarse. «Apiadaos de mí — parece clamar el espíritu lastimero de las Encantadas — y enviadme a Uzaro, que puede mojar las yemas de sus dedos en el agua y refrescar mi lengua, pues sufro el tormento de la llama.» «Otro rasgo de estas islas es que son francamente inhabitables. Se considera como arquetipo de un reino caído que el chacal pudiese guarecerse entre las ruinas de un páramo que fue Babilonia; sin embargo, las Encantadas no sirven siquiera de refugio a las bestias descastadas. El hombre y el lobo huyen de ellas. Tan sólo abundan los reptiles, tortugas, lagartos, inmensas arañas, serpientes y esa singular anomalía de la extraña Naturaleza, la enorme iguana. Ninguna voz, ningún mugido, ningún aullido puede escucharse; aquí, el sonido más característico de la vida es el silbido. «De la mayoría de aquellas islas en las que se encuentra la vegetación, ésta es más ingrata que los yermos de Atacama. Enmarañados matorrales de metálicos arbustos sin frutos y sin nombres surgen de las profundas grietas de las rocas calcinadas que traicioneramente las ocultan, y también agostados conjuntos de cactos retorcidos. «En muchos lugares, la costa está limitada por rocas, o más exactamente, por escorias; hundidas masas de materia negruzca o verdosa, semejantes a la escoria de un alto homo, aparecen formando oscuras cavidades y grutas sombrías, aquí y allá, en las que el mar vierte incesantemente una espantosa furia de espuma. Suspendidos sobre ellas, flotan torbellinos de bruma gris y macilenta, surcados por bandadas de pájaros aterradores que intensifican más aún el tenebroso estrépito. Por muy calmado que esté exteriormente el mar, no existe el reposo para estos oleajes ni estas rocas; el embate de las olas no cesa por que el océano exterior esté sosegado. En los días nublados y sofocantes, tan característicos de esta aguas ecuatoriales, esas masas sombrías, vítreas, muchas de las cuales se elevan costa afuera entre blancos remolinos y rompientes en lugares apartados y peligrosos, presentan una visión enteramente plutónica. Sólo en un mundo caído pueden existir semejantes lugares. «Las partes de la ribera, libres de las señales del fuego, se extienden en anchas playas cubiertas de innumerables conchas, encontrándose aquí y allá pedazos podridos de caña de azúcar, bambúes y cocos, lanzados a este mundo sombrío, tan diferente de las islas encantadoras, pobladas de palmerales, que se hallan al Oeste y al Sur, es decir, por todo el camino que va del Paraíso al Tártaro; pero también asoman algunas veces, mezclados con vestigios de exótica belleza, fragmentos de madera carbonizada y astillas carcomidas de restos de naufragios. Y no ha de causar sorpresa encontrarse con estos despojos si se tienen en cuenta las corrientes contrarias que entrechocan a lo largo de casi todos los anchos canales del archipiélago. La inestabilidad de las corrientes aéreas armoniza con la de las marinas. En ninguna otra parte es el viento tan ligero, tan desconcertante, tan inseguro, ni tan propenso a las enigmáticas calmas, como en las Encantadas. Cerca de un mes tardó un navío para ir de una isla a otra, a pesar de mediar sólo noventa millas entre ellas, pues debido a la fuerza de las corrientes, los botes empleados para el remolque apenas bastaban para impedir que el barco fuera arrojado sobre los acantilados y en nada contribuyeron a acelerar su viaje. A veces, a un navío venido de lejos le es imposible alcanzar el archipiélago, a menos que se hayan tenido muy en cuenta las posibilidades de deriva antes de que se muestre a la vista. Y, sin embargo, otras veces hay una misteriosa succión que atrae irresistiblemente hacia las islas un navío que tiene otro destino. «Probado está que en una época, casi al igual que hoy, grandes flotas de balleneros corrían, en busca de cetáceos lo que algunos marineros denominan el Terreno Encantado. Pero esto, como ha de ser descrito en otro lugar ocurría a distancia de la gran isla exterior de Albermale lejos del laberinto de las islas menores, donde abunda el espacio marítimo; y he aquí que las observaciones precedentes no son válidas por lo que atañe a este sector, aunque aun allí la corriente embiste a veces con fuerza singular, cambiando también en forma igualmente caprichosa. A decir verdad, hay estaciones en las que las corrientes, sin razón alguna, predominan en zonas extensas del archipiélago y son tan tremendamente fuertes e irregulares como para cambiar el curso de un barco, haciendo inútil su timón, por más que se navegue a un promedio de cuatro o cinco millas por hora, Las diferencias registradas en los cálculos de los navegantes, producidas por estas causas, junto con los ligeros y variables vientos, dieron pábulo a la convicción de que existían dos grupos de islas en el paralelo de las Encantadas, separados ambos por un centenar de leguas. Tal fue la opinión de sus primeros visitantes, los bucaneros; y remontándonos a 1750, hallamos que los mapas de aquella región del Pacífico recogían aquel extraño error. «La fugacidad e irrealidad aparente en la situación de las islas fue, seguramente, la única razón que movió a los españoles a llamarlas las Encantadas o Archipiélago Encantado. «Pero sin dejar de prestar atención a su carácter, puesto que se reconoce su existencia, el viajero moderno se inclinará a creer que este nombre que se les otorgó pudiera muy bien haberles sido dispensado por el aire de la mágica desolación que tan característicamente las rodea. Nada puede sugerir mejor el aspecto de cosas antaño vivas cuya lozanía malévolamente convirtióse en cenizas. Estas islas parecen manzanas de Sodoma después de ser afectadas. «Por incierta que pueda aparecer su posición a causa de las corrientes, estas islas, al menos para quien se sitúa en sus playas, se presentan como invariablemente idénticas: fijas, fundidas, pegadas fuertemente al mismo cuerpo de la cadavérica muerte. «Este calificativo de Encantadas tampoco parecería fuera de lugar en otro sentido. Si atendemos al singular reptil que habita estas soledades, y cuya presencia da al archipiélago su otro nombre español: Galápagos. La mayoría de los marinos abriga una vieja superstición tan grotesca como espantosa. Creen seriamente que todos los oficiales malvados, y en especial los comodoros y capitanes, se transforman al morir (y, en algunos casos, antes de ello) en tortugas; y moran en adelante sobre estas ardientes arideces únicos señores solitarios de las escorias. «Sin duda, una concepción tan extraña y tétrica inspirada en sus orígenes por este paisaje, pero, particularmente, quizá, por las tortugas; pues aparte sus rasgos puramente físicos, hay extrañamente algo de autocondenación en la apariencia de estas criaturas. Una perdurable tristeza, un castigo sin esperanza no se han expresado en ninguna otra forma animal de manera tan suplicante; mientras que, por otra parte, la idea de su asombrosa longevidad acentúa esta impresión. «Aun a riesgo de merecer la acusación de creer absurdamente en encantamientos, no puedo menos de reconocer que todavía hoy, cuando dejo la ciudad populosa para pasar vagabundo los meses de julio y agosto entre los montes Adirondack, lejos de las influencias ciudadanas, y próximo a los misterios de la Naturaleza, cuando me siento sobre la musgosa cima de una profunda garganta boscosa, rodeado de troncos de pinos caídos, y recuerdo como en un sueño mis otros vagabundeos distantes, en el corazón calcinado de las islas mágicas, rememoro los súbitos destellos de los lúgubres caparazones y los largos cuellos lánguidos que sobresalían de los raídos matorrales y entreveo las rocas vítreas del interior, surcadas por profundas señales, labradas por los lentos arrastres de las tortugas durante milenios en busca de charcas con un poco de agua, difícilmente puedo resistir la sensación de que alguna vez he dormido sobre un suelo, de maléfico encantamiento. «Es más, mi recuerdo se hace tan intenso, o la magia de, mi imaginación es tan avasalladora, que ya no acierto a comprender si realmente soy víctima de una ilusión óptica en lo relativo a las Galápagos. Pues, a menudo, en ambientes de regocijo colectivo, especialmente en las fiestas dadas en las viejas mansiones a la luz de los candelabros, las sombras arrojadas hasta los más apartados rincones de una espaciosa sala cobran apariencia de embrujados y solitarios bosques. Y he llamado la atención de mis compañeros de diversión por mi mirada fija y por mi súbito cambio de semblante, al creer ver surgir lentamente desde esas soledades imaginadas, y arrastrarse torpemente por el piso, el fantasma de una tortuga gigante, con la leyenda «Memento» escrita con letras ardientes sobre el lomo.» Capítulo XVI EL BARCO DE LOS MUERTOS A la mañana siguiente, muy temprano, cuando ya lo tenía todo preparado para la marcha, Argenmeyer me mandó recado con su marinero, Roberto. No podríamos salir ese día; al barco le faltaban detalles de aparejo. Me fui a buscar a Michel, le devolví su libro, y discutiendo sobre él, nos fuimos a desayunar a casa de Cándida. Michel ponía la base de desayuno: un hermoso mero de cinco kilos, y yo cargaba con los gastos de vino y preparación. Nos encontrábamos en pleno banquete cuando apareció un tipo larguirucho y andrajoso con pinta de extranjero, que, sin pedir permiso, se sentó a nuestra mesa y comenzó a hacemos mil preguntas sobre quiénes éramos, qué hacíamos en las islas y qué planes teníamos para el futuro. Comenzamos a responder un tanto sorprendidos, cuando apareció Cándida, que estaba en la cocina, y sin encomendarse a nadie, la emprendió con el desconocido, lo zarandeó de mala manera y acabó echándole de allí casi a patadas. El individuo no protestó, como si aquello fuese lo más natural del mundo, y se alejó, silencioso y cabizbajo. Michel y yo nos mirábamos sin comprender, y Cándida captó esa mirada. — Es un canalla, un asesino y un ladrón — dijo—. No permitan que se les acerque. No dejen que nadie les vea hablar con él, porque creerán que son sus cómplices y que han venido a llevarse, por fin, el tesoro. Como advirtió que no teníamos ni idea de lo que estaba hablando, se apresuró a tomar asiento en la silla que había dejado el otro y se inclinó hacia nosotros confidencialmente. — Es un asesino — comenzó a decir sin más preámbulos — Se llama Harold, o Harnold, o algo así, y llegó hace más de quince años, en compañía de otros dos. Iban a buscar el tesoro de San Salvador. Traían dinero, y contrataron una barca para que les dejara en la isla y cada mes fuera a llevarles agua y víveres. Al cabo de tres meses de estar allí, dijeron a los de la barca que pronto se irían, pues creían estar a punto de dar con el oro. Cuando la barca hizo el viaje siguiente, no quedaba más que Harold, quien contó que sus compañeros se habían ahogado. ¡Los había matado! — concluyó, convencida. — ¿Cómo puede estar tan segura? — inquirió Michel. — Es muy fácil. Uno de ellos no sabía nadar. — Más a su favor. — No. porque cuando alguien no sabe nadar, no se arriesga a bañarse en un sitio que cubre. Y el que no se arriesga, no se ahoga. — Puede que perdiera pie, que una ola lo arrastrara… El otro se tiró a salvarle y se ahogaron los dos. — Eso fue lo que él contó. Pero todos creen que descubrieron el tesoro, quiso quedárselo para él solo, y mató a los otros mientras dormían. Luego, los tiró al mar y los tiburones se los zamparon. — Bueno, eso no es más que una teoría. No se puede condenar a un hombre con esa historia. — Y por eso no le condenaron. No había pruebas y quedó libre. Se fue a su país, y tres años después, cuando pensó que todo estaba olvidado, regresó. Quería volver a la isla, pero aquí no olvidamos tan fácilmente, y comprendimos que lo que buscaba era recoger el tesoro. Nadie quiso acompañarle y aquí se quedó. — Sonrió triunfalmente—. ¡Clavado en la isla! — ¿Desde hace doce años? — Más o menos… Ése es su castigo. Está aquí, tiene el tesoro al alcance de la mano, pero no puede cogerlo. A veces, lo han visto en el extremo norte de la isla mirando hacia San Salvador, que se distingue en la distancia. pero no puede ir. Vive como un animal. Duerme en cuevas y come lo que roba en los campos y algo que pesca. Siempre anda hablando solo o asaltando a preguntas a los forasteros que llegan. Confía en encontrar uno que le lleve a la isla. Pero a todos se les advierte: si lo llevan y encuentra el tesoro, como es seguro, le acusarán de asesinato. Se armará un lío y el que le haya llevado se verá metido en un feo asunto: complicidad, o como quiera que se llame eso. Michel y yo nos miramos, sorprendidos. — Es una historia absurda — comenté—. ¿Por qué no regresa a su país? — No quiere — respondió Cándida—. Además, no tiene con qué… ¿Se dan cuenta? La segunda vez llegó aquí sin un céntimo. Eso quiere decir que sabía que no necesitaría dinero para volver. Contaba con el tesoro. — Son suposiciones… Todo son suposiciones… Más bien parece un pobre desgraciado al que le falta un tornillo… El hecho de haberse lanzado a la aventura de buscar un tesoro tan improbable como el de los piratas de San Salvador es cosa de locos. Ese tesoro no tiene el menor fundamento histórico. — Entonces, ¿quiere decirme para qué volvió? — inquirió Cándida, segura de lo aplastante de su lógica—. Los asesinos vuelven siempre al lugar de sus crímenes — Concluyó, como sí fuera algo que tuviera muy bien aprendido de oírselo decir a otros. — También yo he venido… y sin dinero… — dijo Michel—. y ni he matado a nadie, ni busco oro… Tan sólo busco paz. — ¡Pero él no busca paz! Él tiene una guerra dentro, y lo único que quiere es que le lleven a San Salvador, a una isla desierta y sin agua… ¿Sabe? Una vez, hace años, robó una barca de remos y se hizo a la mar… Lo encontraron moribundo: no se había llevado agua, ni comida, ni nada… ¿Se imagina? Intentaba llegar a remo, con la corriente que hay en ese canal. Hubiera ido a parar a Marchena… — Razón de más para creer que está loco… Habría que mandarlo a su país… A un sanatorio… — La cárcel es su sitio — sentenció Cándida—. O la horca. Cuando salimos de allí, y sin ponernos de acuerdo, tomamos la dirección que había seguido el tal Harnold o Harold, pero no pudimos dar con él. Cuando preguntamos a una mujer que cosía a la puerta de su casa, señaló un camino que se adentraba en la isla. — Por ahí pasó. Hacia las montañas. — ¿Sabe dónde podríamos encontrarle? — No. Tiene sus escondites allá, muy lejos. A veces, se pasa meses sin aparecer por aquí… ¿Son amigos suyos? Al ver que no obtenía respuesta añadió: — Es como un animal, como una bestia maloliente. Pero, a veces, yo, que siempre estoy aquí sentada y lo veo pasar, siento lástima de él. Está pagando duramente los crímenes que cometió. — ¿Y si no fuera culpable? — quiso saber Michel. — En ese caso — replicó la buena mujer—, Dios nos perdone. Luego, al ver que hacíamos ademán de echar a andar por el camino, nos detuvo con un gesto. — No vayan — dijo—. Es inútil… Camina con la rapidez de un lobo y ya estará muy lejos. Conoce la isla como nadie y tardarían años en encontrarle. Regresamos a casa de Jimmy. Michel prometió que se interesaría por aquel desgraciado, pero nunca pudo hacerlo. Cuando, en mis viajes posteriores, pregunté por el tal Harold, o Harnold, nadie supo darme razón. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no bajaba de las montañas. Tanto que quizá ya estuviera muerto en cualquiera de las cuevas que le servían de refugio. O quizás encontró, al fin, la forma de llegar a su isla. Esa tarde, llevé a Michel a casa de Argenmeyer con el fin de que éste le diera algunos consejos sobre la vida en las islas. Comenzaron hablando en francés pero pronto pasaron al alemán, mucho más cómodo para los dos, por lo que me quedé sin entender palabra. Me fui a dar de comer a las iguanas y me sorprendió advertir que acudían en cuanto las llamaba con el «cuchi-cuchi-cuchi» con que solía hacerlo Karl. Se acercaban a mí con mucho menos respeto que el día anterior, como si ya me conocieran. Luego, me detuve en observar los enormes cangrejos rojos que pululan por las islas, hasta que aparecieron casi al unísono un pelícano y un «piquero». Comenzaron a, pescar cerca de donde me encontraba, como si tuvieran intención de entretenerme con el extraordinario espectáculo que constituían sus distintas formas de actuar. Los alcatraces llamados «piqueros» son, como los cormoranes y los pelícanos, los principales habitantes de las costas del Pacífico, y abundan de tal modo aquí, en Sudamérica, que se calcula que consumen más de cinco millones de toneladas anuales de pescado, principalmente, anchovetas. La corriente de Humboldt es, sin embargo, tan rica en vida, que tal consumo apenas se advierte. El hombre, por su parte, lo agradece, pues de cada quince kilos de pescado que estas aves consumen, producen uno de «guano», el mejor abono natural que existe. Cada una de estas aves es capaz de proporcionar por sí sola entre diez y quince kilos de «guano» al año, y si se tiene en cuenta que sus colonias a veces se cuentan por millones en una sola isla de la costa peruana, se comprenderá la fantástica riqueza que llegan a constituir. El Perú ha logrado exportar en un año más de trescientas mil toneladas de estos excrementos, por valor de muchos millones de dólares. Ahora, el piquero y él pelícano estaban dedicados de lleno a la primera fase de la producción: cazar y tragarse un pez tras otro. Sus técnicas no podían ser, pese a ello, más dispares. El piquero, delgado, ágil, de largo pico y rápido vuelo, trazaba círculos a unos treinta metros de altura para lanzarse de improviso hacia el mar a velocidad suicida y zambullirse, con la limpieza de una flecha, el cuerpo extendido, las alas plegadas, el afilado pico abriendo brecha, esbelto y elegante como un saltador olímpico. El pelícano, grande, pesado, torpe, volaba mucho más bajo, casi sin fuerzas, desganadamente, para precipitarse de pronto con las alas abiertas, dando vueltas, enmarañado, como si una certera perdigonada acabara de abatirle. Caía sobre el mar dando un golpetazo, levantando nubes de espuma, aparentemente sin hundirse un palmo, produciendo la impresión de que lo que buscaba no era comida, sino tan sólo hacer reír a los espectadores. Sin embargo, rara era la ocasión en que el primero no alzaba de nuevo el vuelo con un pez en el pico, o el segundo con su gran bolsa cada vez más llena. Al fin, el piquero se alejó sin dejar de pescar y el pelícano vino a posarse en unas rocas a sólo unos metros de donde me encontraba. Allí, se dedicó a alisarse las plumas sin hacerme el menor caso, con cara de viejo meditabundo. Caía la tarde. El sol comenzaba a ocultarse, allá, muy a lo lejos, y me detuve a pensar que siguiendo su camino, hacia el oeste, sólo existía la inmensidad del mar: millas y millas de océano solitario. Sin duda, esa es la mayor extensión de mar libre que existe. Hasta el momento en que roza las islas Gilbert, la línea equinoccial que ha tocado las Galápagos no vuelve a cruzar por tierra alguna. Son exactamente noventa grados, la cuarta parte del planeta, de pura agua salada. Y allí, en las Gilbert, en las Fidji, en las Tonga, en tantos y tantos archipiélagos maravillosos que ya tenía casi olvidados, sería el sitio donde habría que enviar a los muertos, en sus piraguas, al paraíso de Taaroa, al Noa-noa del eterno mar siempre apacible, a descansar en paz por el resto de la eternidad[7 - Ver: Largo Viaje al Paraíso, del mismo autor, Ed. «Mateu».]. Me venía a la memoria la impresionante ceremonia en que los cuerpos de los guerreros eran confiados al mar a bordo de sus naves, para que el viento las llevase, siguiendo el sol, hacia el paraíso. Y con la última claridad, se encendían las antorchas de la piragua para que el fuego prendiera luego en la estructura del barco. Éste acababa convertido en inmensa pira funeraria que terminaba siendo tragada por las aguas. Y mientras tanto, el pueblo se agrupaba en otras naves y salía a despedir a los que emprendían el largo camino final. Mientras el barco de los muertos se alejaba, con los timones fijos — guiado por la mano del bondadoso dios Taaroa—, los vivos elevaban al unísono su voz en un canto de despedida que nunca, por tiempo que pase, podré olvidar: Mudos van e inmóviles los muertos; la sombra de la vela les protege, el mar se lamenta bajo las curvas quillas y el sol marca el camino del Oeste. Más felices seréis en Noa-noa, junto a los fuegos de Temehaní, escuchando la suave voz de Taaroa, sobre el eterno mar siempre apacible. Marcháis ahora hacia el callado abismo y tendréis compañía en las aves del mar hasta que el fuego consuma vuestras velas y Taaroa guíe vuestros pasos. Rogadle que vuelva a por nosotros Y que gobierne también nuestro timón, Cuando emprendamos el camino del Oeste en el callado barco de los muertos… Siempre me gustó esa costumbre de confiar al mar los cuerpos de quienes habían sido en vida gentes de mar, polinesios que sólo conciben la existencia sobre una frágil piragua bailando sobre las olas. Siempre me pareció más hermoso que encerrar esos cuerpos en nichos o dárselos a la tierra para que los convierta en inmundicia. El mar es limpio, y en el mar, el cadáver sirve de alimento a los peces; da vida a quienes se la dieron durante tanto tiempo; cumple un ciclo, el verdadero ciclo, porque vuelve al mar que es el origen de la vida, y no la tierra. Si todas las tierras del planeta se sumergieran de pronto, el mar continuaría existiendo, inmutable y eterno. Si los océanos se secaran, las tierras morirían. Me gustaría que, un hermoso anochecer, dentro de muchos, muchos años, colocaran mi cuerpo en una canoa para que pudiera emprender el camino del Oeste, en el callado barco de los muertos. Taaroa guiaría mis pasos. Capítulo XVII LA ORCA DEL FIN DEL MUNDO Amanecía cuando levamos anclas. La esposa de Argenmeyer nos despedía desde la puerta de su casa. Roberto izaba las velas y yo le ayudaba. Karl se ocupaba del timón. El barco medía unos diez metros, pero resultaba cómodo, era espacioso y tenía una cabina capaz para cuatro literas y una pequeña cocina. Incluso tenía ducha, que es la mayor comodidad que se puede pedir en estos casos. Pusimos proa al Este y, luego, al Norte, bordeando la isla. Al mediodía, fondeamos en el canal que separa entre sí las plaza, dos islotes que se alzan a un tiro de piedra de la punta nordeste de Santa Cruz. El canal era como una inmensa piscina de aguas limpias y tranquilas que permitían ver cómodamente el fondo, a unos diez metros bajo la quilla. Era un lugar hermoso y pintoresco, y hubiera resultado apacible, de no ser por el escándalo que armaban más de mil focas que habitaban en la costa baja de la mayor de las islas. Nunca había visto una colonia semejante. Había focas de todos los tamaños, desde los grandes machos de más de quinientos kilos, a las diminutas crías recién nacidas, que se arrastraban entre las rocas sin atreverse aún a echarse al mar. La mayoría eran de color oscuro — verde oliva o negro—, pero también abundaban las que se encontraban en el tiempo de muda de la piel, y presentaban entonces un color marrón claro. Echamos al mar el pequeño bote auxiliar para saltar a tierra. Inmediatamente, nos rodearon cinco o seis focas que se aproximaban casi hasta tocarnos y sacaban la cabeza del agua, queriendo asomarse para ver lo que llevábamos en la embarcación. Ladraban y hacían gracias, como si cada una de aquel millar de bestias estuviera amaestrada y formara parte de la troupe de un circo. Saltar del bote a las rocas fue un problema. Existía una especie de diminuto espigón, pero se encontraba ocupado por dos hembras que dormían al sol y que se molestaron mucho cuando tuvieron que apartarse para dejamos paso. El jefe de la familia se enfadó; era un macho de más de dos metros de largo y enormes colmillos, que se encontraba en esos momentos en el agua, y que sacó la cabeza gritándonos algo que quería decir, sin duda, que dejáramos en paz a sus esposas. Pronto pude advertir que toda la costa se encontraba claramente dividida en «territorios», de no mas de quince metros de longitud, y en cada uno de ellos reinaba un macho con su corte de hembras y crías. Cada uno de aquellos monarcas defendía celosamente sus posesiones y no permitía que ningún otro cruzara sus fronteras no sólo en tierra, sino incluso en las aguas cercanas, allí donde retozaban las hembras o las crías. Esta colonia de focas de las islas Plaza, formaban parte — como todas las que había visto hasta el presente — de la especie más común en el archipiélago, tan numerosa, que los nativos se quejan de que les destrozan las redes. Su abundancia se debe a que su piel no es apreciada en peletería por ser basta y de largos pelos. No han sido nunca molestadas, a diferencia de una segunda especie, limitada ya a las islas de Fernandina e Isabela. De piel suave y preciosa, han sido muy perseguidas a causa de ella, de modo que, en la actualidad, no quedan en el archipiélago más que unos cuatro mil ejemplares, muy localizados los rincones más solitarios. Tal vez la rigurosa prohibición que existe de matarlas permita su rápida recuperación. Sobre las luchas de los machos por la conservación de sus territorios y la posesión de sus esposas, así como sobre la vida en general de leones o elefantes marinos, no creo que exista nada mejor que la descripción que de todo ello hace en su libro, Au Seuil de L'Antartiqne, R. Jeannel: «Siempre inquieto, el «bajá» o jefe de tribu — la foca macho — que se ha formado un harén con su grupo escogido de hembras, no aparta la vista de los merodeadores que lo espían. Al menor movimiento de aproximación de cualquiera de ellos, levanta la cabeza y empieza a rugir. Al hacerlo, proyecta la cabeza hacia delante con la boca abierta y la trompa hinchada, la cual le da un terrible aspecto. Si el merodeador es un «soltero» de pequeña talla, toma buena nota de la advertencia y se retira; pero si tiene la edad y el peso necesarios como para confiar en sus fuerzas, se precipita contra el «bajá» y lo desafía a singular combate. Furioso, el macho se abalanza contra el usurpador sin temor alguno. Carga en línea recta, la cabeza alta, levantándose sobre seis miembros anteriores cuya palma apoya en el suelo, ondulando su enorme cuerpo con el esfuerzo de la reptación. Cara a cara los dos adversarios, no es raro que uno de ellos emprenda la huida, pero si ésta no se produce, empieza la lucha. Los dos rivales levantan la cabeza cuanto pueden y dejan caer todo su peso contra el adversario, intentando herir con los caninos superiores… La mayor parte de las heridas las infieren en la cabeza o en los lados del cuello, aunque también pueden resultar ojos reventados o trompas desgarradas… «Después de su victoria, el «bajá» no se atreve a dejar el harén, y así, sólo persigue al vencido durante unos pocos metros, dando la vuelta rápidamente para acercarse de nuevo a sus hembras. Puede considerarse afortunado si durante la lucha algún astuto «soltero» no ha aprovechado el desorden para llevarse alguna hembra, lo cual le obliga a lanzarse contra el nuevo intruso. «Cuando, después de la lucha, el macho vuelve al harén, se empareja con sus hembras inmediatamente, siendo capaz de cubrir a cierto número de ellas, una a continuación de otra. Para acoplarse, el macho abraza a la hembra con uno de sus remos, la atrae hacia sí, tendido de lado, y la toma, mordiéndole en el cuello… Las hembras aceptan en el harén a cuantos machos se presentan sin demostrar fidelidad a su «baja». Entre ellas son muy batalladoras y luchan de igual modo que lo hacen los machos, aunque sin levantar tanto la cabeza. Las hembras vírgenes se reconocen porque no tienen heridas en el cuello y son más pequeñas. Es evidente que ninguna hembra escapa a la fecundación, ya que hay demasiados machos desaparejados en las playas.» En Galápagos, los machos derrotados, ya viejos y que no se encuentran con ánimos de iniciar nuevas luchas por la posesión de un harén se retiran a los acantilados posteriores de la mayor de las islas Plaza, donde viven, solitarios y amargados, hasta que les llega la muerte. Se vuelven entonces malhumorados y furiosos, no permiten que nadie se les acerque y cuando intenté fotografiar de cerca a uno de ellos, se me echó encima profiriendo grandes gritos y haciendo gestos amenazadores. Cerca de él aparecía el enorme cadáver de otro macho viejo, y cada, roca que sobresalía estaba ocupado por uno de ellos. Aunque la altura en caída libre hasta el mar superaba los treinta metros, me aseguraba Karl que, en ocasiones, los había visto lanzarse desde allí al agua. Una vez conseguida la comida volvían a subir arrastrándose trabajosamente desde el trabajos otro lado de la isla, a lo largo de más de dos kilómetros de empinada cuesta. Producía tristeza ver aquellos animales de media tonelada de peso reptando jadeantes hasta la cima su retiro, aquel alto acantilado desde el que contemplaban durante horas y días el ancho mar que había significado toda su vida. Era como penetrar en un santuario, en un asilo de ancianos abandonados, en un a un cementerio de seres vivos. Ese mismo acantilado se encontraba habitado, al mismo tiempo, por la más increíble variedad de aves marinas que pueda imaginarse. Por su número, destacaban las llamadas «gaviotas de cola de golondrina», especie propia de las Galápagos, fácilmente reconocible por los círculos rojos de sus ojos. Anidaban en las cornisas de los acantilados, depositando los huevos sobre la roca sin formar nido de ninguna especie. Cuando me aproximaba demasiado a ellas, se limitaban a chillar desaforadamente, abriendo mucho el pico con gesto amenazador, y echaban a volar trazando círculos sobre mi cabeza. Algunas incluso llegaban a querer posárseme encima, y tenía que espantarlas, aunque no parecía que tuvieran intención de hacerme daño. También abundaban los alcatraces, rabihorcados y palomas de las Galápagos, pero no pude ver allí ni un solo albatros. Lo abrupto de terreno no les proporciona las amplias pistas de aterrizaje que precisan para sus despegues y tomas de tierra. El suelo de las Plaza, volcánico como el de todas las islas, aparece salpicado de cactos de pequeño tamaño que sirven de alimento a la gran cantidad de iguanas de tierra que pululan por doquier y que acuden a comer a la mano del extraño, pese a que no están — como las de Argenmeyer — acostumbradas a la presencia humana. Lo más llamativo, quizá, de las Plaza, es la increíble alfombra de mil colores que forman unos matojos bajos y resecos, que surgiendo de fisuras que se producen entre la lava, se extienden luego en una superficie de cuatro o cinco metros cuadrados, combinando los colores rojizos de uno con el violeta, el amarillo o el verde del siguiente. Como al fondo destaca el azul intenso del mar, en conjunto y, contempladas desde su cumbre, las Plaza semejan un inmenso tapiz diseñado por un caprichoso artista. Desde las plaza pusimos proa al canal que separa el norte de la isla de Santa Cruz, de la de Baltra o Seymur. A unas cuatro millas, pasado el canal, se abre — en la misma Santa Cruz — una inmensa bahía de aguas poco profundas. Más que bahía, es, en realidad, un gran manglar por el que miles de canales de no más de un metro de hondo se adentran en tierra. Éste es refugio predilecto de tiburones y gigantescas tortugas de mar que acuden a centenares, especialmente en época de celo. Era tan escasa el agua, que a la mayoría de los tiburones les sobresalía la aleta dorsal. Debíamos andar con sumo cuidado, pues el único medio de penetrar en el manglar era utilizando el frágil bote auxiliar del yate, y cualquiera de aquellos grandes animales podía hacerlo zozobrar de un coletazo. Caerse al agua en semejante lugar era como lanzar un filete de vaca en una perrera municipal. Resultaba curioso ver a las grandes tortugas marinas acoplándose. Había docenas de parejas que parecían pasar dificultades para conseguir su objetivo, ya que debían mantener las cabezas fuera de la superficie para respirar. No daba la impresión de que a las hembras les agradara demasiado todo aquello, y los machos tenían que morderlas fuertemente para que aceptaran su presencia. En torno a cada hembra rondaban siempre dos o tres machos, amén del que se encontraba con ella en esos momentos. Me hubiera interesado estudiar más detenidamente las costumbres de estos extraños animales, pero la noche se nos echaba encima rápidamente y no podíamos permitimos el lujo de extraviarnos en la oscuridad en aquel laberinto de manglares. Aquella noche, fondeamos en el canal — quieto como una balsa—, y muy temprano pusimos rumbo a San Salvador, la isla de los tesoros. Poco hay que ver en ella, ya que es un desierto deshabitado y desconocido, excepción hecha de la maravillosa bahía de Sullivan, que forma con su vecina, la diminuta isla de San Bartolomé. En la cumbre de San Bartolomé pudimos subir a la cueva que servía de refugio y puesto de vigilancia a los piratas que escondían sus naves en la bahía. Se asegura que esa cueva servía también para dejarse mensajes unos a otros. Hoy en día, es costumbre que los escasos viajeros que pasan por aquí escriban, a su vez un mensaje. En el costado norte de San Bartolomé, se abre una de las playas más bellas del mundo, donde resulta posible bañarse en compañía de un par de familias pacíficas focas juguetonas. Una de las mayores diversiones de estas focas es lanzarse a toda velocidad hacia el bañista que está de pie con el agua a la cintura, y pasar como una flecha por entre sus abiertas piernas. Para quien desconoce esa extraña manía, el susto suele ser de muerte. Luego, ya todo se convierte en broma. Bordeando San Salvador por su costa sur, fondeamos en una pequeña ensenada en la que Argenmeyer me aseguró que podría encontrar abundancia de corales. Me sumergí en un fondo de unos quince metros y lo que vi me impresionó; era como el juego de pintores que se hubieran vuelto locos, y que manchados aquí y allá con rojos, ocres, verdes, amarillos y violetas, hubieran contribuido a formar un cuadro deslumbrante. La pared cercana aparecía atravesada por infinidad de túneles que filtraban la luz o se escondían en penumbras; en general, el rojo predominaba sobre los restantes colores, cuya variedad, repito, resultaba infinita. Abundaban las madréporas, que convertían el conjunto en un gran jardín, y entre ellas sobresalían las meandrinas, que semejan al cerebro de un hombre; los alcionarios en formas de hojas lobuladas, y las inclinadas láminas amarillentas de los corales de fuego, que queman al tocarlos. Había también otros en forma de estrella, no mayores que un botón y algunos como setas, con el sombrero del tamaño de un plato. Y todos tenían su color particular o su dibujo típico que lo diferenciaba de cuantos le rodeaban y, no obstante, formaban con ellos un conjunto armónico. Y por todas partes, esponjas de mil formas, colores y tamaños; briozoos y mariposas de mar que se agitaban como relámpagos, peces-rana y escorpenas de espantoso aspecto; erizos de mar, peces-arco iris y luna; lirios de mar, verdes y anaranjados; peces-barbero con estiletes como bisturíes… Cruzó un pez aguja, parecido a un caballito de mar, feo como si llevara una máscara, y con una bolsa en el vientre en la que guarda a sus hijos. Luego, me llamó la atención una exuberante flor que descansaba sobre un coral. Me aproximé y me miró con sus fríos y tranquilos ojos. No tenía miedo de mí porque era un «pez de fuego» que, con la sinancia y la escorpena, forman el trío de los peces de roca que jamás se inquietan porque saben de la increíble potencia de su veneno. Todo el universo, en fin, de los arrecifes, pululaba en torno mío, sueño de cualquier pescador submarino; sueño, también, de quien quisiera contentarse, tan sólo, con ver y estudiar en paz la vida submarina. Argenmeyer me contaba que, unos meses atrás, había pasado una temporada en el archipiélago Jacques Ives Cousteau con su barco y su tripulación de exploraciones oceanográficas. Había quedado maravillado de cuanto encontró en el fondo de aquellos mares increíbles. Y es que en ningún otro lugar del mundo puede darse — como se da aquí — el hecho de estar bañándose en aguas tibias, contemplando a una colonia de peces auténticamente tropicales, y que aparezca de pronto, irrumpiendo como un tren en marcha, una foca, una iguana marina o un pingüino. Es absurdo, y, sin embargo, ocurre. A los pingüinos, pudimos verlos al día siguiente en las costas de Isabela. Animales de los hielos, llegaron al archipiélago empujados por la corriente de Humboldt, al igual que los leones marinos, y aquí se quedaron. Con el tiempo, han evolucionado ligeramente, y son más pequeños y débiles que sus congéneres de los polos, pero no parecen desgraciados por ello. Viven en paz en Fernandina e Isabela; tienen abundancia de alimento y nadie les molesta. Se calcula que existen unos mil quinientos ejemplares; con las actuales leyes de protección, irán aumentando de número poco a poco. Resulta cómico y curioso verlos caminar tan serios, con sus fracs de gala, sobre las rocas de lava negra o las amarillas playas caldeadas por el sol. La clásica imagen del pingüino y el hielo pierde aquí todo su valor, y causan tanta sorpresa como ver un camello paseándose por el polo. Los días transcurrieron sin grandes novedades. El tiempo, claro; el mar, en calma; la temperatura, primaveral. Un auténtico crucero de recreo por un país de fantasía. Días de pesca, de baños, de sol. De bajar a tierra, a ver más animales; algunos, extraños, como los cormoranes de Isabela, que no vuelan. Pertenecen a la misma especie que se encuentra en otras de las islas y en las costas del Perú, pero es tanta la riqueza piscícola de las aguas vecinas, que, poco a poco, perdieron la costumbre de adentrarse en el mar a buscar su alimento. Les basta con echarse al agua, bajar al fondo y coger un pez. Con el tiempo y la falta de uso, las alas dejaron de serles de utilidad, se les atrofiaron y hoy parecen las de un pingüino. Isabela no tiene mucho que ver. Es la mayor pero quizá, la más fea de las islas. La coronan cinco volcanes y la habita una próspera colonia de campesinos que viven del café, del maíz, de la caña de azúcar, de la pesca y del ganado salvaje que pulula por todas partes. A mi modo de ver, y si no fuera por los pingüinos, las focas o las tortugas, Isabela podría pertenecer a cualquier otro archipiélago volcánico del mundo. Le falta la personalidad de Hood, Floreana, Santa Cruz o las Plaza. Salvo Tagus-Cove, Punta Espinosa, o el estrecho Bolívar que la separa de Fernandina, no tiene mucho que ver, y si he de ser sincero, hasta cierto punto me desilusionó. Al cabo de unos días, emprendimos el regreso a Santa Cruz, para ir a fondear, a media tarde, en el canal que le separa de Baltra, y donde habíamos pasado ya una noche. Me sentía apenado. Al día siguiente, un avión me devolvería al continente, a la civilización, a los automóviles y a la contaminación atmosférica. En el transcurso de aquellos días, había perdido la noción de que todo eso existiese, de que hubiese en el mundo ciudades donde millones de personas se amontonaban luchando por la subsistencia. Tenía que regresar, y me dolía. Pensé en Marie-Claire, que me esperaba desde hacía tanto tiempo, y me sentía reconfortado. Por muy lejos que fuera, por mucho que buscara, en ningún lugar encontraría nada que pudiera comparársele. Quizá la solución estaba en ir a buscarla y traerla aquí, que era el paisaje que la correspondía: hermoso, sereno, solitario. Sentí deseos de sumergirme por última vez, hacer una última visita a los mil habitantes de los arrecifes, y me lancé al agua. Nadé hacia la costa, distante unos cien metros, y me dediqué a estudiar, como siempre, la vida de aquel complejo mundo. De pronto, oí un grito. Aún no sé por qué, alcé el rostro y miré hacia el barco. En cubierta, Karl hacía desesperados gestos de que saliera del agua y gritaba algo que no entendí. No tuve tiempo ni de pensar siquiera, a menos de diez metros se alzaba el acantilado, me precipité hacia él y trepé como pude a una roca mientras continuaba oyendo los gritos de Karl y Roberto. Cuando me creí a salvo, me volví: algo que parecía un tren se me echaba encima. Era negro, reluciente, mediría unos doce metros de longitud, y una alta aleta en forma de cimitarra le sobresalía del lomo. A menos de cuatro metros, sacó la inmensa cabezota del agua, lanzó al aire un chorro de espuma, y me observó con unos ojillos brillantes y malignos. Distinguí una mancha blanca que destacaba en su lomo, y el miedo estuvo a punto de hacerme caer de la roca. ¡Era una orca! La orca, la asesina de ballenas, la devoradora de focas. El monstruo más sanguinario y terrible de los mares, capaz de atacar las barcas de pesca, hacerlas volcar y después tragarse de un solo bocado a sus ocupantes. Una orca que me miraba fijamente, como estudiando sus posibilidades de mover la roca sobre la que me encontraba para hacerme caer al agua, como suele hacer con los témpanos de hielo y los esquimales del polo. — ¡No te muevas! ¡No te muevas! — gritaba Karl. Al fin, el animal se alejó, y diez minutos después, con infinitas precauciones, Roberto vino a buscarme con el bote. — Puedes jurar que hoy has vuelto a nacer, muchacho — fue lo primero que dijo—. Has vuelto a nacer… Nunca, nunca en mi vida vi una orca tan cerca de tierra, ni soñé que pudieran llegar hasta aquí. Seguramente, andaba a la caza de focas, y si no la vemos a tiempo, te hubiera engullido como una aceituna… ¡Diablos! ¡Diablos, sí! A veces, aún se me aparece en pesadillas. En estos trece años he corrido mucho mundo y he pasado mucho miedo. Pero nunca, nada puede compararse a aquello. Morir es una cosa. Acabar devorado vivo por una orca, otra muy distinta. A la mañana siguiente, muy temprano, levamos anclas y fuimos a fondear al pequeño Puerto que el Ejército americano había construido casi treinta años atrás en Baltra. La pequeña isla ya era una ciudad fantasma, con calles por las que no corrían los autos y casas en las que no vivía nadie. Durante la guerra, habitaron aquí diez mil personas, y fue ésta la más importante base aérea de la zona. Luego, con el final de la contienda, todos se marcharon, y los hospitales, los cuarteles y las viviendas pasaron a ser propiedad de iguanas y aves marinas. Mientras llegaba el avión, busqué refugio del sol en uno de los pocos edificios que aún no amenazaba ruina: el Club de Oficiales del Ejército del Aire de los Estados Unidos. Sobre el montante de la puerta, aparecía un borroso letrero pintado muchísimo tiempo atrás por alguien que, sin duda, conocía bien las islas. «WORLD END» — «FIN DEL MUNDO», rezaba. Y tenía razón. Alberto Vázquez-Figueroa Madrid, mayo 1971 notes Примечания 1 Ver La ruta de Orellana, del mismo autor. 2 Ver Al sur del Caribe, del mismo autor. 3 «Guacharos», aves nocturnas, ciegas, que se dirigen por eco de sus gritos, de modo parecido a los murciélagos, pero sin ultrasonido. 4 La leyenda de los dioses blancos. 5 Ver La ruta de Orellana. 6 La presente versión de Las encantadas corresponde a la traducción de Cristóbal Serra, Ed. «Seix y Barral» 7 Ver: Largo Viaje al Paraíso, del mismo autor, Ed. «Mateu».